Los antidepresivos me hicieron perder el sentido del gusto

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Los antidepresivos me hicieron perder el sentido del gusto

Estaba devastada. La comida era mi manera de explorar el mundo y ahora mi sentido del gusto y la experiencia del sabor se habían vuelto irreconocibles, no confiaba en mis propios sentidos.

El Prozac es metálico y amargo. Para mí, es el sabor de la traición.

A finales del año pasado, paralizada tanto por la muerte de mi padre como por el nacimiento de mi libro, comencé a utilizar antidepresivos (recetados) y terminé usando Xanax (sin receta). Sobreviví con chai orgánico y galletas cubiertas de chocolate, mi dieta estaba ahogada en ironía. Era una escritora alentando a la gente a salvar la diversidad de la comida a través de su consumo. "Saborea todo", imploraba. "Rasca el fondo de la olla; lame la cuchara; ensucia tus manos con las frutas; juega con tu tenedor; bebe cada gota; encuentra lo dulce en lo amargo. Huele, prueba, toca, escucha, siente…" Mientras tanto, había bajado 40 kilos y había dejado de comer.

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No me olvidé de comer; simplemente no me interesaba.

Mientras hacía la difusión del libro, Bread, Wine, Chocolate: The Slow Loss of Foods We Love (Pan, Vino, Chocolate: La pérdida gradual de las comidas que amamos), le decía al público que los cambios que estábamos experimentando en la comida y en la agricultura pondrían en riesgo nuestra habilidad para comer bien en el futuro.

Actualmente, tres cuartos de la comida mundial provienen de solo 12 plantas y cinco especies animales, una tendencia que hace a nuestro sistema alimentario no solo más vulnerable frente a las amenazas tales como pestes, enfermedades y cambio climático, sino también menos interesante o delicioso. Los consumidores podríamos ayudar a resolver este problema, expliqué, comiendo variedades más diversas de las que nos gusta comer. Con ello, alentaba a las personas a las degustaciones: partiendo la costra de pan, escuchando el sonido al partir un chocolate bien templado, comprobando la estructura de la espuma de la cerveza.

Saborear es el camino para salvar la biodiversidad, solía decir. Pero, mientras tanto, mataba de hambre mi apetito.

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El Prozac, conocido por su nombre genérico como fluoxetina, se suponía debía ayudarme a que me importara la comida, la vida, todo además de la ausencia de mi padre. Reduje la dosis cuando la medicina me impedía dormir y adormecía todas las partes de mi cuerpo: cortando las píldoras por la mitad, paseando mi lengua por los bordes ásperos y amargos, pensando cómo el deseo de complacer a nuestros padres realmente nunca nos abandona; pensando cómo mi padre nunca vio el libro al cuál me había entregado por completo.

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Unas cuantas semanas después de que el prozac entró en mi sistema, mi apetito comenzó a regresar. En un intento por liberarme del té y las galletas, mi madre me preparó toda mi comida india favorita: dal de frijol mung, berenjena bhartha y saag hecho con hojas de mostaza y espinaca.

Comí. Lentamente. Luego de una semana de observar mi intento de comer, mi madre declaró, "Creo que el antidepresivo está afectando tu gusto". Estaba confundida; estaba comiendo. "Sí", dijo. "Pero sigues diciendo que el saag tiene un sabor metálico. Mi receta no ha cambiado. Es lo que te he preparado durante toda tu vida".

Estaba abatida. La comida era mi manera de explorar el mundo y ahora mi sentido del gusto y la experiencia del sabor se habían vuelto irreconocibles. Si escribía sobre la comida y ahora no podía seguir confiando en mis propios sentidos —si no podía saborear propiamente algo— ¿cómo podría darme cuenta? Y si olía y saboreaba las cosas de forma diferente, ¿seguía siendo yo? ¿Qué podía reconocer como mío? Y, ¿cómo podían confiar en mí los demás?

Me sentía traicionada, por mi dolor, mi padre, mi libro, mi mente y mi paladar. Y por la píldora amarga que estaba alterando mi vida.

El Prozac y otros Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina, o ISRS, son los "Toyotas" de los antidepresivos, pues son usados ampliamente debido a que combaten múltiples tipos de depresión y ansiedad. Los medicamentos —disponibles en versión genérica, pero también con nombres de marcas incluyendo Prozac, Zoloft, Celexa y Lexapro— trabajan previniendo la reabsorción de serotonina del cuerpo, uno de los muchos químicos que actúan como neurotransmisor (transmitiendo mensajes entre las células nerviosas de nuestro cerebro).

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La serotonina ayuda a regular la serie de procesos físicos y mentales, tales como los relacionados con nuestro ánimo, deseo sexual y apetito. Al bloquear la reabsorción, o recaptación, de la serotonina, los ISRS mantienen el químico suspendido en diminutos espacios entre nuestras células nerviosas conocidos como sinapsis. Los investigadores no saben exactamente cómo funciona (lo cual es común con drogas usadas para la salud mental), pero sospechan que la suspensión mejora los mensajes entre las células y fortalece los circuitos que controlan nuestro estado mental.

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Gracias a la investigación realizada para mi libro, aprendí que el sabor es la culminación de nuestros sentidos, particularmente el olfato y el gusto. Una culminación, que desde una perspectiva evolucionista, está diseñada para prevenir que consumamos veneno.

La familia más grande de genes en nuestro cuerpo está dedicada a la decodificación del olor. Los seres humanos son capaces de distinguir hasta un billón de aromas, un proceso que comienza con las moléculas de aire en los aromas que penetran en nuestra nariz y boca. Estas moléculas activan los receptores olfativos en las células de nuestras fosas nasales y en la vía retronasal que son atrapadas por un área pequeña de tejido conocido como epitelio olfatorio. Desde allí, se envían mensajes hacia múltiples zonas del cerebro donde los impulsos nerviosos se convierten en lo que reconocemos como aroma.

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Nuestro sentido del gusto, en comparación, es significativamente menos complejo. Podemos diferenciar entre cinco cualidades básicas: dulce, ácido, amargo, salado y umami (sabroso), además de la presencia de la grasa. Esta distinción comienza en nuestra boca, a través de los pequeños bultos carnosos en nuestra lengua, en el interior de las mejillas y en la vía hacia nuestro esófago superior. Los bultos son de hecho las papilas gustativas que contienen nuestros corpúsculos gustativos. Cada corpúsculo contiene hasta 50 receptores gustativos, que son las células sensoriales que están programadas para ayudar a nuestro cerebro a reconocer los sabores básicos y la grasa.

"La comida no tiene sabor", el Profesor de Napa Valley College George Vierra explica. "Contienen moléculas de sabor. Los sabores de esas moléculas se crean en nuestro cerebro". El cerebro es donde todo lo que percibimos a través de nuestros sentidos se convierte en lo que conocemos. Es también el lugar de la depresión; y el lugar donde el dolor y el sabor (o la pérdida de éste) chocan.

Un estudio de la Escuela de Medicina de la Universidad de Dresde sobre personas con depresión severa, y aquellos que no, mostró que la gente sin depresión poseía una mayor sensibilidad a los olores en comparación con los que sí padecían esta enfermedad. Al exponer a los voluntarios a concentraciones crecientes de aromas, los investigadores determinaron la porción del cerebro responsable por el proceso inicial del olfato (el bulbo olfatorio, ubicado debajo de nuestro lóbulo frontal) era, en promedio, 15 por ciento más pequeño en aquellos que tenían depresión, sin importar que tomaran antidepresivos o no.

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Las diferencias no se limitan a esto. La psicóloga Bettina Pause y sus colegas colocaron 32 electrodos en la cabeza de 25 participantes deprimidos y 25 participantes sin depresión. Su objetivo era observar la respuesta cerebral a varios tipos de estímulo, desde el olor dulce de las rosas hasta el hedor de la mantequilla podrida. Mientras los voluntarios deprimidos fueron capaces de identificar la comida —al igual que sus contrapartes sin depresión— sus cerebros respondían menos a los olores.

Este descubrimiento se reflejó en estudios previos que sugerían que, si bien los individuos deprimidos no tienen problemas identificando aromas, la depresión parece disminuir la intensidad de la experiencia. Cuando Pause y sus colegas reexaminaron a 15 de los pacientes con depresión después de su recuperación, descubrieron que una vez que los síntomas de depresión se alivian, el patrón eléctrico del paciente cambia y responden de la misma manera que el grupo sin depresión.

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Una recuperación total del sentido del olfato y cualquier suspensión de la depresión son, por supuesto, buenas noticias. Aunque no siempre hay garantías. Porque a veces la cura para la depresión es lo que causa la tergiversación del sabor.

Si lees con atención la letra pequeña de los ISRS, descubrirás, cerca del final de la lista de efectos secundarios, referencias a trastornos, pérdidas o tergiversaciones del gusto. El término oficial es la disgeusia (relacionada con la ageusia, la completa ausencia del sentido del gusto; y la hipogeusia, la disminución de la sensibilidad del sabor). Adrienne Elizabeth Wasserman de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Pennsylvania explica: "Estos cambios incluyen variaciones en los sabores dulce, ácido, salado o amargo, disminución de la capacidad para distinguir sabores con los sabores metálicos".

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Si bien estas modificaciones son bien conocidas dentro de la comunidad médica, el sabor desagradable es lo que los investigadores S. M. Miller y Graham J. Naylor describen como un "síntoma ignorado de la depresión". Ellos explican que, "El sentido del gusto alterado ha sido reportado en depresión y ansiedad, pero ha habido poca investigación del déficit quimiosensorial, lo cual es sorprendente dado el impacto potencial en la calidad de vida".

Puedo identificarme con eso.

Esta pérdida no está limitada a lo que experimentamos en la boca o a los ISRS. Se pensaba que las benzodiazepinas (incluyendo el Xanax que me hace dormir por las noches) realzaban el sabor dulce, mientras que los antidepresivos tricíclicos afectaban la percepción de la salinidad. El litio deja un sabor metálico; el zolpidem (Ambien) uno amargo. No importa cuál sea el sabor, se ha demostrado que los ISRS y otros antidepresivos lo distorsionan o disminuyen.

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En un estudio de 45 participantes sin depresión se les dio un placebo o uno de dos tipos de antidepresivos (un ISRS o un IRNA; una droga que trabaja en la recaptación del neurotransmisor norepinefrina en vez de la serotonina), los voluntarios fueron sometidos a un escáner de IRM (Imagen por Resonancia Magnética). Se les mostraron fotografías de chocolate y fresas enmohecidas mientras se les daba de comer chocolate líquido y una bebida de fresa "repugnante" a través de un tubo de teflón. Cuando se les pidió calificar las experiencias, todos los sujetos calificaron la imagen de la fresa y el sabor acompañante como desagradable y el estímulo de chocolate como agradable. Sin embargo, el grupo que había estado tomando los ISRS mostró una respuesta cerebral disminuida ante la imagen y el sabor de chocolate en áreas del cerebro relacionadas tanto al placer como a la aversión.

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Esto corresponde con lo que cualquiera que haya tomado ISRS ha experimentado: los circuitos del placer de todo tipo se sienten adormecidos. Los investigadores suponen que este "golpe emocional" podría explicar por qué los atracones también son un efecto secundario del consumo de ISRS; es una forma de "compensar el déficit de recompensa".

Estos cambios no se limitan a la función cerebral. Investigadores de la Universidad de Bristol creen que una reducción de serotonina o noradrenalina en nuestro cuerpo y cerebro también podría afectar nuestros receptores gustativos y cómo responden a diferentes sabores. Su trabajo de 2006, "Human Taste Thresholds Are Modulated by Serotonin and Noradrenaline" (Los umbrales del gusto humano están modulados por la serotonina y la noradrenalina) no solo destruyen la creencia popular de que nuestro gusto es inamovible, sino que comprueba que estos cambios ocurren dentro de los receptores gustativos mismos. "El sentido del gusto", concluyen los investigadores, "parecería ser una medida sensorial interesante del estado de ánimo".

Tuve suerte con el Prozac, pero, como mi difunto padre (irónicamente era psiquiatra) solía decirme: los diagnósticos mentales son ferozmente imprecisos. Muchas personas están atrapadas en años de sufrimiento debido a sus síntomas, y también a la cura que con frecuencia se les ofrece. Las pruebas de degustación podrían ser una manera de ayudar a que los practicantes señalen exactamente qué neurotransmisores están relacionados con la depresión de alguien. Podrían facilitar una mejor precisión —y alivio— tanto en el diagnóstico como en el cuidado de la enfermedad.

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Si bien mi historia es sobre la pérdida del gusto ocasionada por la depresión, estos cambios no están limitados a la gente que padece enfermedades mentales. Conocí al ingeniero de proyectos Joshua Loomes durante un curso de preparación de chocolate en Trinidad en el que ambos nos habíamos inscrito para comprender mejor la sustancia que amábamos. Yo, como investigación para un libro; Joshua, por placer. (Está bien, los dos por placer).

En algún punto durante nuestro entrenamiento de una semana, Joshua mencionó que había perdido temporalmente el sentido del gusto cuando recibía tratamiento de radiación para el cáncer. Le pregunté si podíamos hablar al respecto. Unos cuantos días después, comiendo sándwiches vegetarianos, me explicó, "La radiación mata todas las células de rápida generación. Eso incluye el cáncer, junto con los folículos capilares, las papilas gustativas y las glándulas salivales y la mucosa estomacal. Es por eso que vomitas después del tratamiento. También es por eso que, cuando empiezas la radiación, uno de los primeros especialistas que debes ver es un nutricionista". La recuperación, dice, en muchos sentidos se trata de sobrevivir el propio tratamiento: "Nutrirte lo suficiente cuando todo sabe espantoso —o al menos diferente— es gran parte de ello".

Pregunté si recordaba qué sabor había desaparecido primero. "Ojalá pudiera", dijo. "Probablemente fue lo dulce, ya que recuerdo haber pensado que una canasta de helado de coco (un dulce navideño australiano) no estaba bueno y lo tiré". Para el disgusto de su esposa, Joshua tiró la mitad de la comida del refrigerador antes de darse cuenta de que la falta de sabor era exclusiva de él. Durante semanas, el sentido del gusto fue un limbo, explicó, "porque los receptores gustativos mueren y se recuperaban a un ritmo diferente. Eso pasó un par de semanas antes de que perdiera el sentido del gusto por completo". Una vez que desapareció, sobrevivió con fórmula para bebé fortificada con plátanos y huevos crudos.

Un par de semanas después de que nuestro curso de chocolate terminara, Joshua me mandó un mensaje. "No estoy seguro si esta experiencia me llevó a mi actual amor por la comida, pero podría haber contribuido", me escribió. "Perder mi sentido del gusto (de forma permanente) me quitaría gran parte del placer de la vida. Es uno de los placeres más básicos que tenemos que no depende de nadie más. Para mí, al haberlo experimentado durante un breve periodo, sé que significaría una pérdida grave".

En ese entonces, mientras leía ese mail, no sabía que en menos de un año experimentaría lo mismo. Que yo también perdería y recuperaría el sentido del gusto. Que la recuperación del sabor sería la recuperación de mí misma.

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El sabor, escribe la novelista Judith Fertig, es como algunos de nosotros encontramos sentido en el mundo. "Sabíamos que había un sabor que te explica… Un sabor cuya verdad reconocerías cuando lo probaras. Un sabor que respondiera la pregunta que no sabías que tenías".

Simran Sethi es una periodista, educadora y autora del libro Bread, Wine, Chocolate: The Slow Loss of Foods We Love, una crónica de los cambios en la comida y en la agricultura a través del pan, el vino, el café, el chocolate y la cerveza.