Artículo publicado por VICE México
“¿Cree que pueda?” Le pregunto a la policía que me recibió con la gente de comunicación de la central. “Híjole, no. No creo. Estás muy güero”, me responde, mientras me escanea con una mirada inquisitiva, soltando una risa incrédula sobre lo que me disponía a hacer.
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Despierto a las ocho de la mañana y sé con perfecta seguridad que la central de abastos ya lleva alrededor de cinco horas operando —una ciudad dentro de la Ciudad de México que no se detiene, no duerme y siempre, siempre, hay movimiento—. No pude dormir del nervio: si bien me va tendré que cargar más de 100 kilos en mi espalda con un “diablo” prestado que si rompo, jodo o, de plano tiro del cansancio en algún lado, me cobrarán como si fuera nuevo. En un intento por analizar con objetividad la tarea a la que me enfrentaré, intento repetir en mi cabeza que este es el trabajo diario de 13,800 personas (formales); yo puedo hacerlo por un día.
La Central de Abastos de la Ciudad de México es el mercado mayorista más grande del mundo. Ni los mercados de pescado en Tokio, ni los de especias de Estambul, ni los de olivos en Grecia pueden competirle a las 327 hectáreas de suelo —alrededor de 51 veces el Zócalo de la CDMX— sobre las que se expande este interminable mercado. Cuando llego alrededor de las 9 de la mañana, recuerdo intermitentemente la primera vez que fui a la ciudad-mercado a revisar unos murales que se habían pintado en las fachadas, hace más o menos un mes. Esta vez todo era diferente; en vez de ir desde la comodidad de un turibús con una escolta de veinte policías, muchos de ellos con motocicletas y camionetas, ahora tenía la experiencia de acercarme a lo que me dijeron la vez pasada que había pisado la central: “Está bien que vengan a conocer con su camioncito y todo, pero hay cosas que pasan aquí todos los días de las que seguro nadie habla”.
Después de caminar un poco con la policía que me recibió y las personas de comunicación, recibo un mandil que me distinguirá de las demás personas en la central: mi uniforme de diablero. Los demás diableros, o carretilleros como se les dice de manera oficial, me ven atónitos, incrédulos que haya llegado con seriedad a tratar de comprender, aunque sea de manera superficial, con lo que tienen que tratar ellos para conseguir trabajo. De una vez lo hago patente: no lo conseguí.
Bajando por un túnel, poco tiempo antes de ser instruido sobre los pasillos y las personas encargadas de cada uno, llego a la bodega de “El Chavo”. Ahí, por veinte pesos o menos dependiendo de cómo esté el flujo de trabajo del día, te prestan un carrito por la duración de la jornada laboral entera, siempre y cuando lo devuelvas en las condiciones que en las que se te prestó. En caso de perderlo, dañarlo o hacer algo indebido con él tienes que pagar entre $3,500 y $4,500 pesos para su reposición, según me contó después Ubaldo López Reyes, “El Chavo”, como le conocen todos en la central, dueño de la bodega y las carretillas.
La zona donde se ubica la bodega de Chavo específicamente trata con mayoreo de menor escala, es decir, una sección donde se venden abarrotes, hierbas, frutas, dulces, vegetales, carnes, quesos y lo que se ocurra de manera abierta al público —esto a diferencia de la afamada zona O-P donde se hace la descarga y carga de camiones más pesada donde los diableros más experimentados, o fuertes, llegan a cargar hasta una tonelada de peso en las carretillas—. En la bodega conozco a Rosalio, un veterano de diableros con unos siete años de experiencia a quien le asignan, un poco a regañadientes, enseñarme cómo funciona su negocio. Toma una bolsita de agua que estará tomando durante todo nuestro recorrido, me enseña mi diablito y nos vamos para afuera. A partir de este punto, de mediana manera, me dan “la bendición” y salimos en búsqueda de clientes que necesiten ayuda para cargar sus bultos.
“Se cobra entre seis y diez pesos, dependiendo del peso del bulto”, me dice Rosalio mientras mira alrededor en caso de que un cliente brote de improvisto, siempre a la expectativa del siguiente “jale”, como le dicen al trabajo en México. Caminando, el propio peso del carrito empieza a hacerse notar en mis manos, cuarenta kilos arrastrados que no pasan desapercibidos por nadie, excepto por los diableros como Rosalio o el propio Chavo que cargó en la merced antes de venirse a la central cuando fue inaugurada en 1982.
Arrastrando la carretilla la central se empieza a revelar como una fotografía que con orgullo se había rehusado a mostrase la vez pasada que vine. En esta ocasión, los aromas se desprenden con una naturalidad tal que cuesta trabajo digerirlos. Kilos y kilos de especies aglomeradas en pasillos de medio kilómetro de extensión marcan su territorio y lo sostienen como tal. Los rostros de la gente, tanto clientes, como trabajadores, no dejan de perseguirnos a Rosalio y a mí, una pareja inesperada en la central en busca, como todos, de un trabajo para ganarnos el taco del final del día. “Y ese güero ¿qué viene a hacer?”, “Llévatelo a la O-P”, “¿Ahora de dónde se están sacando a estos diableros?”, fueron cosas que escuché mientras batallaba por pasear la carretilla.
Mientras seguimos caminando por la sección de abarrotes, Rosalio me cuenta que éste es de los trabajos más ingratos: “Puedes estar buscándole todo el día y no encontrar nada, pero así es esto”, me cuenta. “Hay días en los que allá en O-P gente se saca una muy buena lana, porque ya tienen sus clientes y así, pero en un mal día puedes estar corriendo por toda la central y no encontrar nada. Luego, yo me pongo a lavar los diablos ahí con el Chavo y de ahí le saco otro jalesito”, desgraciadamente, seguido, esa misma falta de trabajo o inconstancia por conseguir clientes puede tener un precio que directamente afecta a las familias de los diableros que, en un buen día pueden ganar entre $200 y $500 pesos. Desde este punto me doy cuenta que la frase que me estaba repitiendo al analizar mi tarea es una basura dicha desde la comodidad de poder tener la decisión de desempeñar este trabajo y, aún más, queda claro que la idea de estar de diablero, más allá de esfuerzo físico, es en realidad una de constancia mental.
“Es más maña”, me dicen muchos antes de conseguir alguna carga, cuando quedo incrédulo (o más bien atemorizado) de los diableros que cargan 250 kilos de queso de un jalón. Pero supongo que falta agregar, la maña nunca se encuentra en las manos —el ágil no es apreciado por su destreza sino por su astucia—, se encuentra en una capacidad resolutiva que cualquiera debería fortalecer para sobrevivir. Los diableros, de una manera característica, son maestros de la supervivencia. “El hambre te hace creativo”, me dice Chavo en concordancia con los miles de años de evolución que nos han llevado a este punto de la humanidad. Y así, propiamente, Rosalio muestra que la adversidad en el trabajo y la vida cotidiana no son más que gajes del oficio. “Me ha tocado perder ya varias veces, en un año lo perdí todo”, me dice cabizbajo pero sin perder la notable alegría que mostraba de enseñarme su oficio después de un rato de dar vueltas. “cuatro veces con los asaltantes, dos veces aquí con el diablo y no me quedó nada. Una vez nada más fui al baño rápido y ya con eso mi diablo había desaparecido”. Con ese, “una vez”, me recuerda de nuevo que el desconocer el dolor de esa pérdida convertía imposible la misión de comprender qué era andar en sus zapatos.
Nos separamos y diez segundos después regresa Rosalio, sonriente, mientras yo buscaba cerrar un trato. “¡Vente, vente! Esta señora quiere diablo”, me dice. Dejo de hablar e inmediatamente me dirijo con la carretilla hacia la señora que estaba terminando de comprar bolsas de croquetas para sus 12 perros. En total, yo calculo, eran unas siete u ocho bolsas grandes, medianas y chicas y un poco de comida para gato. “Es que los encuentro en la calle y no puedo hacer más que adoptarlos”, me dice la señora, confiando que puedo hacer el trabajo. Yo, por mi parte, sigo dudando, pero miento: Le digo que no se preocupe, que ahorita se lo cargamos al coche y rápido regresa a su casa para alimentar a sus animales. Rosalio me ayuda a acomodar con una destreza notable, ni siquiera tiene necesidad de amarrar los bultos, con tan sólo no andar moviendo demasiado el carrito no debería haber problema.
Llevo el carrito con diligencia y extremo cuidado, pisando el pie de Rosalio en el proceso, que se queja levemente y me pide cuidado. Como niño regañado, volteo la cara y solamente le respondo que sí. Siguiendo a la persona que abre el coche llegamos a la zona de carga donde están todos los camiones y coches estacionados para cargar los bultos. Ahí, una persona que estaba descansando grita, “¡Cámara no se apendejen porque están en cámara eh!”, al grito estruendoso de la risa de todos los que me veían pelear con la lógica del diablo: en efecto, me estaba apendejando bastante, pero no por la cámara sino porque no tenía idea de cómo bajar el carrito una vez llegado a su destino. De nuevo, Rosalio me asiste a bajar el carrito. Cargo las cosas apropiadamente en el coche y recibo mi paga de un “tostón”, es decir cincuenta pesos.
Después de dos o tres horas más de estar dando vueltas por los pasillos es notable que todo el movimiento se ha extinguido en la central. Para las dos de la tarde, ya los diableros están regresando sus carretillas a los lugares de renta y ya nadie se está deteniendo a comprar. Para este punto ya hemos caminado por abarrotes y víveres, frutas y legumbres, aves y cárnicos, con la desgraciada suerte de solamente haber encontrado un trabajo en todo el día. Mi nariz se dio un festín de agrado, asco e incluso repulsión cuando pasamos por el pasillo de cebolla y ajo o en los escondites periféricos de la central.
Derrotado, regreso a la bodega de Chavo donde ya nos espera él para platicar un poco más sobre su negocio. “¿Qué tal eh? ¿Está duro no?”, me dice mientras nos recibe. “Yo trabajé en la merced desde que tengo cuatro años y por eso me quedó el apodo del chavo. Ahora tengo 68 años y llegué en el 80, desde que comenzó la central”, me cuenta. “Los diableros, normalmente, es gente que baja de la sierra en busca de trabajo cuando hubo una mala cosecha”, haciendo énfasis en eso mientras me dice, también, que gran parte de la labor de Chavo es recibir a gente que viene sin nada. Les da comida y les presta la carretilla para que puedan sacar el día. El trabajo duro es el que, al final, se termina haciendo todos los días con constancia y empeño por tratar de sacar a una familia adelante, como me dijo Margarito, quien llevaba 23 años de diablero y sostiene a cinco hijos con el volátil sueldo de diablero. “La gente tiene que trabajar día y noche”, me dice Chavo. “Aquí todos intentamos ayudarnos, las cooperativas me incentivaron para poner este negocio. Con ayuda de un ingeniero alemán fuimos construyendo nuestras propias carretillas que podían cargar más que los demás”, mientras me señala las molduras hechas en la bodega/taller donde se hacen desde cero, se reparan, pintan y lavan todos los diablos.
Las risas y la burla es parte de todo el entorno que pinta la iconográfica posición del diablero, que reciben su nombre a partir de los mangos que aprietan día y noche de su carretilla para cargar más de lo que parece humano. Todos, repetidamente, me dicen que si bien pareciera que están por sí sólos, buscan apoyarse. Poniendo el ejemplo de cuando se cae una carga se detiene el movimiento para recoger todo el cargamento de una sola persona y que pueda seguir trabajando. Entrego mi carretilla y me despido de Chavo y Rosalio, derrotado por no haber encontrado más trabajo, preguntándome, inevitablemente ¿qué pasaría si mis hijos hubieran dependido de lo que hubiera logrado ese día?
La maña del diablero y la fuerza del trabajo se paran como las dos verticales más importantes de la Central de Abastos de la Ciudad de México. “La creatividad e inteligencia del hambre”, como dijo Chavo, combinada el potencial físico de los hombres y mujeres hacen un ejemplo escalofriante de cómo es sobrevivir en el mercado más grande del mundo.
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