¡Pacifista!: No hay corazón que aguante tanto dolor

Fotos: cortesía de Andrés Gómez para laotraorilla.co.

Carmenza Gómez pensó que el pasado sábado 11 de abril iba a ser el último día de su vida. Acababa de terminar el encuentro nacional de víctimas de los falsos positivos en Bogotá cuando sintió que el mundo se desplomaba. Aunque ya había tenido esos síntomas en otra ocasión, esta vez el mareo y la taquicardia fueron tan fuertes y prolongados que lo único que atinó a hacer fue encomendarse a Dios y pedirle que algún día se hiciera justicia.

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Pero el corazón de Carmenza no se rindió. Aguantó los 45 minutos que se demoró la ambulancia en llegar a recogerla y ha seguido funcionando durante las dos semanas que lleva internada en el Hospital Santa Clara de Bogotá. Carmenza asegura que el deterioro de su salud está relacionado con el caso de sus hijos.

Todo comenzó el 23 de agosto de 2008, cuando Víctor Gómez llegó a la casa de su mamá preocupado porque con lo que se había ganado ese día por su trabajo como portero en un bar apenas le alcanzaba para pagar el recibo del gas. Esa carencia económica fue la que lo llevó a comunicarle esa misma noche a Carmenza que había decidido aceptar una oferta laboral en la Costa y que tenía que viajar pronto.

Dos días después, Víctor fue asesinado de un balazo en la frente en la vereda Las Liscas del municipio de Ocaña, en Norte de Santander. Carmenza conoció la noticia el primero de septiembre, luego de que su hijo John recibiera una llamada en la que le pedían que se acercara a Medicina Legal para reconocer el cuerpo. Allí le mostraron una foto de Víctor desnudo y, tras confirmar que se trataba de su hermano, le dijeron que tenía que ir a recogerlo a la morgue de Ocaña.

Fue tal el desconcierto de Carmenza al enterarse de la muerte de Víctor que se desmayó y estuvo varios minutos inconsciente. Cuando logró reponerse, arrancó con John hacia Ocaña para comprobarlo con sus propios ojos y, de paso, enterarse de los motivos del asesinato. Allí la incredulidad se transformó en rabia, pues los funcionarios de la morgue le informaron que su hijo había sido reportado como guerrillero muerto en combate con tropas de la Brigada 15 del Ejército que operan en esa región.

¿Cómo era posible que le mintieran de esa forma si hasta hace una semana Víctor estuvo trabajando en Bogotá?, se preguntaba Carmenza sin encontrar una respuesta razonable. Mientras regresaba a la ciudad con los restos de su hijo, juró que iba a luchar hasta donde le alcanzaran las fuerzas para limpiar su nombre y encontrar a los responsables del crimen. John se comprometió a ayudarla en todo lo que fuera necesario. Lo que ambos ignoraban es que los victimarios también estaban dispuestos a poner el mismo empeño en ocultar la verdad.

Colectivo Madres de Soacha.

Desde que volvió de Ocaña, John se había dedicado a buscar en las calles de Soacha, y sin apoyo de las autoridades, al hombre que reclutó a su hermano con una falsa promesa de trabajo. En noviembre de 2008, llegó la primera amenaza. Que dejara de averiguar lo que no le importaba y que si no se callaba le iban a tapar la boca, le advirtieron a través de una llamada telefónica. John siguió adelante y en enero de 2009 lo volvieron a contactar para exigirle que se fuera del barrio antes de que lo asesinaran. Él persistió y ya no hubo una tercera oportunidad. A comienzos de febrero, un hombre le disparó en la cara y Carmenza perdió al segundo de sus ocho hijos en menos de seis meses.

Ella confiesa que en ese momento estuvo dispuesta a abandonarlo todo y hasta solicitó asilo en la embajada de Canadá. También salió de Soacha y empezó a deambular de un lugar para otro intentando proteger su vida. Hasta que un día, según ella gracias a una iluminación divina, se dio cuenta de que no tenía que estar huyendo porque no le había hecho daño a nadie. Y que el mejor homenaje que les podía hacer a sus hijos era seguir presionando para que algún día se supiera quiénes y por qué los mataron.

Entonces empezó a liderar el proceso organizativo de las madres de Soacha y a participar en cuanto evento de víctimas hay en el país. En estos seis años también ha dado entrevistas en todos los medios y le ha contado su historia a todo el que ha querido escucharla. Al mismo tiempo, ha seguido al milímetro el avance del proceso judicial que hoy tiene a 17 militares procesados por el crimen de Víctor. Todo esto bajo un asedio constante en el que recibe llamadas, mensajes de texto y sufragios amenazantes para que desista de su propósito.

Para imaginarse todo el esfuerzo físico y emocional que implica una labor como la de Carmenza basta con enterarse de lo que tuvo que soportar el mes pasado. El dos de marzo estaba citada la audiencia de lectura de sentencia contra los uniformados señalados de haber participado en el asesinato de su hijo Víctor. Ese día, la abogada defensora dijo que no podía ir y mandó a una colega para que la remplazara. Sin embargo, los militares se opusieron a que esta persona los representara y el juez no tuvo otro remedio que aplazar la diligencia hasta mayo.

Este hecho provocó una explosión de ira en Carmenza, quien empezó a gritar y a reclamarles a los acusados por lo que consideró una estrategia para dilatar injustificadamente el proceso. Esa fue la primera vez que sintió el mareo acompañado de la aceleración de los latidos de su corazón. Con ayuda de su abogado y de las otras madres de Soacha que la acompañaron, logró retornar a la calma. Ella no le prestó demasiada atención a lo que había sentido porque creyó que era normal luego de la situación que acababa de vivir.

A finales de ese mes, tuvo que asistir a la exhumación de los restos de John y trasladarlos a un osario que ella compró en el Cementerio del Apogeo para que algún día sus dos hijos puedan descansar en el mismo lugar. Ese día Carmenza no solo lloraba desconsoladamente por el recuerdo de su hijo, sino por la indignación que le produce que al día de hoy no exista una sola persona vinculada a la investigación por el asesinato de John.

Sin que Carmenza se percatara, todo este ajetreo ha venido afectando su salud hasta el punto de tenerla hoy recluida en un hospital a la espera de un diagnóstico claro sobre el estado de su corazón. Ella siente tristeza porque siempre se comparó a sí misma con un roble al que ni las dificultades económicas, ni los múltiples trabajos que tuvo que realizar para sortearlas, pudieron doblegar.

Los médicos dicen que es posible que tengan que implantarle un marcapasos para que el ritmo de sus latidos vuelva a la normalidad. Sin embargo, Carmenza cree que la solución a sus problemas de salud no está en las manos de la ciencia sino de la justicia. Ella dice que mientras no se sepa la verdad de lo que ocurrió, se castigue a los responsables y se restablezca la honra y la dignidad de sus hijos, la rabia y la impotencia ante la impunidad seguirán afectando su corazón.