La revelación definitiva sucedió hace un par de noches. Yo volvía de correr, con el tapabocas colgando del mentón. Trataba de recuperar el aire en la mitad de la calle ya oscurecida por la noche. Era uno de esos momentos especiales, llenos de endorfinas después de una carrera intensa, del diálogo cercano con el cuerpo que se tiene al correr: la escucha de la respiración, de los pulmones, del cansancio y el sentir cada músculo de las piernas. Caminaba con esa clarividencia de la meta cumplida.
De pronto, unos metros más adelante de mí vi a una chica muy joven, debía tener mi edad o quizás algunos años más. Caminaba con un par de juguetes en la mano, tranquila, despreocupada, mirando a la puerta de una casa de la que unos segundos después salió un niño que parecía tener alrededor de cuatro años. El niño sonreía. Tenía un pelo rubio que le caía sobre los ojos y jugueteaba divertido en el murito de la entrada de la casa. Su madre —había algo que revelaba que era la madre, pero no puedo explicar a ciencia cierta qué— le advertía con ternura que tuviera cuidado. La escena me llamó la atención. Detuve la caminata de vuelta a mi casa, todavía sudada, y me quedé mirando al niño. Su pelo en honguito, la camiseta a rayas rojas y blancas y un short azul. La sonrisa grande y desprejuiciada, el desparpajo de lo infantil.
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Después de unos segundos comprendí que esa imagen era casi idéntica a una foto que me tomaron cuando estaba chiquita. En la foto, mi mamá tenía un gesto similar al de esa madre; me agarraba del brazo mientras yo caminaba, con un corte de pelo casi idéntico al del niño, encima de un murito que se parecía al de esa casa. Sonriente, feliz, diminuta. Sentí entonces algo que nunca había sentido antes en la vida: una genuina curiosidad por saber cómo se vería unx hijx mío. Cómo sería el aspecto, la sonrisa, el espíritu de alguien parido por mí.
Yo he escuchado las historias de cientos de mujeres, amigas y desconocidas, que narran cómo tienen que luchar con el sistema de salud para que entiendan que no tienen ganas de ser mamás. Ni ahora, ni más tarde, ni nunca.
Caminé las otras cuadras con una nostalgia particular. Nunca me había hecho una pregunta de ese estilo porque yo sé desde hace varios años que no quiero ser madre. Estoy perfectamente consciente de que la maternidad no es un deseo que me surja en el cuerpo. No lo siento. Me toco el útero y al pensar que allí podría haber vida humana siento repulsión, angustia. Desde que decidí expresar mi voluntad en público, me he tenido que enfrentar a una serie de mujeres y hombres que me señalan que “ya me va a pasar”, que “ya lo voy a sentir”, que “ya me voy a dar cuenta de que voy a tener ganas”. Son las mismas voces que en su lugar de ginecólogxs, médicxs y efectores de la salud, convencidas de que la maternidad es el único destino posible de las mujeres felices, se rehúsan a ligarle las trompas a chicas jóvenes o a recomendar métodos anticonceptivos que puedan causar infertilidad para siempre dejar “una opción”. Yo he escuchado las historias de cientos de mujeres, amigas y desconocidas, que narran cómo tienen que luchar con el sistema de salud para que entiendan que no tienen ganas de ser mamás. Ni ahora, ni más tarde, ni nunca.
He pasado tanto tiempo tratando de explicar que no quiero ser madre (porque las mujeres siempre tenemos que justificar detalladamente nuestras decisiones) que me he obligado a suprimir cualquier inquietud o imaginario alrededor de serlo. Como si fantasear con el aspecto de unx hijx mío que no va a existir o con algo parecido fuera echar para atrás mi convicción y darles la razón
Desde que cumplí 28 años, sin embargo, la mayoría de personas ya no me dicen que ese deseo va a llegar en un tiempo futuro, como si a los 24 mi cuerpo no tuviera la certeza que tiene hoy, pero sí hay, en muchos lugares, todavía una mirada de recelo y sospecha. Una certeza de que me voy a perder de lo que se supone que sea mi destino o que nunca se puede estar demasiado segura de no querer parir. Me pregunto si, una vez una decide que no quiere maternar, nunca se puede estar demasiado segura porque nunca se puede pensar realmente en ello.
La revelación del chico, sin embargo, me hizo pensar en que si bien mi deseo se mantiene, eso no significa que no sienta curiosidad por el mundo que pudo haber sido. He pasado tanto tiempo tratando de explicar que no quiero ser madre (porque las mujeres siempre tenemos que justificar detalladamente nuestras decisiones) que me he obligado a suprimir cualquier inquietud o imaginario alrededor de serlo. Como si fantasear con el aspecto de unx hijx mío que no va a existir o con algo parecido fuera echar para atrás mi convicción y darles la razón. Me gustan lxs niñxs, me gusta cómo piensan, me interesa verles crecer, solo que no quiero que sea bajo mi custodia. Mucho, muchísimo menos, quiero que salgan de mi cuerpo. La insólita presión porque me posicione de un lado más radical sobre la no maternidad también me ha privado, no de la duda, sino de la nostalgia de pensar en la decisión que no voy a tomar. ¿No tengo derecho a eso?
Entré a mi casa con una tristeza que nunca había sentido. Pero no me produjo angustia o desazón. Mientras me duchaba, comprendí que quizás también había que hacer el duelo de la vida que no tuve ni voy a tener como madre. De lxs nietxs que tampoco va a tener mi mamá. Nunca la voy a ver jugando con mis hijxs, nunca me va a acompañar a parirlos. Hoy no me siento presionada cuando lo menciona ni quiero responderle a la defensiva que no voy a ser madre. Hoy tengo ganas de imaginar lo que ella se imagina y reconocer que para su ideal de vida es bello, solo que no es para el mío. Nunca voy a conocer ese amor tan intenso, insano y movilizante que narran las mamás. Nunca voy a entender el problema filial, ese nivel de incondicionalidad, esa entrega altruista por alguien más. Pero conoceré otros.
La insólita presión porque me posicione de un lado más radical sobre la no maternidad también me ha privado, no de la duda, sino de la nostalgia de pensar en la decisión que no voy a tomar. ¿No tengo derecho a eso?
La sensación que tuve aquella noche que vi al niño fue similar a eso que siento al pensar en lo que habría pasado si no me hubiera ido del país, si no hubiera terminado con tal o cual pareja, si hubiera elegido otra carrera o si hubiera elegido buscar la felicidad de otra forma, aunque de alguna manera fue una tristeza y curiosidad más intensa; la certeza de que había más en juego para mi vida al pensar en ese contrafáctico. Al final la maternidad es y debería ser una elección, y las elecciones de esa magnitud son o deberían estar regidas por deseos. No sentí que mi deseo de no maternar se viera comprometido ante esa contemplación, por el contrario: sentí que estaba más legitimado una vez tenía todo el espacio, sin juicios ni sentencias de “yo te dije que te iba a pasar”, para imaginar una vida posible distinta a la que elijo.
Mi vida como no madre, aún joven, se vio más fortalecida al reconocer la extraña nostalgia de nunca saber cómo lucirá mi descendencia y de perderme esa forma tan peculiar del amor. Me entregué a la extraña tristeza de esa ausencia sin querer anularla de mi mente, como si no existiera, como si no pudiera existir, como si mis deseos no pudieran ser contradictorios y como si tuviera que sacrificar la imaginación a partir de la idiota coherencia, o peor: tener que guardar estas extrañas y fugaces preguntas en la intimidad para que nunca nadie note esta contradicción que me significa la autonomía, el cuerpo y mi propia voluntad. No hago nada. Solo me quedo un rato pensando en el color de pelo de lxs hijxs que no voy a tener, en los nietxs que mi mamá no va a malcriar.