La autora de este artículo de opinión es física de partículas y becaria postdoctoral en el Centro Paul Tsai China de la Facultad de Derecho de Yale.
La misión a Wuhan de la Organización Mundial de la Salud para buscar los orígenes del COVID-19 se vio envuelta desde el comienzo en una gran controversia. El viaje, un esfuerzo conjunto de científicos internacionales y chinos, no comenzó sino hasta después de un año de que iniciara la pandemia. Los medios de comunicación citaron las quejas de los miembros del equipo internacional, quienes estaban frustrados por la creciente presión política y el acceso limitado a los datos primarios. Los planes de publicar un informe preliminar a finales de febrero se descartaron en el último minuto. El informe completo fue retrasado varias semanas. Cuando finalmente se publicó, el 30 de marzo, su análisis de dónde y cómo los humanos contrajeron el nuevo coronavirus —directa o indirectamente, con o sin que hubiera una “filtración por parte de algún laboratorio”— no logró satisfacer a la gran mayoría de los observadores.
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Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director General de la OMS, reconoció las dificultades con las que se encontró el equipo en China y que los resultados no fueron concluyentes. “Permítanme decir claramente que en lo que respecta a la OMS, todas las hipótesis siguen sobre la mesa”, dijo acerca del informe en la rueda de prensa.
Para muchos en Occidente, los tropiezos que enfrentó la investigación de la OMS son la continuación del encubrimiento inicial del brote por parte de las autoridades chinas. En palabras del Departamento de Estado de Estados Unidos: son la más reciente manifestación de la “mortífera obsesión del Partido Comunista por la confidencialidad y el control”.
Las críticas hacia el gobierno chino por su obstrucción y manipulación de este proceso son legítimas, sin embargo culpar a un país y su política autoritaria por cada obstáculo que ha enfrentado la investigación significaría perder de vista la lección más importante.
Mientras la OMS planea la segunda fase de esta búsqueda y los funcionarios estadounidenses, así como otros gobiernos nacionales, están redactando sus recomendaciones para la organización, es de vital importancia examinar qué salió mal, qué ha sido malinterpretado y dónde recaen las responsabilidades.
Esta no es el tipo de historia que tiene un único villano o una trama principal, son solo actores imperfectos atrapados en un sistema injusto. La moraleja tiene que ver tanto con la política china como con la gobernanza internacional. Cuando un objetivo común da paso a intereses partidistas, la verdad queda enterrada en las arenas movedizas del prejuicio, la paranoia y el oportunismo político. Esta a sido una senda peligrosa y resbaladiza desde un inicio.
En el imaginario popular, el gobierno chino opera desde un panóptico: cada movimiento es observado. Cada orden se dicta desde lo más alto de la jerarquía del poder. La realidad es mucho más complicada.
Si bien el partido de Xi Jinping ha reforzado el control central, el poder dentro de la burocracia sigue estando fragmentado. La falta de transparencia, en lugar de servir a una agenda común, suele ser el resultado de los intereses en conflicto. Reconocer esta complejidad es el primer paso para abordar los problemas subyacentes y así no repetir los mismos errores cuando surja la siguiente pandemia.
Cuando el Estado antepone la estabilidad social al bienestar de su gente, la reacción oficial ante cualquier mala noticia es limitar el conocimiento al público y eludir cualquier responsabilidad, lo cual comienza en el nivel más local. Es posible que la información fluya dentro de la burocracia pero permanezca oculta para el público. Si el daño se vuelve demasiado grande como para ocultarlo, como es el caso de un brote viral, el estado concentra su culpabilidad en los individuos de los niveles inferiores para proteger el sistema. El instinto de autoconservación incentiva aún más la censura y el engaño.
La respuesta inicial del gobierno chino al COVID-19 refleja esta complejidad. En los últimos días de 2019, Ai Fen, una médica de la sala de emergencias en Wuhan, compartió con un colega información sobre una nueva y misteriosa neumonía. Ai fue reprendida por los administradores de su hospital por “propagar rumores”. Otros ocho médicos que reenviaron su mensaje, incluido el joven oftalmólogo Li Wenliang, recibieron la visita de la policía local. Li cayó enfermo dos semanas después y murió de COVID-19.
El día de la advertencia de Ai, la Comisión de Salud de Wuhan emitió un aviso interno a todos los hospitales de la ciudad para recopilar información sobre una “neumonía de etiología desconocida”. Al día siguiente, la Comisión Nacional de Salud envió su primer equipo de expertos a Wuhan y alertó a la OMS. Aunque el Centro Nacional para el Control de Enfermedades había declarado internamente el segundo nivel más alto de respuesta ante emergencias el 6 de enero de 2020 y el máximo nivel el 15 de enero, no autorizó informarle a la población general.
No fue sino hasta el 20 de enero, cuando el gobierno central finalmente reconoció la transmisión del virus de persona a persona y cambió la designación del nuevo coronavirus de “enfermedad desconocida” a “enfermedad infecciosa”, que se pudieron utilizar los mecanismos legales existentes para el control de la epidemia y el intercambio de información. Tres días después, Wuhan quedó en aislamiento.
La Comisión Nacional de Salud compartió la información genética del SARS-CoV-2 con la OMS el 11 de enero, seis días después de que Zhang Yongzhen, un virólogo de Shanghai, subiera la secuencia a una base de datos en Estados Unidos. Ese lapso es comprensiblemente sospechoso, pero como varios laboratorios tenían la tarea de secuenciar el virus, se necesitaba más tiempo para hacer una verificación. Es probable que tal demora haya sido causada también por políticas mezquinas, ya que diferentes instituciones estaban compitiendo por llevarse el mismo crédito.
En los meses transcurridos desde que comenzó la pandemia, los políticos y expertos de Occidente señalarían los muchos errores del gobierno chino y sus acciones tardías como prueba de una gran conspiración. Una China monolítica y siniestra se vuelve el adversario perfecto dentro de la competencia de las grandes potencias. Pintar al país como singularmente malvado absuelve al resto del mundo de la necesidad de autorreflexión, opacando así el hecho de que una burocracia engorrosa aunada a intereses particulares es terreno fértil para la existencia de secretos en cualquier lugar.
Una perspectiva basada en la alteridad corrompió también las percepciones acerca del origen del virus. La relación de los primeros casos con un mercado de mariscos invocó estereotipos racistas sobre los hábitos alimenticios locales como fuente de la enfermedad. La desconfianza occidental hacia los avances tecnológicos en China se vio proyectada en el Instituto de Virología de Wuhan (WIV), el primer laboratorio de Bioseguridad Nivel 4 (BSL-4) del país. Con poca evidencia concreta, la capacidad y motivación del personal del Instituto fueron retratados con la lente más siniestra posible. Un cable de 2018 del Departamento de Estado de Estados Unidos fue ampliamente citado como lo que hizo sonar la alarma con respecto a “verdaderos problemas de seguridad” en el WIV. Lo que en realidad decía el cable era que las “instalaciones de última generación” no se habían utilizado en su totalidad debido a la inercia burocrática y la escasez de personal altamente capacitado. Sin embargo, en las cámaras del Senado e, incluso, la Casa Blanca, los políticos más destacados comenzaron a diseminar teorías de que el nuevo coronavirus era un invento chino.
Un patógeno puede tener origen natural, encontrarse almacenado en un centro de investigación y ser liberado accidentalmente a la población. Este tipo de incidentes han ocurrido en los laboratorios de todo el mundo. Si bien el análisis genómico del SARS-CoV-2 ha refutado la idea que se trate de un virus modificado, no ha anulado la posibilidad de que una muestra de origen natural hubiera sido liberada accidentalmente de un laboratorio. La retórica sensacionalista y las especulaciones descabelladas envenenaron el discurso, lo cual creo obstáculos adicionales para la ejecución de una investigación honesta.
En un mundo ideal, Beijing podría haber ayudado a disipar los rumores mediante la adopción de una política transparente. Una investigación exhaustiva también beneficiaría a la población china para prevenir futuros brotes. Sin embargo, en un clima político cada vez más ultranacionalista, ese tipo de acciones podrían tomarse como un signo de debilidad, como una concesión ante las potencias extranjeras. Debido a que las duras medidas de confinamiento habían eliminado en gran medida la propagación interna del virus, el gobierno chino estaba ansioso por reescribir la narrativa y retratarse como un gobierno efectivo que al final triunfó. Encarcelaron a los periodistas ciudadanos que intentaron denunciar las irregularidades. A los médicos que murieron combatiendo la pandemia los proclamaron mártires. Y convirtieron el dolor colectivo en propaganda.
El trabajo serio de los científicos chinos se vio comprometido por su gobierno, ya que los funcionarios y los tabloides estatales comenzaron a crear su propia versión de las teorías de la conspiración. El virus podría haberse originado en Estados Unidos, afirmaron. Las dos superpotencias se involucraron en un juego sucio de dimes y diretes. Lanzaron acusaciones infundadas para ganar puntos frente a sus audiencias nacionales.
En Estados Unidos el origen del nuevo coronavirus dejó de ser una cuestión de ciencia o incluso de gobernanza. Se creó una barrera alrededor de la información relevante, y mantenerla se volvió una cuestión de seguridad nacional.
“Dejemos que esta misión y otras misiones se centren en la ciencia, no en la política”, dijo Mike Ryan, director ejecutivo del Programa de Emergencias Sanitarias de la OMS. “Aquí estamos buscando las respuestas que puedan salvarnos en el futuro, no responsables ni a quien culpar. Lamento ser tan directo sobre esto, pero a veces tengo la sensación de que esa es la tendencia”.
La conferencia de prensa de la OMS del 11 de enero de 2021 se centró en dos temas, la distribución de las vacunas para el COVID-19 y el inicio del viaje del equipo internacional a Wuhan.
La misión había tenido un comienzo lento y sinuoso a lo largo del año pasado. El gobierno chino se mostró reacio a admitir investigadores externos. Las tensiones geopolíticas tensaron las negociaciones. La OMS empañó su reputación con una serie de pasos en falso vistos como un intento de apaciguar a Beijing.
Después de meses de esfuerzos diplomáticos, la OMS y el gobierno chino llegaron a un acuerdo en el verano de 2020. El alcance de la investigación abarcaría los datos de los primeros casos, el análisis genético del virus, así como encuestas sobre animales, medio ambiente y productos alimenticios. La evaluación de los laboratorios en Wuhan no fue parte del acuerdo.
Pasaría otro medio año antes de que el equipo internacional viajara a China, y a su llegada sufrió un retraso de último momento debido a que el gobierno impuso medidas de salud adicionales a los visitantes extranjeros. Los expertos extranjeros pasaron la primera mitad de su misión de un mes en cuarentena, solo teniendo videoconferencias con sus colegas chinos. Durante las dos semanas restantes, las autoridades chinas continuaron utilizando las medidas de prevención contra el COVID-19 como excusa para monitorear y limitar las actividades del equipo. Los miembros internacionales del equipo fueron circunscritos a una sección del hotel y se les prohibió comer con sus homólogos chinos.
La palabra “investigación” evoca la imagen de detectives icónicos de la televisión, armados con herramientas sofisticadas y una aguda capacidad de observación, mientras toman muestras y escanean superficies en busca de pistas. Lo que realmente ocurrió durante la misión conjunta fue mucho más parecido a un taller académico, donde los expertos revisaron los datos acumulados y analizaron mutuamente sus hallazgos. El programa incluyó visitas de campo a hospitales, laboratorios y mercados de comida en Wuhan, así como una exhibición de propaganda sobre la “victoria decisiva” del gobierno chino sobre la enfermedad. El equipo trabajó medio día, como máximo un día entero, en cada sitio. Apenas el tiempo suficiente para empezar a familiarizarse con un nuevo lugar, muy lejos del tiempo necesario para realizar una investigación independiente.
Las pruebas y análisis realizados por científicos chinos proporcionaron información valiosa sobre la génesis y evolución del brote. De los 174 pacientes de diciembre de 2019, menos de un tercio estuvo expuesto al mercado de mariscos de Huanan; aproximadamente la mitad no tuvo contacto con los mercados al aire libre de la ciudad. La secuenciación genética de las primeras infecciones mostró variaciones en el virus, lo que sugiere que el patógeno ya había estado circulando antes de su detección inicial. Por lo tanto, es fundamental examinar los datos previos de enfermedades respiratorias que puedan contener casos no identificados de COVID-19.
Entre los 76,253 registros de fiebre, neumonía y enfermedades relacionadas en Wuhan del 1 de octubre al 10 de diciembre de 2019, solo 92 de ellos fueron considerados como “clínicamente compatibles con la infección por SARS-CoV-2” por las autoridades sanitarias chinas. Se recolectaron 67 muestras en enero de 2021. Todas resultaron negativas para anticuerpos para COVID-19. Dado que había pasado más de un año, es posible que los anticuerpos hubieran disminuido por debajo de los niveles detectables. Dados los síntomas tan comunes de COVID-19, el equipo internacional también cuestionó los criterios que condujeron a considerar que solo 92 fueran casos sospechosos de COVID-19.
En una entrevista con Science, Peter Ben Embarek, codirector de la misión, reconoció que este estudio en particular dio lugar al debate “más” acalorado entre el equipo. Los miembros internacionales estaban frustrados ante la negativa de acceso a los datos primarios, lo que obstaculizó su capacidad para “avanzar rápidamente con nuevos análisis”.
“La política siempre estuvo presente en el extremo opuesto de la mesa”, dijo Ben Embarek. “Teníamos entre 30 y 60 colegas chinos, y un gran número de ellos no eran científicos, no pertenecían al sector de la salud pública”.
Oficialmente, hay 17 científicos en el equipo chino y 17 en el equipo internacional. En la rueda de prensa para el lanzamiento del informe, un corresponsal de Lancet preguntó cómo se determinaron las criterios de evaluación dentro de los equipos y si se publicarían los hallazgos individuales de los miembros. Ben Embarek respondió que si bien los miembros habían comenzado con “puntos de vista muy diversos”, pudieron “llegar a ese consenso”.
La aprobación unánime encuentra su lugar en la bioética como una forma de detener la investigación potencialmente riesgosa. Exigir un acuerdo uniforme en una investigación abierta, de un grupo diverso de expertos con diferentes especialidades, disminuye la solidez científica de esta misión. Cuando probablemente cada miembro tiene que enfrentar diversos grados de presión política debido a su nacionalidad, país de residencia y relaciones profesionales o personales, la exigencia de un consenso hace extensiva a todo el equipo la vulnerabilidad individual y socava la credibilidad de sus hallazgos.
El equipo internacional no tenía las capacidades ni la facultad para realizar un examen forense de las instalaciones de investigación biomédica en Wuhan. En lugar de estudiar la evidencia directa, llegaron a su conclusión negativa respecto a la teoría de una fuga de laboratorio principalmente haciendo preguntas y escuchando argumentos de la parte china, que sostuvo que se llevaron a cabo protocolos estrictos de seguridad y no hubo infecciones entre los miembros del personal. Lo cual es poco convincente, pues ninguna operación es perfecta. Un resultado negativo de anticuerpos no excluye la posibilidad de que haya habido una infección meses antes.
Es completamente plausible, considerando los muchos medios potenciales a través del comercio de animales, que los laboratorios no hayan desempeñado ningún papel en la transmisión del COVID-19, pero descartar la posibilidad sin ninguna investigación, y citando como única evidencia exculpatoria las declaraciones de aquellos que pueden tener la culpa, solo refuerza la percepción de que hay un encubrimiento. La atención pública en el Instituto de Virología de Wuhan (WIV), el único laboratorio BSL-4, también ha enmascarado el hecho de que se pueden realizar muchos tipos de investigación sobre coronavirus en instalaciones de niveles inferiores, varias de las cuales se encuentran en Wuhan. El tipo de coronavirus más próximo al SARS-CoV-2 fue descubierto y almacenado en el WIV, pero con una similitud del 96.2%, no es lo suficientemente cercano —se necesita una similitud de 99% o más— para ser el progenitor del virus que causa la enfermedad COVID-19.
Por insistencia de sus colegas chinos, el equipo internacional también consideró el controvertido escenario de que el virus hubiera sido importado a China a través de la cadena de alimentos fríos. Si bien el patógeno puede permanecer viable durante períodos largos a bajas temperaturas, incluso en la superficie de productos congelados, es muy poco probable que las fábricas fuera de China estuvieran contaminadas a principios de 2019 sin que hubiera circulación local de la enfermedad a gran escala. Sin embargo, los funcionarios chinos y los medios propagandísticos se han valido del grado de incertidumbre científica del informe para reforzar su afirmación de que la infección inicial ocurrió en otro lugar.
Encontrar el origen de un nuevo virus suele llevar años. Algunas búsquedas no son concluyentes después de décadas de esfuerzo. La publicación del informe conjunto solo marca la primera etapa de este esfuerzo. En la rueda de prensa, un reportero de Xinhua, la agencia estatal de noticias de China, preguntó si la OMS tiene planes de “enviar una misión a otros países u otras regiones aparte de China para este estudio”.
“No podemos simplemente actuar con base en especulaciones, sino que debemos seguir las pistas”, dijo Ben Embarek. “Por supuesto, nadie quiere que el origen de algo así sea su patio trasero”, agregó más tarde. “Pero, repito, estamos siguiendo lo que dicta la ciencia”.
El día de la publicación del informe, 27 líderes mundiales emitieron una declaración conjunta en la que pedían “un nuevo tratado internacional para la preparación y respuesta ante una pandemia”. Los firmantes son el Director General de la OMS, el Presidente del Consejo Europeo y 25 jefes de Estado de los cinco continentes. Los líderes de Estados Unidos y China estuvieron notoriamente ausentes.
Los objetivos del nuevo tratado incluyen “mejorar enormemente la cooperación internacional” para mejorar los sistemas de alerta y el intercambio de datos, así como la investigación, producción y distribución de suministros médicos.
Si bien el Reglamento Sanitario Internacional, revisado después de la epidemia de SARS de 2003, obliga a todos los miembros de la OMS a notificar de inmediato a la organización en caso de una posible emergencia sanitaria mundial, no especifica la obligación de intercambiar datos genéticos o muestras virales.
En diciembre de 2006, el gobierno de Indonesia se negó a compartir la muestra de gripe aviar H5N1 con la OMS. Invocando el Convenio de las Naciones Unidas sobre Diversidad Biológica (CBD), el país reclamó la propiedad de los virus en su territorio. El CDB, promulgado en 1993 como un tratado de conservación ambiental, aborda siglos de explotación de los países en desarrollo por parte de los países ricos. Reconoce el derecho soberano sobre los recursos naturales dentro de las fronteras nacionales.
El convenio no fue diseñado para regular la respuesta ante una pandemia, pero al usarlo para reclamar la “soberanía viral”, el gobierno indonesio presentó un argumento similar: las compañías farmacéuticas en Occidente han usado rutinariamente muestras biológicas del Sur Global para desarrollar productos lucrativos; a los países de origen no sólo se les niega una parte de las ganancias, sino que a menudo tienen que pagar precios exorbitantes por estos medicamentos vitales. Cuando la vida misma puede patentarse y comercializarse, un patógeno peligroso se convierte en un valioso “recurso genético”. Retener su propiedad podría ser la única ventaja que tienen los países más pobres para negociar un acceso más justo a los tratamientos y las vacunas.
En ausencia de un marco internacional claro para administrar el flujo de los datos de salud pública a través de las fronteras y la posterior distribución de beneficios, la respuesta queda en manos de los estados y los actores individuales. Las desigualdades en el sistema mundial y las debilidades en la gobernanza nacional se filtran en el proceso. En 2012, un médico egipcio que trabajaba en Arabia Saudita no pudo determinar la causa de la enfermedad de un paciente, por lo que envió una muestra a sus colegas en los Países Bajos. Se descubrió un nuevo virus, más tarde conocido como MERS, y los investigadores solicitaron una patente de su secuencia genética.
El gobierno saudí, que no se había mostrado nada comunicativo acerca de las infecciones surgidas en su país, denunció al médico y al equipo holandés por violar su soberanía. Durante el brote de Zika en 2016, el gobierno brasileño fue criticado por su renuencia a compartir información. Además, la ley de biodiversidad recientemente implementada en el país causó confusión y retrasos burocráticos con respecto a cómo enviar muestras virales al extranjero. Durante años, equipos de investigación extranjeros bien financiados han estado volando a regiones menos desarrolladas, incluida África occidental durante su brote de ébola, recolectando datos y muestras, y llevando la información a sus países de origen sin colaborar con el personal local ni darle ningún crédito. Esta práctica injusta, conocida como “parachute research,” [investigación colonialista], incentiva aún más a los gobiernos e instituciones a proteger la información de cualquier organismo externo.
En 2017, una serie de publicaciones que utilizaron datos genéticos chinos provocó una acalorada discusión en el país. La investigación fue importante, pero los científicos chinos desempeñaron únicamente un papel marginal. “No soy un nacionalista, pero este tipo de investigación me hace sentir como si alguien más estuviera excavando la tumba de mis antepasados”, escribió un científico en redes sociales. A otros les preocupaban las implicaciones para el desarrollo de fármacos.
El gobierno chino intensificó sus esfuerzos regulatorios. En el verano de 2019, el gobierno emitió nuevas regulaciones en torno a los recursos genéticos humanos, estableciendo criterios estrictos sobre el intercambio de datos transfronterizos. Ese otoño, se anunció un borrador de la primera ley integral de bioseguridad del país.
El proyecto de ley, que contempla la respuesta ante una epidemia, el bioterrorismo y las armas biológicas, es ominosamente profético a la luz de la epidemia que comenzó pocas semanas después de su introducción. El borrador pasó por dos revisiones en 2020. Tomando algunas lecciones aprendidas de la pandemia de COVID-19, en las versiones más nuevas se añadieron detalles sobre sistemas de vigilancia y alerta para enfermedades infecciosas, obligaciones de notificación y protección de la vida silvestre. Otras actualizaciones incluyen disposiciones más estrictas para la administración de los laboratorios y el intercambio de información. La legislación se aprobó en octubre de 2020 y se promulgó en abril de este año.
“El Estado tiene autoridad soberana sobre los recursos genéticos humanos y los recursos biológicos en este país”, así inicia el capítulo que establece las reglas sobre lo que se puede o no compartir con las entidades extranjeras y las aprobaciones necesarias para ello. Escrita en un lenguaje tenso y contundente, la nueva ley es la proclamación de un gobierno asertivo que se enfrenta a un mundo hostil.
Beijing tiene motivos para sentirse amenazado. El día en que entró en vigor su ley de bioseguridad, se presentó al Senado de los Estados Unidos la Ley de Competencia Estratégica de 2021. El proyecto de ley de 281 páginas busca “abordar los problemas que involucran a la República Popular China”, iniciando con la tecnología digital y terminando con las disputas en el Mar de China Meridional. También contiene una sección sobre los orígenes del COVID-19, donde se exige que el Director de Inteligencia Nacional le de un informe al Congreso dentro de 180 días sobre la “fuente más probable” del virus, así como sobre las actividades de investigación en el Instituto de Virología de Wuhan y sus instalaciones asociadas.
Si bien el gobierno de Estados Unidos, al igual que cualquier otra persona afectada por la pandemia, tiene derecho a saber de dónde vino el virus, convertir esto en una operación de inteligencia contra China, envuelta en la narrativa de una competencia entre grandes potencias, solo profundiza la animosidad entre los dos países y erosiona la confianza pública en el sistema internacional; además de ser una postura hipócrita. Durante décadas, el gobierno de los Estados Unidos ha rechazado los esfuerzos internacionales para adjuntar un mecanismo de monitoreo a la Convención sobre Armas Biológicas. El protocolo propuesto permitiría visitas in situ hechas aleatoriamente para mejorar la transparencia y aumentar la confianza en su aplicación, pero los funcionarios estadounidenses argumentan que tales visitas plantean riesgos de seguridad para la información confidencial o clasificada, especialmente si las inspecciones podrían involucrar a agentes de inteligencia extranjeros.
El nuevo coronavirus se originó en la naturaleza. No tiene una agenda, ni moral o creencias políticas. Su presencia entre nuestra especie es resultado de la actividad humana. Es una recriminación para toda la humanidad que cuando se enfrenta a una amenaza común, la respuesta inmediata de los gobiernos sea crear divisiones más artificiales para determinar quién merece vivir y quién, morir. A los ojos de un Estado, la seguridad no se trata de preservar la vida, sino de mantener el poder. Las personas son sacrificadas para asegurar el frágil orgullo de una bandera. El futuro se intercambia para satisfacer la incesante demanda de ganancias del capitalismo. La verdad da paso a motivos partidistas.
“Al final del día, todos estos datos son acerca de personas reales, y creo que debemos tener eso en mente”, dijo en la rueda de prensa Dominic Dwyer, epidemiólogo australiano y miembro de la misión de la OMS. En la última excursión que el equipo realizó en Wuhan, visitaron el Centro Comunitario de Jianxinyuan. El centro atiende a más de 20.000 personas, muchas de ellas ancianos o discapacitados. El equipo se reunió con sobrevivientes de COVID-19 y personas que perdieron a sus seres queridos. Se enteraron de los servicios prestados por el gobierno y los esfuerzos de los voluntarios durante el brote. Debajo de la narrativa oficial, hay un lenguaje compartido de dolor y asombro, de resiliencia y supervivencia.
Una crisis revela lo mejor y lo peor de la humanidad. Una comunidad puede ampliarse desde lo cercano y querido hasta llegar a los espacios más lejanos. Nuestro destino en este planeta está ligado al de todos. La historia de esta pandemia aún se está escribiendo. Lo que hagamos ahora decidirá cómo se desarrollará la siguiente.
Yangyang Cheng es física de partículas y becaria postdoctoral en el Centro Paul Tsai China de la Facultad de Derecho de Yale. Síguela en Twitter.