Este artículo apareció originalmente en MUNCHIES en septiembre de 2015.
Nunca escribiré una reseña de cinco estrellas. De hecho, probablemente nunca lo haré. No es porque no me agrade o no quiera hacerlo. Soy escritora freelance, se necesita demasiado para que yo rechace un trabajo pagado. Lo que se interpone en este caso es el típico “no puedo comer en público”.
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Cuando uno de los editores del City Paper en Baltimore, recientemente me preguntó si quería escribir una reseña sobre comida, lamentablemente le expliqué que no podía. En este momento de mi carrera, hay pocas cosas sobre las cuales no pienso escribir. He trabajado de encubierto en un sucio club de stripers, me han amenazado con ser demandada más de una vez (nada menos que por un pastor) e incluso cubrí una fiesta de sexo grupal a detalle.
Sin embargo, tengo que poner distancia respecto a la comida. He tratado de encontrar una solución a esto.
Todo empezó cuando me atraganté. Dos veces, de hecho. Ambas, fue en público… frente a mis compañeros de trabajo. Las dos veces, todo mundo se congeló mientras miraban cómo la muerte inminente se aproximaba. Las dos veces, la comida eventualmente siguió su camino natural.
Pero algo más quedó estancado: se llama disfagia y significa que tengo dificultades para tragar.
La primera vez, me atraganté con un sándwich de queso asado. De alguna manera terminé sentada en la cabecera de tres mesas acomodadas en un bar de mala muerte en Baltimore. Mi acompañantes, las otras 11 personas, eran hombres viejos, blancos e importantes: mis jefes. En ese momento, había trabajado en el área de ventas y publicidad para una cervecería durante nueve años.
Sentarme en la cabecera no era sorprendente. Asentía y ocasionalmente reía y ésa era mi única participación apropiada durante las reuniones de comida. El problema es que, debido a mi silencio, nadie se dio cuenta cuando empecé a ahogarme con el sándwich.
Nadie se ve bien cuando se está atragantando. Se fueron dando cuenta de la situación como fichas de dominó, pero nadie hizo nada al respecto.
Simplemente algo se atoró. Un poco de queso o pan, algo. Se atoró en medio de mi garganta, justo a mitad del camino. Nunca me había atragantado antes, así que al principio fue muy confuso.
Atragantarse es un suplicio, pero no parece lento. De hecho, es bastante rápido; o sea, la parte de morir siempre está en mente cuando algo así sucede.
¡Bam, bam, bam! Golpeé la mesa con el puño tan fuerte que las botellas de cerveza se tambalearon. ¡Pum, pum, pum! Parecía un cavernícola, golpeando mi pecho como una loca. Finalmente recurrí a pegarle a mi compañero de trabajo. Él señaló hacia mí y soltó una fuerte carcajada. Qué desgraciado.
Sin embargo, el color eventualmente abandonó su rostro cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Nadie se ve bien cuando se está atragantando. Se fueron dando cuenta de la situación como fichas de dominó, pero nadie hizo nada al respecto. No había ni un héroe entre ellos y todos lo sabían.
Mientras me levantaba, mi garganta se abrió repentinamente y expulsó al intruso. La comida se acomodó; yo no.
Me levanté y tambaleaba por ahí, de izquierda a derecha, balanceándome como una gorila embarazada en problemas, esperando que el pequeño trozo se moviera. Eventualmente, lo pasé, pero no sin batallar.
Casi un año después, unos días luego de que mi padre biológico muriera, decidí transformar mi vida. Impulsivamente dejé mi empleo en la cervecería, el horario acelerado y los hombres blancos, y comencé a trabajar en una editorial con horario de 9 a 5.
Y luego, cuando salí a comer con mis compañeros nuevos, el segundo día, sucedió de nuevo.
Esta vez, me atraganté con un desayuno de huevos con jamón suaves. Una vez más, nadie se dio cuenta. Me levanté y tambaleaba por ahí, de izquierda a derecha, balanceándome como una gorila embarazada en problemas, esperando que el pequeño trozo se moviera. Eventualmente, lo pasé, pero no sin batallar.
Durante los tres meses siguientes, solo comí sopa, avena y cosas que pudiera masticar bien, como pasas. Nunca comía afuera. Me di cuenta de que a pesar de que muchas causas eran psicosomáticas, mi garganta tenía la tendencia a contener la comida sólida. Especialmente cuando estoy nerviosa. Especialmente en público.
Con el tiempo, empecé a añadir más elementos sólidos a mi dieta, pero seguía masticando mucho. Siempre soy la última en levantarse de la mesa con el plato lleno de comida que desesperadamente busco pasar.
Como mucha gente con disfagia, pongo una mano en mi cuello para ayudar en el proceso de deglución. Esto es simbólico de alguna manera; físicamente funciona en parte. Otro truco aprendido, es comer siempre con una bebida. Paso el líquido por toda la boca y puedo pasar la comida más fácilmente con un poco de lubricación. Especialmente con alcohol.
Odio explicar mi extraña condición a quien no conozco, porque hablar al respecto solo lo empeora. Odio cuando un amigo me prepara una comida extraordinaria y tengo que esforzarme por comerla haciendo muecas, repitiendo mis disculpas de siempre entre dolorosas cucharadas. Odio no poder llevarme a cenar y que nadie más pueda hacerlo tampoco. Y odio, como escritora, no poder hacer una reseña de cinco estrellas.
Llegué al lugar más temprano, esperando escabullirme hacia un gabinete en una esquina para ordenar la desafiante comida antes de la entrevista sin ser descubierta. Igual que un gran crítico gastronómico, pero por todas las razones equivocadas.
Hasta ahora, lo más cerca que he estado de escribir algo sobre comida fue un documento con el perfil de un restaurantero nepalí de Baltimore, que resulta ser también una súper estrella internacional de la música. Hace un momento fui al lugar, esperando escabullirme hacia un gabinete en una esquina para ordenar la desafiante comida antes de la entrevista sin ser descubierta. Igual que un gran crítico gastronómico, pero por todas las razones equivocadas.
Actuando de alguna manera como encubierto, cargué mi plato con un poco de todo lo que el buffet ilimitado ofrecía. Deseé profundamente que fuera uno de esos lugares que sirven solo la mitad de una porción y es suficiente.
Durante casi una hora di mordiscos pequeños en privado, al menos a cada uno de los platillos. Mastiqué exhaustivamente y tragué con agua. Escribí de manera apresurada un par de notas en mi libreta, estaba escondida en la banca junto a mí. Milagrosamente no morí.
Mi relación con la comida es fuerte. Puedo llegar a conocer cada pequeño detalle de cada pequeño bocado; quizá de manera más íntima que la mayoría de los críticos gastronómicos.
Después de todo, quizá sí puedo escribir sobre comida.