El antropólogo James Suzman recuerda bien al hombre que le enseñó a cazar y rastrear en el desierto de Kalahari. Cuando pasas el día cazando y llegas a casa a disfrutar de lo que atrapaste, dijo, “tu corazón se alegra, tus piernas pesan y tu barriga está llena”.
El cazador en cuestión era Ju’hoansi, un “bosquimano” del sur de África. Describía una actividad que, durante 150.000 años, había sido la ocupación principal de su pueblo. Ese sentimiento de profunda satisfacción al final de una jornada laboral es raro para muchos trabajadores en todo el mundo. Estamos alienados y lo hemos estado durante siglos. Tenemos que trabajar para sobrevivir, pero mientras se nos dice que amemos lo que hacemos y que nuestras compañías son nuestras familias, cada vez es más difícil encontrar un trabajo significativo que también pague los gastos.
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El salario real de la mayoría de la gente ha estado estancado durante décadas, la desigualdad está creciendo para más del 70 por ciento de la población mundial y 40 años de neoliberalismo han dejado enormes agujeros en las redes de seguridad social. El estrés relacionado con el trabajo es la forma más común de estrés en el Reino Unido: una encuesta encontró que solo el 1 por ciento de los empleados nunca lo había experimentado, mientras que 1,6 millones de trabajadores sufren en general problemas de salud relacionados con el trabajo. (En Latinoamérica algunas estadísticas hablan de que el 40% de la población que trabaja en países como México, Colombia, Argentina y Chile, sufren estrés, sin embargo, la gran calamidad está en la pregunta ¿cuánto estrés sufren o que tanto se reporta en las personas que en Latinoamérica tienen condiciones de trabajo informal?)
La pandemia ha hecho que se preste atención a estas crisis. Se está produciendo una gran recesión. Como resultado, las peticiones para que las semanas laborales sean más cortas, para que los servicios públicos sean gratuitos, se renueven y amplíen, y para que haya un ingreso básico universal, son cada vez más urgentes.
El tipo de cambio que trae consigo la pandemia aún está en debate. Tanto a Joe Biden como al gobierno británico les gusta el lema “Reconstruir mejor”, que atrae a los políticos porque podría significar absolutamente cualquier cosa. Si eres Boris Johnson, podrías pensar que “reconstruir mejor” significa entregar miles de millones de libras de dinero público a empresas relacionadas con el Partido Conservador. Los avances históricos realizados por los trabajadores, incluida la creación del fin de semana y jornadas laborales más cortas, se ganaron con mucho esfuerzo. No hay garantía de que la pandemia facilite las cosas.
“Nuestra relación con el trabajo puede cambiar bajo el sistema capitalista, porque lo ha hecho”, dice la periodista estadounidense Sarah Jaffe, autora del próximo libro Work Won’t Love You Back. “Puede cambiar. Podría empeorar”. Aidan Harper, investigador de la New Economics Foundation y coautor de The Case for a Four-Day Week, cree que debemos superar las normas culturales —”el conservadurismo natural que tiende a creer que, si las cosas cambian, será para peor”— para lograr un cambio en nuestra actitud hacia el trabajo.
Tanto Jaffe como Harper, así como los sindicatos y movimientos activistas de todo el mundo, ven una oportunidad para impulsar un cambio positivo. Harper cree que la pandemia le ha demostrado a la gente que, en realidad, cosas como trabajar desde casa y los horarios laborales flexibles son completamente posibles.
“La gente encontró qué hacer, pero ese quehacer era mucho más satisfactorio que su trabajo”, dice Suzman, refiriéndose a los pasatiempos que la gente adquirió durante el primer confinamiento. Un ejecutivo farmacéutico me dijo que observar cómo sus empleados habían respondido a la vida con una forma de ingreso básico lo había dejado preguntándose si aceptarían regresar al tipo de vida laboral que tenían antes. “Es imposible dar marcha atrás”, dijo.
Una vez que se hace algo, se vuelve posible y las historias de terror de que el mundo se desmoronaría sin trabajadores encadenados a escritorios de oficina pierden su efectividad. Los políticos y sindicatos de izquierda en toda Europa dicen que ha llegado el momento de que las semanas laborales duren cuatro días. En Alemania, la propuesta está encabezada por el poderoso sindicato de trabajadores metalúrgicos, que ya ha logrado reducir las horas de trabajo de los trabajadores industriales. Y con la riqueza del CEO de Amazon, Jeff Bezos, elevándose a más de 150 mil millones de dólares desde marzo de 2020, la Internacional Progresista ha lanzado una campaña para “Hacer que Amazon pague”.
El mundo laboral tal como lo conocemos ha llegado a parecer normal, pero la investigación de antropólogos como Suzman y el difunto David Graeber, que analiza la historia humana desde un punto de vista ajeno, pueden ayudarnos a comprender que de “natural” no tiene nada. Reconocer que éste se ha ido configurando con el tiempo puede llevarnos a imaginar, y luego darnos cuenta, de diferentes realidades. Como dijo la autora Ursula Le Guin: “Vivimos en el capitalismo. Su poder parece ineludible. También lo era el derecho divino de los reyes. Los seres humanos pueden resistir y cambiar cualquier poder humano”.
Graeber comienza el ensayo de 2013 que lo llevó a publicar su libro Bullshit Jobs haciendo referencia al economista John Maynard Keynes, quien en la década de 1930 escribió que, a principios del siglo XXI, el progreso tecnológico nos llevaría a una “tierra prometida” en la que se satisfacerían nuestras necesidades básicas y en la que nadie trabajaría más de 15 horas semanales. Cuatro décadas antes, en 1891, Oscar Wilde concibió en su ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” un sistema socialista del futuro en el que los terribles trabajos que veía a su alrededor eran realizados por máquinas, lo que ayudaba a liberar a todos para convertirse en artistas de sus propias vidas.
Sin embargo, si algo está haciendo la tecnología es mantenernos trabajando, registrando nuestro horario laboral y permitiendo que puedan contactarnos en cualquier momento del día o de la noche. La pandemia ha hecho que muchos trabajos dependan casi por completo de la tecnología y, trabajando desde casa, siempre estamos disponibles.
Graeber también observó que la tecnología había creado una amplia gama de trabajos que, efectivamente, eran inútiles. “Muchas personas, en Europa y América del Norte en particular, pasan toda su vida laboral realizando tareas que creen que no necesitan ser realizadas. El daño moral y espiritual que proviene de esta situación es profundo. Es una cicatriz en nuestra alma colectiva”, escribió. Una encuesta publicada después del ensayo encontró que el 37 por ciento de las personas en el Reino Unido pensaba que su trabajo era “inútil”.
James Suzman ha pasado gran parte de su vida estudiando a los ju’hoansi; sus brutales encuentros con la economía moderna desde la década de 1960 en adelante han informado su nuevo libro, ya publicado en el Reino Unido y próximamente en los EE. UU., Work: A History of How We Spend Our Time, que cuenta la historia de la humanidad a través de la perspectiva del trabajo.
Uno de los puntos centrales del libro es que, durante el 95 por ciento de nuestra historia, los humanos fueron cazadores-recolectores y tenían un enfoque muy diferente de la ocupación. Trabajábamos lo suficiente para satisfacer nuestras necesidades a corto plazo y no almacenábamos alimentos. El surgimiento de la agricultura hace 10.000 años, sostiene Suzman, revolucionó sociedades de cazadores-recolectores “ferozmente igualitarias” y ambientalmente sostenibles, y creó, me dice, “esta completa fetichización de la escasez que se incrusta en nuestras instituciones culturales, nuestras prácticas y normas, y que impulsa nuestra fijación con el crecimiento. Porque, ¿cómo lidias con la escasez? Trabajando duro”.
La revolución industrial puso esto a toda marcha, y hoy “la mitad de nuestra economía se basa en tratar de hacer que la gente compre cosas que realmente no quiere comprar”.
Existen diferentes respuestas, tanto colectivas como personales, a esta situación. Suzman me cuenta cómo se “enfureció” después de un evento en Londres en el que conversó con Mark Boyle, quien se dio a conocer como el “hombre sin dinero” porque vivió sin dinero durante varios años. Boyle cree que el dinero vino a reemplazar a la comunidad en la sociedad moderna y que estamos separados de la naturaleza y de lo que consumimos. Muchos podemos estar de acuerdo con esa evaluación, pero pocos haríamos lo que hizo el activista irlandés: mudarnos a una cabaña construida por nosotros mismos, sin agua ni red eléctrica.
El activismo comunitario que se lleva a cabo dentro del sistema exige semanas laborales más cortas, presiona para que se introduzca un ingreso básico universal (el cual recibirían todos los ciudadanos, ya sea fuera o dentro del trabajo) y pide que el internet y otros servicios públicos, incluyendo el transporte, sean gratuitos.
La empresa de software Buffer respondió a la pandemia cambiando a una semana laboral de cuatro días. Microsoft Japón probó el mismo enfoque en 2019 y experimentó un aumento del 40 por ciento en la productividad. Si bien los británicos trabajan más que la mayoría de sus vecinos europeos, se quedan atrás en términos de productividad, algo que ya había llevado a varias empresas del Reino Unido a adoptar una semana laboral de cuatro días, incluso antes de la pandemia.
Reducir la semana laboral y adoptar un esquema de ingresos básicos puede llevarnos por el camino de una vida más plena, pero aún quedan preguntas sobre cómo ocupamos nuestro tiempo. Si pasamos la mayor parte de nuestra vida trabajando, ¿no es imperativo que hagamos algo que al menos valga la pena? Además, para empezar, ¿qué es “trabajar”?
Para Suzman, trabajar implica “gastar energía o esfuerzo a propósito en una tarea para lograr una meta o un fin”. Como tal, me dice que es natural para los seres humanos que “nuestra historia evolutiva nos ha convertido en criaturas con un propósito”, y que “existe una profunda necesidad psicológica de hacer cosas”. El problema es que los trabajos que nos vemos obligados a realizar a menudo carecen de propósito. “En lo que veo que reside el problema”, dice, “es en cómo constituimos los empleos, y eso tiene que ver con cómo organizamos nuestras instituciones económicas y nuestros incentivos económicos”.
Esas instituciones e incentivos son bastante diferentes a los restos de lo que encontró en el Kalahari. Los forasteros occidentales asumían que los cazadores-recolectores siempre estaban al borde de la inanición hasta que pasaron algún tiempo observando grupos como los ju’hoansi. De hecho, como descubrió Suzman, los ju’hoansi solo trabajaban 15 horas a la semana, y ese trabajo consistía en cazar y recolectar y pasaban aproximadamente las mismas horas haciendo tareas domésticas y proporcionando refugio. El resto del tiempo lo usaban para relajarse, pasar el rato y jugar.
Esta forma de vida fue destruida desde la década de 1960 en adelante por los terratenientes blancos y el gobierno del Apartheid que los respaldaba. Hoy en día, las sociedades de cazadores-recolectores están dispersas por todo el mundo, desde el Ártico hasta el Amazonas, pero como señala el Survival International (movimiento global por los derechos de los pueblos indígenas y tribales), se enfrentan a “amenazas externas opresivas a sus tierras, salud y formas de vida”. El camino para escapar de la economía moderna es largo, pero al final te encontrará.
Los estilos de vida ambientalmente sostenibles, en el transcurso de unos pocos cientos de años, han sido destruidos por un sistema capitalista que ha llevado nuestro planeta al punto de la destrucción.
Suzman primero hizo un trabajo de campo con los ju’hoansi en granjas de propietarios blancos que eran como “gulags pero brutales”. El trabajo se basaba en una serie de divisiones entre el colonizador y el colonizado. Los agricultores se quejaban de que los bosquimanos eran holgazanes, mientras que para los ju’hoansi, “la economía de mercado y las suposiciones que la sustentan son tan desconcertantes como frustrantes”.
Sarah Jaffe hace referencia al marxista italiano Antonio Gramsci cuando me dice que tales suposiciones son producto de la historia: fuerzas materiales que cambian con las condiciones materiales.
En la era del fordismo, dice Jaffe, los trabajadores estadounidenses sindicalizados entraban y salían. No tenían que fingir que les encantaba su trabajo: a menudo era repetitivo, pero les pagaban bastante bien y eso les permitía tener un nivel de vida decente. Esto también se consideraba “trabajo de hombres”, y Jaffe ve un cambio de género en la composición de los trabajos de la clase trabajadora en la actualidad, con trabajos en hospitales, asistencia social y la industria de servicios tomando el lugar de la industria pesada.
Hoy en día, el lugar de trabajo también se define por una cultura que exige que los empleados amen lo que hacen, compren la marca de la empresa mientras se les ofrece mucha menos seguridad laboral. De cualquier manera, seguimos luchando contra lo que el difunto Mark Fisher llamó “realismo capitalista”, la idea de que, como dijo Margaret Thatcher, “no hay alternativa”.
En oposición a esto, el libro de Jaffe describe a una amplia gama de trabajadores que luchan por mejores condiciones, y también muestra cuán poderoso sigue siendo el tipo de hegemonía que definió Gramsci. Jaffe escribe que a menudo le pregunta a las personas qué harían si no tuvieran que trabajar, y que mientras escucha respuestas relacionadas con pasar más tiempo con la familia y los amigos, o perseguir intereses diferentes, los trabajadores acosados moralmente tienden a volver siempre al hecho de que una vida sin trabajo es imposible y casi impensable.
Si bien James Suzman escribió su libro antes de la pandemia, en todo caso, su llegada solo confirmó parte de su pensamiento. “Reafirmó mis instintos básicos: que muchos de los trabajos que hacemos nos roban esa satisfacción esencial de crear, hacer y fabricar”.
Para el excanciller del Partido Laborista inglés, John McDonnell, algo similar ha sucedido en términos de política. Antes de las elecciones de 2019, el Partido Laborista propuso reducir gradualmente la semana laboral a 32 horas en el transcurso de una década. McDonnell me dice que esto se hizo “en el contexto de las históricas campañas del Partido Laborista y el sindicato para reducir la jornada y la semana laboral que se estancó en gran medida desde la década de 1970. También lo pongo en el contexto de que los trabajadores compartan de manera más justa el crecimiento de la economía”.
La política, como la del internet gratis para todos, resultó polémica en ese momento. The Sun publicó artículos en los que se sugería que la política “arruinaría la economía” y en los que el laborismo era “acusado de copiarle a Venezuela”. “Los conservadores y sus aliados en los medios distorsionaron las propuestas, pero curiosamente el concepto ha persistido con tenacidad, dice McDonnell.
“La pandemia ha abierto el debate aún más”, agrega. “Mi pronóstico es que la reducción de las horas de trabajo y de la semana laboral se verá cada vez más como algo inevitable, y solo es cuestión de tiempo antes de que se imponga en toda la economía”.
En julio, Survation (una agencia de encuestas y estudios de mercado con sede en Londres) descubrió que el 63 por ciento de las personas en todo el Reino Unido respaldaba el cambio a una semana laboral de cuatro días. El apoyo público para beneficios sociales más generosos, otro tema en el que los laboristas hicieron campaña con McDonnell como canciller, también están en su punto más alto en 20 años.
Cualquier reestructuración radical de nuestra vida laboral enfrentará una dura resistencia por parte de los empresarios adinerados y sus aliados políticos, que han sido los grandes ganadores de la pandemia y que han tenido una gran participación en la configuración de una cultura en la que el trabajo es fetichizado por encima de todo. Las semanas laborales más cortas se descartarán por ser perjudiciales para los negocios; las empresas dirán que no pueden pagarle el mismo salario a las personas por trabajar menos horas.
El profundo vínculo que el sociólogo Max Weber exploró hace más de un siglo, entre la ética del trabajo protestante y el espíritu del capitalismo, todavía se encuentra en el corazón de nuestra cultura, y cualquiera que busque que trabajemos menos se le dirá que lo que realmente está haciendo es sugerir que todos nos volvamos más holgazanes. En Gran Bretaña, los sucesivos gobiernos han fomentado un entorno en el que la gente siente que todo el mundo debería estar trabajando duro – y sufriendo – como ellos, ridiculizando con desdén cualquier pensamiento que diga que la vida podría ser mejor.
Pero incluso algunos de los grandes ganadores de nuestro mundo laboral reconocen la crisis que se está produciendo en el capitalismo. El deseo de mantener una base de clientes solvente ha llevado a varios ejecutivos de Silicon Valley a apoyar la idea del ingreso básico universal. El sistema buscará salvarse. Pero la idea de que trabajar todo el tiempo particularmente cuando hay trabajo cada vez menos viable por hacer – es la respuesta a nuestros problemas, con la oposición política adecuada, se verá sometida a una presión cada vez mayor.
Esta batalla irá mucho más allá de si se pueden adoptar políticas como una semana de cuatro días. Profundizará en el tejido de nuestra cultura y sociedad. Implicará reconocer, junto con antropólogos como Suzman y Graeber, que no hay nada natural en un mundo en el que la gente muere porque no puede encontrar trabajo o porque trabaja demasiado. Que no hay nada natural en un mundo en el que las personas pasan la mayor parte de su tiempo haciendo tareas que consideran inútiles y que no benefician a nadie a su alrededor. Que no hay nada natural en un mundo en el que las personas no pueden pasar tiempo con sus amigos y familiares.
Esta batalla ya lleva mucho tiempo. No solo abarca nuestro sistema económico, sino toda nuestra forma de ser. Después de todo, cuando se propuso dar forma al mundo en el que vivimos ahora, Margaret Thatcher dijo esto: “La economía es el método: el objetivo es cambiar el alma”.