Algunas historias tienen un final. Otras, según el dolor o el aburrimiento de a quien se le pregunte, tienen varios. Unos son definitivos y otros demasiado abiertos para considerarlos un punto y aparte. Por lo que a la mía respecta, a mi padre se lo comió un oso pardo.
La historia comenzó hace tres años cuando a A., mi hermano mayor, le llamó su mujer totalmente sofocada, pidiéndole que fuese corriendo a casa porque le tenía que contar algo que solo le podía contar en persona. En casa A. se encontró a su mujer hiperventilando, cuando se recuperó le dijo que acababan de llamar de la Reserva Natural de El Bierzo para informarnos de la desaparición de mi padre en mitad de los Montes de León. Inmediatamente me llamó a mi, aunque no me encontró en casa ya que justo había salido hacia la facultad, ni tampoco allí, ya que cuando llamó a mi universidad yo ya estaba volviendo para casa, así que me enteré bastante tarde de todo esto.
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Mi padre era un hombre al que le encantaba la montaña. Lo recuerdo entusiasmado los domingos mientras nos arrastraba a mi madre y a mí por rutas de senderismo – previamente subrayadas con rotulador fluorescente en la Guía Anaya de Excursiones por la España Verde -, obligándonos a bajar por cuestas enormes pero que él solo como una ligera pendiente mientras yo sentía que me iba a morir ahí mismo o pastoreándonos por riscos y lomas sembradas de ortigas, abejorros y huesos de cabras. Debías seguir su ritmo o de lo contrario recibías una mueca de profunda decepción. No comprendía que fueras demasiado torpe para colocar el pie en el saliente adecuado sin tener que pegar el culo previamente al suelo. Para él era algo inconcebible. A veces se lo tomaba con humor. Otras, simplemente, seguía su camino. Como si no quisiera ver nuestro fracaso.
Mis hermanos no querían que yo fuese el destinatario de la información sobre la desaparición de mi padre. Era parte prejuicio inseparable a mi condición de hijo menor, temían por la fragilidad de mi estado emocional. A fin de cuentas, el paternalismo se transmite en dirección descendente, nunca al revés. Sin embargo, como era el único de los cuatro sin ataduras familiares, ni conyugales ni laborales, al poco tiempo ya estaba en una pensión – la única de hecho – de Folgoso de la Ribera, en la provincia de León, tratando de mantener a raya lo más lejos posible de mis pies malacostumbradamente mediterráneos la necrosis por congelación.
Al poco lo relacionaron con la posible actividad de osos pardos en la zona. Ursus arctosarctos es la nomenclatura taxonómica exacta para referirse al oso pardo euroasiático. En España se cuentan poco más de doscientos, siempre dependiendo del lado de los Pirineos en el que estén durmiendo los ejemplares compartidos con Francia en el momento del censo. La esperanza de vida media del oso pardo euroasiático es de 25 años – que es el nombre “común” -, un tercio de lo que se espera que viva el hombre medio occidental actual en condiciones normales. De todas las subespecies de osos pardos, el arctos arctos es la más pequeña e inofensiva. En principio no es la clase de oso que decide zamparse al montañero de turno.
“Es raro, muy pero que muy raro que ataquen. Lo normal es que salgan corriendo por donde vinieron. Estos osos son así. Mansísimos” me cuenta una vez allí uno de los encargados de la investigación, con un tono que era casi un reproche a la volatilización de mi padre.
Que me lo reprochase no es del todo raro. Tened en cuenta que en la década 2000-2010, al menos seis ejemplares de ursus arctos arctos han sido tiroteados, envenenados y/o despellejados por cazadores furtivos, y la perspectiva de tener que sacrificar otro ejemplar por culpa de un señorito de ciudad que ha decidido lidiar con su crisis de la mediana edad lanzándose a los bosques de El Bierzo no les hace – como podéis imaginar – ni pizca de gracia. Por no hablar de las ganas que tienen los medios de comunicación de rescatar el lamento decimonónico del fracaso del hombre ante las fuerzas de la naturaleza, advirtiendo a los espectadores urbanitas sobre los riesgos de irse de excursión sin tomar las precauciones adecuadas, así que el resquemor de los nativos – que también se dirigía contra mi presencia allí – está más que justificado. Porque, ¿qué pinto yo aquí?
No hay cuerpo, las pistas son tan escasas que se acercan peligrosamente a ser definidas como nulas: la tienda de campaña unipersonal Quechua con la que mi padre acampaba semi-legalmente en el espacio boscoso comprendido entre Cabañas Raras y Folgoso, un manual de tercera mano sobre legislación medioambiental, un impermeable verde lima, tres lápices y un sacapuntas.
Alberto, uno de los ecologistas voluntarios en la búsqueda me invita a almorzar. Tienen algo importante que contarme: han dado con una cabaña a medio construir en mitad de las hectáreas de bosque situadas al noreste de Folgoso, entre los caminos de tierra, “creemos que es cosa de tu padre”, me dice.
También me cuentan que creen que por esa zona se mueven tres osos: Chocolate, Alfonsito y Roñoso. Me pregunto quién les pone los nombres a esos bichos. Luego – esta vez en voz alta – pregunto si la cabaña está a medio levantar o es que algo la ha echado abajo. El viento. Un mulo. Zidane. Algo. “No, no. Más bien da la impresión de que no tuvo tiempo de acabarla”.
Alberto es consciente del impacto de la última frase, así que no dice nada más. Es el único que habla. El resto de compañeros callan. ¿Y si la cabaña a medio montar la empezó otro? Les digo que quiero ir allí. Inmediatamente se oponen: me recuerdan que es peligroso, que hay un oso rondando por las inmediaciones, que mi familia no debe acostumbrarse a tratar con semejantes animales. Esto último sale de la boca de la novia de Alberto. Trata de relajar el ambiente, pero solo lo empeora. Me siento confuso y traicionado y estúpido.
Vuelvo a León. Me compro una tienda de campaña de colores más discretos. He decidido acampar junto a la cabaña por mi propia cuenta, en parte con la seguridad estadística de que o no existió nunca el oso o, si realmente pasó por la zona, ahora debe estar hibernando en algún agujero miserable, quizás con el brazo de mi padre como alimento para las crías. Creo que también hay un tercer motivo: el deseo inconsciente de conocer al involucrado más honesto en la desaparición de mi padre. Conocer al oso.
Según las mismas estadísticas que citaba antes sobre los osos pardos en El Bierzo, es más probable que le aplaste a uno chatarra espacial descarriada y proyectada sobre el plano terrestre que recibir el zarpazo de un oso pardo de la zona.
Durante cinco días a la semana, mi padre fichaba de ocho a cinco y media en la factoría encargada de moldear, inspeccionar y dar el visto bueno a los envases de vidrio de la compañía Coca-Cola. Su tarea concretamente consistía en controlar y cuidar la máquina cuya misión existencial consistía en rebajar las intersecciones de las zonas en relieve abombadas de los botellines de vidrio. ¿Quién se ha parado alguna vez a fijarse en eso? Quizás algún niño aburrido rascara la minúscula oquedad entre los relieves. Tampoco son botellines de cerveza, tradicionalmente manipulados, manoseados y analizados por el consumidor. Con suerte, el bar serviría las bebidas en vasos pequeños y achaparrados, dejaría el botellín sobre la barra y el cliente, también con suerte, volvería a agarrar el envase sirviéndose de la zona hueca vaciada por la máquina con la que mi padre interactuaba hora tras hora tras mes tras año. Acostumbrado a la explosión de gas de la válvula de presión de la moldeadora, a cambiar los mismos cables, a las mismas remesas de prueba al comienzo de cada semana, al mismo paseo cada hora y cuarto para revisar el correcto funcionamiento de la cadena de producción, puede decirse que el rito dominical de ir al monte consistía en la obligación de detenerse.
Quince troncos colocados uno encima de otro para una de las paredes, el inicio de otra y los troncos verticales de la jamba de la puerta. Podía ser una cabaña como podía ser un refugio para jugar a paintball. Una roca plana, del tamaño de una cesta de supermercado había sido arrastrada (todavía podían verse las marcas) hasta el perímetro interior de la cabaña. Monto la tienda tras la única pared de troncos. Temo acabar aplastado bajo ella mientras duermo, así que vuelvo a montarla a un par de metros de distancia. Me siento dentro de la tienda y espero. No sé qué o a qué exactamente. Aquel hombre no escapó de la ciudad persiguiendo la sabiduría en mitad de los bosques leoneses. Para empezar, la cabaña prácticamente era la prueba que te agarraba por los hombros y te zarandeaba pidiendo que entraras en razón.
Si algo atacó a mi padre lo hizo a seis kilómetros de dónde ahora la noche se me echaba encima; esto quiere decir que la cabaña o bien fue un proyecto inicial fallido tras el cual se montó en el mismo autobús que su hijo y se compró el mismo modelo de tienda de campaña que su hijo o bien, que mientras vagaba por esos campos estudiándose la legislación medioambiental española se sintió tan agobiado por no continuar con su rutina de trabajo ocho horas al día que se dedicó a la infructuosa tarea de ensamblar un refugio decente. ¿Y a qué venía lo del manual? ¿Acaso había perdido la noción de la realidad de tal manera que ni comprendía que sin un título de bachillerato no podría acceder a las pruebas de guarda forestal? Para colmo, el frío empezaba a colarse entre los pensamientos espasmódicos de que acampar allí no era la idea más inteligente que podría haber tenido, que en el fondo se trataba de la misma clase de decisión tomada por mi padre. A hora y media de montar la tienda ya estaba de vuelta en el hostal.
§
Nacer en el sur, conocer a tu madre seis años, luego pasar toda la vida con el padre, estudiar hasta los catorce, vender miniaturas de cristos y vírgenes y medallitas y escapularios en la tienda de un amigo del hermano de tu madre, acosar a la hija de una de las clientas más fieles, escuchar en la radio la noticia sobre la inminente inauguración de una factoría de Coca-Cola, trabajar en esa factoría tres meses después, casarse con la hija de esa clienta, mudarse a la ciudad, suscribirse a la colección de postales del mundo porque esperas ver mundo algún día, el primer hijo, el segundo, hay que cancelar la suscripción, ascender a controlador de la máquina de horadación de vidrio, suscribes a tus hijos a una colección que luego recordarás haber completado cuando ordenes el armario una década más tarde, nace el último hijo, ¿a dónde fueron a parar las postales de vistas turísticas con mapamundi en el reverso?, se las prestaste a un sobrino o a un primo segundo, irrecuperables. Los hijos amenazan con planes de independizarse, adiós a los hijos, quieres a tu mujer veinte de cada treinta y un días, luego quince, luego diez, luego no sabrías decir cuantos, te equivocas de maleta cuando por fin escapas, ahora te preguntas si alguna vez tomaste la decisión de no estudiar, no lo recuerdas, es muy difícil recordar cuando se decidieron cierto tipo de cosas, adiós a la promesa de trabajar dedicándole tu atención al bosque en lugar de al vidrio, te compras un manual de segunda mano sobre el tema, puede servir, hay que ganarse la vida con arreglos chapuceros, no está mal después de todo, admites que no es lo que quieres, esto no es lo que quieres. Cada vez pasas más tiempo entre los árboles, montar una cabaña, abandonar la cabaña, la frustración te vuelve loco, decides acampar en una tienda Quechua en una zona donde nadie en su puñetera vida ha avistado un ursus arctos arctos , te dedicas a memorizar el manual, como si presentarte en el ayuntamiento recitando normativas y reglamentos fuera a servir de algo. Entonces te come un oso. Si toda esa historia del eterno retorno es cierta, estas son las pautas a seguir para mi padre.