Pasé un día haciendo de turista en Barcelona
Todas las imágenes realizadas con una Olympus E-M10 Mark II

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Viajar

Pasé un día haciendo de turista en Barcelona

Y sí, es deprimente pero no del todo.

En esta época convulsa en la que los ciudadanos y los turistas pelean por un mismo espacio debemos detenernos durante unos instantes, coger aire y pensar. Pensar en cómo hemos llegado a este punto de odio y confrontación, en cómo hemos convertido el bonito y respetable arte del descubrimiento de nuevas tierras y culturas en un baño de sangre negra que cae sobre los vivos y sobre los muertos.

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Ese soy yo de turista en Barcelona: gorra, bañador, riñonera y todo actitud. Todas las imágenes realizadas con una Olympus E-M10 Mark II

Para entender a los turistas de Barcelona no hay nada mejor que convertirse en uno de ellos, devenir turista dentro de tu propia ciudad. Ataviarse con prendas similares a las de ellos y confundirse, cual camaleón, en esa marabunta de sudor, pieles y tejidos. Mi objetivo será frecuentar sus rutas, consumir los productos diseñados especialmente para ellos y adoptar su mismo estado de conciencia: una amalgama entre el asombro y el miedo. El asombro de descubrir nuevos espacios y nuevas arquitecturas; el miedo de saberse perdido y frágil en un entorno desconocido y agresivo.

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Porque el camino por el que tienen que deambular los turistas está plagado de un precioso odio visceral e incontrolado hacia ellos, un rencor que quizás ignora que ellos son el último eslabón de una eterna cadena de despropósitos. Puede que todo lo malo del turismo no empiece ni acabe con esas gentes cuya piel, antaño blanca como las perlas, se nos revela con tonos rojizos que nos comunican un preocupante problema epidérmico causado por los imbatibles rayos de nuestro Helios español.

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Puede que la gente de más allá, esos que crean estas sinergias de turismo descontrolado e inmoral —gobiernos, consistorios, agencias de viajes, empresarios hoteleros, nazis y espíritus malvados del bosque— sean más culpables de este mal que no la carne de cañón que criticamos día tras día y que vemos arrastrándose por nuestras ciudades bajo el son de una inevitable sintonía de odio.

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Antes de visualizar la Sagrada Familia, por supuesto, vi a muchos japoneses

¿Qué sienten ellos al verse constantemente señalados como el mal de nuestra ciudad? Nosotros, cuando abandonamos nuestra jurisdicción y nuestras fronteras, pensamos que actuamos de forma distinta, que lo nuestro es turismo "del bueno", pese a que jugamos en la misma liga de vuelos baratos, Airbnb y rendición ante el engaño de los clichés culturales del territorio visitado.

Para empezar mi periplo vacacional hice lo que supongo que la gran mayoría de personas hacen cuando se disponen a visitar un emplazamiento: googlearlo. Al teclear "Barcelona", el buscador colorido me propone varios points of interest, siendo el primero La Sagrada Familia, probablemente el elemento arquitectónico de esta ciudad que más indiferencia me genera después del Mercadona de la calle Calàbria. Pero en fin, si esto era lo que recomendaba Google en primera instancia, allí es donde estarían mis nuevos hermanos y allí es donde debía estar yo.

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Subiendo las escaleras mecánicas que me depositaban en el exterior, varias de las personas (turistas de características asiáticas) que tenía delante se voltearon con cara de sorpresa y perturbación divina y emitieron sonidos de exclamación y fascinación —como quien ve a un delfín alzarse y encenderse un cigarrillo con sus aletas— para luego empezar a fotografiar lo que los aldeanos llamaban "La Sagrada Familia". Sin duda ahí estaba, lo podía reconocer por las imágenes que me había proporcionado Google.

En una forma de mimetismo perfecta empecé, yo también, a fotografiar al mastodonte de piedra, esa jalea real que atrae a todos los turistas hacia esta ciudad. Me dejé arrastrar hacia la multitud, donde una colmena de turistas —en la que era imposible separar al individuo de la masa— me estaba esperando.

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En ese momento vi que la elección de mis ropajes era la correcta, pues entre la multitud pasaba totalmente desapercibido. Para esta jornada había escogido ataviarme con unas chanclas, un bañador y una gorra, en fin, la mítica indumentaria veraniega del turista que se cree que Barcelona es como un pueblo costero en el que simplemente "vas bajando hacia la playa". Una indumentaria diseñada especialmente para generar odio a los ciudadanos de esta ciudad, el cliché más puro de turista odioso. Además, me autoimpuse la norma de dirigirme a todo el mundo en inglés, cosa que me ayudaba a integrarme dentro de esta fantasía.

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Frente a mí se arremolinaban turistas, guías turísticos, palos de selfie en acción (y en venta), vendedores ambulantes, comercios de productos entrañables, franquicias de comida rápida y barceloneses hartos de toda esta pantomima. ¿Era esta la Barcelona "real" que percibían los visitantes en primera instancia? ¿Es Barcelona la excepcionalidad de este emplazamiento cristiano o, por lo contrario, es todas esas calles y edificaciones seriadas del resto de la ciudad que muy probablemente pasarán desapercibidas a los ojos del viajante? ¿O acaso creen los turistas que cada cinco calles hay una iglesia inacabada erigiéndose entre la mediocridad? En todo caso, Barcelona, para ellos, empieza aquí. Y a partir de este punto nada debe ir a peor.

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Los comercios de ese lugar vendían todo tipo de extraños despropósitos, desde figuras de toros hechos con "trencadís" (algo totalmente inconexo), sevillanas, llaveros de La Sagrada Familia y muñecos de Los Simpsons. Los tipos no vacilaban en tener el stock a la vista de todo el mundo, almacenado en esas míticas cajas que venden en los chinos.

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De algún modo me sentía cómodo, no me sentía despreciado por la ciudadanía autóctona porque, básicamente, estaba rodeado por "los míos", era nuestra club privado. Incluso era ofensivo encontrarse a una persona local en estos lares. Este espacio nos pertenecía y llevábamos décadas ocupando este territorio, un emplazamiento incluso más nuestro que de los barceloneses, al menos éramos nosotros los que lo hacíamos viable a nivel económico. Éramos nosotros quienes estábamos construyendo ese jodido templo.

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La imagen típica en el cruce de la calle Sardenya con Mallorca

El siguiente point of interest de Barcelona era el Paseo de Gràcia, esa avenida que se esfuerza por mantener cierto carisma modernista pero que no es nada más que un cúmulo despreciable de comercios de ropa que muy pocos barceloneses frecuentan. Siendo así, mucho manteros optan también por desplegar sus encantos sobre estos adoquines.

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Pese a que, como ciudadano, estoy acostumbrado a estos perfiles arquitectónicos, debe ser bastante impresionante ver la fusión entre estos edificios antiguos y las nuevas viviendas, una especie de puesta en escena sobre el tiempo y la historia. Aun así, más que por las fachadas modernistas, me sentí más atraído por los olores que desprendía el McDonalds, algo que le sucede mucho al turista occidental. Lo desconocido está bien pero encontrar un elemento común entre distintas culturas no deja de ser un pequeño oasis de seguridad. Pase lo que pase, un McDonalds puede utilizarse como una embajada global. Antes de caer víctima de la tentación de una hamburguesa de un euro, decidí largarme corriendo de allí.

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La plaza Catalunya me resultó aburridísima, un espacio sin ningún tipo de sentido. No me apeteció ni comprar esas bolsas con comida para dar a las palomas. Al fin y al cabo estos bichos son una plaga y lo único que hace este emplazamiento es diseminar el virus. Claro que, pensándolo bien, puede que el exceso de comida que les ofrecen los turistas a estos bichos haga que les reviente el estómago y se mueran. A nadie le importa que mueran palomas. "Las ratas del cielo", las llaman. Si en vez de palomas fueran gatitos, terminaríamos odiando a los gatos. Pero qué le vamos a hacer, les ha tocado a las palomas. Pobres, a veces una raza, simplemente, tiene mala suerte.

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El mítico Hard Rock Cafe de Plaza Catalunya. El sitio más frecuentado de Barcelona después de La Sagrada Familia. La verdad es que nunca entenderé el encanto de este garito pero, como ese día el turista era yo…

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Evidentemente no entré ni me gasté ni un solo euro en esta franquicia que mezcla la idea del rock, los coches y las hamburguesas. Dicen que hay gente que colecciona camisetas de "Hard Rock Cafes" de todo el mundo, no conozco forma más triste de perder el tiempo. Bueno, quizás haciéndome pasar por turista en mi propia ciudad.

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Las Ramblas, ese paseo hasta el mar en el que no te cruzarás con ninguna persona local

Siguiente parada: Las Ramblas. Es como la calle principal de la ciudad, ¿no? Eso es lo que pone en mi folleto informativo. Tiene el gótico al lado, por donde la gente joven sale de noche y bebe. Hay tiendas de discos, de ropa de segunda mano, bares molones y todo esto. La cascada de gente que supone Las Ramblas ya la conocemos todos los barceloneses: un goteo constante de turistas y vendedores ambulantes que hacen incómodo cualquier tipo de intento de locomoción.

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Hace relativamente poco sustituyeron unas míticas paraditas donde se vendían animales en pésimas condiciones por tiendas de helados y productos de pastelería. Evidentemente, esta calle está repleta de tiendas de souvenirs, eso sí, tristemente han dejado de vender sombreros mejicanos, cosa que era totalmente entrañable.

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La guía turística de Google me recomendó hacer una parada en el Mercat de la Boqueria (un mercado normal que la gente considera mítico por algún tipo de motivo que desconozco). Ahí es donde "la gente de Barcelona compra la comida y donde se sienta para comer unas tapitas". Yo he ido escasas veces.

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Una cosa que siempre me ha llamado la atención de los turistas son esos vasos de plástico que llevan con frutas cortadas. Los tipos van comiendo esa mierda para refrescarse mientras pasean. Pues bien, esos trastos los sacan del famoso Mercat de la Boqueria. Lo consumen como si fuera algo típico de la ciudad y la verdad es que ningún barcelonés se compra estas cosas. Es una moda limitada a los extranjeros, un engaño más para los habitantes de esta otra Barcelona. La verdad es que no estaba nada malo y estaba bien de precio (1,5 €).

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Y como no, algo obligado por estos lares es tomarse una buena cerveza fría, bien merecida después de tanto andar (en chanclas compradas en un bazar chino). Me senté en la primera terraza que encontré en Las Ramblas y con mi pulcro inglés pedí una cerveza, May I have a beer, please?. En el fondo quería que me timaran, que no me trajeran una caña normal a tres euros (que ya sería un timo, pero un timo aceptable), sino que quería que no me preguntaran el tamaño de la cerveza que deseaba y que me trajeran directamente una de esas enormes copas que cuestan más que el último regalo que le hiciste a tu madre; una de esas copas imposibles de terminar antes de que se hayan calentado por completo; una de esas copas que pueden convertir a un hombre sensato en un ser capaz de intentar romper una mesa con sus genitales (y conseguirlo).

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9 euros por esta cerveza en una terraza de Las Ramblas

Cuando vi al camarero llegar con mi enorme copa de balón pensé: "perfecto". Acababa de vivir el mítico timo de las terrazas de Las Ramblas, algo de lo que me sentía totalmente orgulloso. Esa picaresca española en su máximo esplendor, el mejor timo de esta avenida, más que las estatuas humanas, los trileros o, directamente, los carteristas. Sin duda, al pedir la cuenta me obsequiaron con una factura de 9 €. Me encanta esta ciudad.

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Después de la enorme cerveza necesitaba un poco de comida para no caer muerto y borracho por las calles de la capital catalana. Tenía muchas ofertas gastronómicas pero creo que estaba claro dónde debía volver a equivocarme. De la misma forma que el timo de la cerveza y el timo de esta Barcelona falsa destinada a los turistas, necesitaba un sucedáneo a la altura. Y creedme que encontré lo que andaba buscando. Creedme cuando os digo que esa palabra que buscaba, amigos, era "Paellador".

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¿Qué mejor que una paella falsa para alimentarme dentro de esta extraña realidad? Debo decir que el ejercicio gastronómica no estaba del todo mal, era totalmente conciso. En la imagen impresa de la carta aparecían EXACTAMENTE todos los elementos que me encontré en la realidad, por lo tanto, la representación del plato era casi idéntica al plato real. No era una paella, era una obra de arte, la Torre Eiffel de las comidas, una magnífica obra de ingeniería. Cuando el plano y el modelo final son exactamente lo mismo. Belleza.

Al fin, Paellador, es la única posibilidad que tienen las personas que van solas de poder comer una paella. En Paellador, el "mínimo dos personas" no existe, y es por esto que se merece todo el respeto del mundo. Paellador entiende a la gente solitaria, a los marginados, a los abandonados, a los corazones rotos. ¿Y el sabor? Bueno, dentro de toda esta sarta de genialidades, el sabor es lo menos importante. ¿Acaso criticarías un Picasso por estar mal enmarcado? Por favor.

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Con la panza rellena empecé a dirigirme hacia uno de los hitos de la historia contemporánea de la ciudad. Ese centro comercial que se sostiene encima del mismísimo mar Mediterráneo: el Maremágnum.

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Mis recuerdos adolescentes (en la época pre-Wilson Pacheco yo iba allí a "bailar" a una discoteca llamado algo así como "Cachito" porque una chica que me gustaba frecuentaba ese garito) describen este espacio con adjetivos como "triste", "deprimente", "mediocre" e incluso "un espacio capaz de hacer morir a la gente". Me alegró ver que el sitio mantenía todas y cada una de estas características. El Maremágnum es un especie de emplazamiento donde las criaturas van a morir, un espacio con cuerpos sin ilusión ni vida, un enorme ataúd donde se acumulan todos los cuerpos que caen desde Las Rambas.

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Con la tristeza a mis espaldas, decidí acercarme a la playa dando un paseo por el barrio de La Barceloneta, donde encontré tanto turistas como barceloneses tomando el sol, en una especie de bella comunión. El amor por la piel tostada une civilizaciones.

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Había también tipos haciendo fotos a culos de chicas con sus móviles y un tipo buscando metales en la arena. Sería lamentable permitirse esa licencia poética y, en este texto, preguntarse si en vez de monedas y anillos lo que estaba buscando este señor era "la Barcelona de verdad". Pero no voy a caer en estos juegos baratos, es más, después de esta experiencia, creo que no es lícito llamar a la Barcelona que acababa de descubrir como una Barcelona falsa.

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Es evidente que existe y que convive con nosotros. Al final se trata de un nicho de turismo que se retroalimenta, generando una ciudad alterada para y por los propios visitantes. Nos puede gustar más o menos, pero allí está, coexistiendo en el espacio público y generando conflictos con esa otra Barcelona que algunos proponen como más real.

Al final tampoco entendí muy bien qué es lo que atrae a los turistas que vienen a Barcelona, después de todo esta ciudad son solo tiendas, igual que el resto del mundo. Gente y tiendas. Supongo que, al fin y al cabo, el turismo es una forma de consumir de forma compulsiva sin tener que sentirte del todo mal, ya que tienes la coartada cultural, esas horas que te pasas fotografiando edificios antiguos y sitios emblemáticos. Pero al final, de las cosas que te llevas a casa (recuerdos, conocimiento, amistades) lo único a lo que le das un valor real es a esa bolsa del ZARA que no has ni querido facturar.