Le digo a mi amiga que todo va a estar bien. No. No le digo eso, la miro a los ojos y le digo “vas a estar bien”. Lo digo, pero no sé si lo creo. Lo digo, esperando que al decirlo ella y yo podamos creerlo. Su mamá se está muriendo y yo le prometo que aunque nada va a ser como era, va a encontrar bienestar. No se lo digo, pero pienso que algo de ella también va a morir. Así que miento. Y en esta escena que se repite tanto por estos días, con lecturas y palabras que acompañan es urgente preguntarse, sin condenarse a la desesperanza, pero evitando caer en un optimismo tonto y artificioso ¿alguna vez se terminan los duelos?
El hermano de Vir Cano, filósofx y escritorx Argentinx, se llamaba Nicolás. (¿Cómo se acostumbra el lenguaje a nominar en pasado?), murió cuando ella tenía 14 años y él 20. Han pasado más de 20 años desde su muerte y en el libro Dar (el) Duelo, ella recorre el proceso del suyo. Une relatos, diálogos, pensamientos y pequeñas entradas que en su vida ha hecho el duelo de su hermano y finalmente se pregunta ¿se puede terminar el duelo?
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En estos tiempos pandémicos hay una sensación (y también una certeza) de que nunca hemos estado más cerca de la muerte, aún a pesar de que todos, algunos más y algunos menos, cargamos con nuestros muertos. La premura constante de la enfermedad, la angustia por el síntoma, por el tiempo que le quedará a aquellos que parecen soportarla menos y también la sensación colectiva de que hay una vida que hemos perdido y que quizás nunca vaya a volver.
Ha pasado más de un año en este estado viscoso del tiempo en el que nos puso el mundo, y quizás aquí empezamos a entender el duelo propio, ajeno y el de todos juntos por todo lo que pasó. Nos ceñimos a una tradición psicológica de pensar en las etapas del duelo. Figuramos entre el dolor intenso de la pérdida una orilla a la que se pueda ir después de la tormenta. Quienes presenciamos los duelos ajenos estamos ahí, abrazando y señalando que habrá un paso del tiempo en que las cosas se van a acomodar. Hay un mecanismo de ese duelo empaquetado, casi tradicional, que legitima a las personas a sentir la confusión, el dolor y la ira de la pérdida, pero que funciona a su vez como una especie de obligación. Llamamos “etapas del duelo” a una especie de forma válida de transitar a la muerte, y tratamos de amoldar nuestras vidas a esa maqueta única de las emociones posibles. Les asignamos tiempos, espacios y demandamos la superación cuando hayan pasado.
¿Pero qué sucede si no pasa? Virginia se lo pregunta en su libro frente a la inevitable costumbre de traer de vuelta a su hermano en sus textos. Hay una obstinación en su escritura, que apenas enuncia que no hay forma correcta, posible o esperable de transitar la muerte de alguien querido.
Me siento completamente inútil acompañando los duelos ajenos. Sé qué decir, sé qué no decir y sé abrazar, pero detesto no tener palabras de consuelo que valgan y detesto el miedo egoísta que me da, muy para mis adentros, acompañar duelos ajenos temiendo los propios. Además de la anticipación de algunas muertes que ha traído la pandemia, también me siento presa de una realidad generacional: estoy en la edad en la que los padres y madres de amigos y amigas empiezan a morir.
Cano habla en otros de sus textos de la importancia de convivir, reconocer y validar las pasiones tristes. Estamos hechos de ellas y también de un sinfín de contradicciones que habitan el camino vital. No podemos y no tenemos las cosas tan resueltas, los dolores tan masticados y procesados y tampoco tenemos un tiempo: una fecha fija en el que el dolor deba suceder y pasar. En su libro sobre el duelo habla de la muerte como el don amargo del tiempo infinito. Y es cierto que hay una pausa de la vida que no sigue, que queda congelada en el espacio como un recuerdo siempre generoso con los que ya no están.
Pero también hay cierto alivio en su narración sobre el duelo; hay un enorme sosiego en aceptar y reconocer, aunque traiga tristeza, que, como ella dice “amar y ser con otrxs es el riesgo al corte, la herida, e incluso el daño irreparable”, pero también que el amor, el cuidado y esas cosas bellas “solo emergen cuando estamos ligdxs afectiva, vital y peligrosamente a otrxs”.
Nuestros vínculos no son paquetes al vacío que tienen instrucciones. Amar a otrxs, exponerse a su cariño, a lo tortuoso y conflictivo que puede ser, como señala Virginia, esconde el peligro de perderles, y de ello no hay un manual como la cultura del self help contemporánea nos ha enseñado. No hay cura, no hay alivio, no hay un tiempo determinado. Hay solo la certeza de que es necesario repetirlo de vuelta y dejarse afectar por todo eso, incluso la inminente pérdida que implica querer, para seguir vivxs y conocer también lo bueno de nuestros afectos.
No sé qué decir con todos estos duelos. No sé cómo transitar la muerte de quienes amo y cómo acompañar en la muerte de otrxs a quienes aman mis afectos. Me destruye y me angustia, me quita el sueño y también me reconforta por los que todavía están. Sin embargo, pensar el duelo como algo que es trascendental, transformador y que no se quita después de hacer unos pasos, paradójicamente me consuela. Pensar en todas las vidas que perderemos irreparablemente cuando otros mueran, me da más tranquilidad que la lucha cruel porque todo siga, eventualmente, igual.
Al final abrazo a mi amiga con firmeza. Estoy, todavía estamos, y una vida seguirá. Recuerdo la anécdota de Julio Grondona, el exdirector de la Asociación de Fútbol de Argentina que históricamente tuvo un anillo de oro que tenía tallada la frase “todo pasa” y que el día de la muerte de su esposa se quitó, porque ese día entendió que no. No todo pasa. Y es así, más parecido a eso, la experiencia de vivir.
* El mundo tal como lo conocemos está cambiando, las estructuras vinculares que nos habían impuesto se han derrumbado. Esta es la primera entrega de El Desplome, una columna bimensual de María del Mar Ramón sobre lo que estamos construyendo desde los escombros.