Lo asqueroso y lo maravilloso de mear en el mar
Montaje por Aina Carrillo vía Flickr, Maxpixel, Pexels y Pxhere

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verano

Lo asqueroso y lo maravilloso de mear en el mar

Mear en el mar es una cuestión de diplomacia, pues deberás aceptar que, si meas, tendrás que ser meado.
AC
ilustración de Aina Carrillo

No nos engañemos, no es el 21 de junio, no es con el jodido solsticio de verano que empieza el verano. Digamos que el inicio de las estaciones responden a criterios más bien subjetivos, dependiendo de la situación vital de cada persona, teniendo en cuenta factores económicos, laborales y geográficos. Un 21 de junio en la oficina no puede ser el inicio del puto verano, estar delante de un teclado de color negro tecleando mierdas no puede serlo, como tampoco puede serlo si te encuentras en un tanatorio mirando el rostro inerte de tu abuelo. El verano entraña cierta felicidad —cierta idea de que las cosas van a ir bien, cierta esperanza, cierto autoengaño— y ninguna de estas situaciones mencionadas destacan precisamente por su júbilo.

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El verano solo empieza cuando te meas en el mar.

Eso es. Es en ese momento preciso que rompe con todo el esquema de costumbres y responsabilidades sociales que hemos ido respetando a lo largo del año que se abren las puertas del verano. Nos estamos meando en el mar, rodeados de gente, y nos importa una mierda.

El mear en el mar es algo que todos hemos hecho alguna vez pero que, aun así, no todo el mundo es capaz de admitir. Si bien no recibe el mismo rechazo social que mearse en la ducha o robar “saladitos” en el Mercadona, la micción marítima tampoco es algo que la gente vaya comentando en aburridas sobremesas, cosa tremendamente extraña pues el mear en el mar es una auténtica maravilla, es una liberación absoluta.

Por otro lado, no es extraño que la mayoría de la población evite comentar y debatir sobre esos temas poco comunes que hacen la vida de las personas un lugar mucho más agradable en el que estar, incluso algo que valga la pena experimentar; la gente tiende a ignorar todo eso que, mediante la superación de un prejuicio o la espeleología por submundos obscuros y desconocidos, nos puede alzar hacia lo divino. Es por eso que la mayoría de la gente se queda eternamente flotando en una especie de bruma amniótica lamentable y vulgar, en eso que llamamos, básicamente, la deprimente vida de los demás.

La primera vez es difícil, es como si estuvieras cometiendo un crimen atroz, es como un flirteo con el mal, mirarlo cara a cara

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Pero en fin, al tema. Los peces llevan como, no sé, más de 400 millones de años meándose en el mar y nunca ha pasado nada. Van meando y no se miran mal entre ellos, les suda completamente, como también les suda que en tierra firme la vida haya evolucionado hasta crear los retretes, los derechos sociales o la inteligencia artificial. Los grumetes del siglo XV meaban directamente al mar desde la cubierta de los navíos que buscaban nuevos mundos y lo hacían con la tranquilidad que aportaba la aprobación social.

La primera vez es difícil, es como si estuvieras cometiendo un crimen atroz, es como un flirteo con el mal, mirarlo cara a cara. Es un acto en el que te sientes mal por pensar solamente en ti, un instante de empatía cero. Mear es algo supuestamente restringido a un lavabo, pero este cambio de paradigma es, precisamente, una de las grandes cosas que ofrece esta actividad acuática; la idea de romper con estos grilletes sociales mediante la desobediencia civil, algo que nos aportará una inmensurable sensación de libertad.

Cuando meas en el mar entras en un estado de flotabilidad maravilloso —más aún que el que se da por sí en el mar—, como ignorando la gravedad y las consecuencias de la micción. En este estado no existen los problemas.

Por otro lado, mear en la superficie terrestre conlleva ciertas dificultades que en el agua no existen. Bajo el mar la orina nace y desaparece, diluyéndose en la infinitud de los océanos. Parece evidente, pero es mucho mejor mear en el mar que fuera de él. Cada vez que meamos en el baño de la oficina estaremos haciendo algo terriblemente fuera de lugar. En el mar no hace falta limpiarse porque ya te estás limpiando constantemente; en el mar no tienes que preocuparte por esos complicados chorreos en las piernas; ni por limpiarte las manos; ni por tener que tirar la cadena o bajar la tapa, porque todos esos problemas no existen, en el mar.

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Aunque sea falso, te da la sensación de que estás poniendo tu granito de arena en el ciclo de la vida

Mear te reconecta con el reino animal, “Así mean los monos, sin preocuparse de nada, sin MIEDO”, te dices. Cuando meas en el mar estás haciendo algo más que mear en el mar, estás volviendo a tus raíces. De hecho también da la sensación que estés alimentando a los peces con tus desechos, amamantando el océano como una madre a su hijo. "Bebed de mí, pececitos", canturreas mientras alzas los brazos al cielo. Aunque sea falso, te da la sensación de que estás poniendo tu granito de arena en el ciclo de la vida.

Además es como una terapia. Mear en el mar tiene la particularidad de darte la sensación de estar meándote encima de todo, encima de toda la Tierra: en las playas, en los bosques y en las ciudades. Te estás meando en tu curro, en ese tipo que te intentó robar la cartera cuando volvías a casa borracho el sábado pasado y en ese día en el que decidiste posponer tu sueño de dedicarte al mundo de las marionetas.

Sin ir tan lejos, cuando meas en el mar también estás meando mientras miras a los ojos a toda esa gente que está nadando a tu alrededor mientras piensas “os estoy meando a todos, cretinos”. Estás meándote en esa señora que se te ha quejado porque le has tirado un poco de arena encima de la toalla y en esos niños que no paran de gritar y de saltar y de tragarse agua sin querer y por lo tanto de tragarse tus meados sin querer. Es una terapia preciosa. Cuando sales del agua lo haces con todos tus problemas resueltos, algo mucho más sano y legal que comprarte una pistola y visitar el centro comercial con veinte cajas de munición en la mochila.

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Pero no todo es una maravilla. Existen ciertos problemas, claro, como en todo. Está ese miedo a salir del agua y pensar que quizás aún tienes un poco de orina recorriendo tu cuerpo o acumulada en tu bañador, absorbida en el tejido u oculta en un recóndito bolsillo. Líquido que piensas que la gente podrá percibir mientras sales del mar, algo totalmente imposible.

Gracias a Dios, el oleaje evita que se sucedan estas situaciones pese a que no logra que en nuestra mente creamos que estamos nadando en medio de aguas casi fecales que rompen nuestro verano en dos

Además, mear en el mar es una cuestión de diplomacia. Para poder disfrutar de todos estos privilegios también tendrás que aceptar que, si meas, tendrás que ser meado. Deberás aceptar que toda esa gente de tu alrededor tiene también todo el derecho del mundo a mear en el mar, deberás aceptar que estarás nadando en pis ajeno. “¿Es que esa gente no tiene otro sitio en el que ir a mear?”, te quejarás de forma totalmente incongruente.

Piensa en una playa en la que todo Dios está meando. Agua muy caliente, más caliente de lo que es capaz de calentar el gran astro rey por sí solo, un calentamiento químico especial. El panorama es totalmente desolador y grotesco: moscas recorriendo la superficie extrañamente brillante del agua, el azul verdoso del mar reconvertido a un naranja raro, una ciénaga. Pero es el derecho de las personas, si uno mea, todos pueden. Gracias a Dios, el oleaje evita que se sucedan estas situaciones pese a que no logra que en nuestra mente creamos que estamos nadando en medio de aguas casi fecales que rompen nuestro verano en dos.

Solamente está en vuestras manos decidir de qué lado estáis.

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