No está prohibido follar en Chernóbil

La ciudad fantasma donde ocurrió la mayor catástrofe nuclear de la historia aún acoge, casi 30 años después, a visitantes y trabajadores para enseñar lo que queda de él. En la zona de exclusión de la central trabajan 3.500 personas que tienen prohibido caminar más tarde de las diez de la noche o entrar en edificios abandonados, pero no mantener relaciones sexuales.

Misha Teslenko tiene 25 años y trabaja como guía en Chernóbil. Nació poco después de que la mayor catástrofe nuclear de la historia acabara con la vida de miles de personas y dejara un panorama apocalíptico en los alrededores de la central. Enseña ciudades deshabitadas  por el día y se recluye en un apartamento para empleados por la noche. Tiene prohibido comer cualquier cosa que brote del suelo contaminado, beber vodka durante el día, caminar por la calle más tarde de las diez, entrar y salir de la carretera que une su oficina con Kiev (la capital de Ucrania) sin pasar dos controles de radiactividad, curiosear entre los edificios abandonados, olvidarse de las autorizaciones firmadas por los turistas responsabilizándose del riesgo que puede entrañar acudir a una franja con unos niveles de radiactividad mayores de Fukushima o apropiarse de cualquier objeto que haya tenido contacto con ese enemigo invisible creador de tumores. Pero aún se le permiten ciertas cosas. Alguna que otra alegría. “No está prohibido follar en Chernóbil”, dice mientras guiña pícaramente un ojo.

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“Claro que podemos quedar con chicas”, responde con gallardía Misha. Aunque lo diga mostrando una gran sonrisa y con una mirada de gigoló postadolescente, lo tiene difícil. Se calcula que de unos 3.500 trabajadores que acuden a la base de este impreciso mapa de la hecatombe, solo un 20 por ciento son mujeres. Y, de todas ellas, apenas un centenar rebaja los cincuenta años. Las demás forman parte de los llamados “reasentados”, parejas que regresaron a su lugar de residencia a pesar de las prohibiciones gubernamentales y de unos niveles de contaminación radiactiva capaces de transformar la glándula tiroides en la hermana gemela de un jamón de bellota.

Misha y otro guía pasando un control de radioactividad

Su vida se planifica por quincenas. Los trabajadores de la zona no pueden pasar más de dos semanas seguidas en la zona para que su cuerpo no asimile parte de los isótopos que impregna el ambiente. “Dejamos ropa y más cosas en el apartamento para cuando volvemos”, aclara Misha. “Los demás me los paso en un piso de Kiev con amigos y, de vez en cuando, también veo a algunos compañeros”. Los mismos que se reparten las horas comunes entre partidos de fútbol, cervezas, videojuegos y algún escarceo.

Porque que Misha tenga permiso para follar en Chernóbil no quiere decir que lo consiga a menudo. “A veces hay fiestas o salimos a tomar algo cuando terminamos la jornada, a las cinco de la  tarde”, apunta esquivando la frecuencia. Según explica, el contacto entre los diferentes grupos de trabajadores que aún quedan en el perímetro de unos 30 kilómetros alrededor de los reactores se establece en Chernóbil Town, una ciudad construida hace un par de décadas para alojar a los que se atrevían a echar una mano en las inmediaciones de la central que mató a 4.000 personas, todas ellas por cánceres, tal y como destacó un informe de la ONU cinco años después de la tragedia. También cifró en 5.000 los fallecimientos posteriores. Algo que organizaciones como Greenpeace han aumentado hasta los 100.000 entre ciudadanos de Ucrania, Bielorrusia o incluso Polonia y Rumanía.      

En este poblado con conexiones de autobús diarias a Kiev conviven los empleados que se encargan de construir un nuevo sarcófago para la torre número cuatro, la que explosionó el 26 de abril de 1986; los que llevan los comercios de alimentos; el personal sanitario; policías, bomberos y los que fijan su rutina en alguno de los puestos de control del área restringida. Un espectro reducido que, no obstante, parece la gloria al lado de Prípiat, la ciudad fantasma que se erige frente a las chimeneas de la central nuclear como un Angkor Wat contemporáneo.

Por allí es por donde pasea cada mañana Misha junto a una media de diez personas, en su mayoría  extranjeras, atraídas por la evocación de un nombre que puso en jaque a la Unión Soviética e introdujo rostro occidental a las mayores mutaciones humanas. Misha muestra calles alfombradas por la maleza, edificios decrépitos cuyas fachadas lucen desconchadas, suelos cuarteados como el desierto que sirve para anunciar sequías y una banda sonora marcada por las filtraciones de agua. Cada cierto tiempo, pulsa el botón de un medidor y lo acerca a los arbustos: “Pipipipipipipiiiii”. La especie de ‘walkie talkie’ amarillo encargado de medir los niveles de uranio, polonio y demás elementos emitidos durante una fuga radiactiva solloza al superar los 40 microrroentgen por hora, cantidad soportable para un ser humano. Si supera los 120, la seguridad se tambalea. No lo hace. Por mucho que gimotee, solo cuando Misha pega el aparato en los rincones estratégicos sobrepasa los niveles aceptables.

Aunque el problema más grave no es la cantidad, sino la acumulación de radiactividad. El tiempo que uno pasa expuesto a este enemigo invisible. Por eso los trabajadores no pueden sobrepasar los quince días de estancia seguidos ni se permite la entrada a menores de dieciocho años. Esa limitación complica la intimidad, aunque la poca variedad de personal la facilita. “Le digo a mis amigos que intenten trabajar aquí, donde a pesar de todo las condiciones son buenas, y creen  que estoy loco”, dice Misha mientras bordea con sus brazos la cintura de una joven que atiende en la barra de la cantina. ¿Y si alguna mujer se queda embarazada? “Se tiene que ir inmediatamente”, suelta nervioso.

Igor ríe cada vez que Misha intenta relatar su vida sexual dentro de una zona que tuvo que ser evacuada 36 horas después del accidente y en la que solo perviven el óxido de una noria abandonada, las grietas de un polideportivo sin el eco de los aficionados y el misterioso sonido de los objetos cotidianos abandonados a su suerte en las viviendas de las 50.000 personas que llegaron a poblar Prípiat. Este conductor de autobuses turísticos atesora los secretos de alcoba de decenas de trabajadores que lo saludan a diario. No suelta prenda. Solo habla de su poco interés por este monumento macabro y de su odio a viajar. “Cada día recorro 400 kilómetros. Creo que es suficiente como para luego hacer lo mismo en vacaciones. Y, además, la gente sale fuera para conocer gente, ¿no? Pues yo aquí veo japoneses, norteamericanos y hasta enanos españoles”, se mofa.

“¿Es posible la poesía después de Chernóbil?”, se pregunta el escritor ucraniano Yuri Andrujovich en unos de los ensayos del libro ‘El último territorio’. Parece que sí. La literatura sigue trascendiendo desastres, rupturas, gatillazos y hasta el fin de un imperio que estira de nuevo sus brazos hacia la maltrecha geografía ucraniana. Por eso, aunque la dinámica en esta efigie del sueño proletario que llegó a albergar 17.000 niños, cinco escuelas y diez guarderías, dé la impresión de monótona con un toque siniestro, aún hay espacio para la cópula.

“Por el amor de Dios”, grita Misha antes de despedirnos, “no me creo que pensaras que no se podía follar en Chernóbil”. “Es que nos hemos sentado juntos y te he notado muy cariñoso”, apunto mientras Igor rompe el ruido del motor con una sonora carcajada. “Eso no quiere decir que a Misha no le guste arrimarse mucho a los hombres”, concluye el chófer antes de introducirse en uno de los paneles que controlan los niveles de radiactividad acumulados en el cuerpo humano y enfilar rumbo a Kiev.