Por las cuadras aledañas a la Iglesia de la Veracruz, en el centro de Medellín, solo las farmacias están abiertas. Los demás negocios de una zona que suele ser concurrida y ajetreada están cerrados. Es abril de 2020 y no hay oficinistas que caminen con prisa, ni turistas que se acerquen a acariciar las esculturas de Botero frente al Museo de Antioquia. Ya no se escucha el ruido ni de los anuncios de venta de guarapo ni de la música estridente de distintos parlantes. La calle está sola. En algunas esquinas hay mujeres que trabajan y esperan que algún cliente llegue.
Jenny Montoya estaba frente a la Veracruz trabajando cuando escuchó, en marzo, que iba a haber cuarentena obligatoria por el coronavirus. Recuerda que se le vino el mundo encima: “Soy independiente, soy informal, cómo voy a hacer para llevarle el sustento a mis hijos, pensé. Yo tengo que pagar una habitación diaria”. Tiene treinta años, y es trabajadora sexual hace doce. Llegó a Medellín desplazada del Valle del Cauca y dice que, como no terminó el colegio, le queda muy difícil conseguir empleo. Por eso está en la calle durante la cuarentena: “Debo trabajar, soy madre cabeza de hogar. Tengo que mantener a mis dos hijos, de 10 y 8 años”. Salvo sus hijos, su familia sabe cuál es su trabajo.
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En la zona de la Veracruz también estaba Claudia Córdoba el día en que supo que debía quedarse en su casa por las siguientes semanas. “Como no tengo un trabajo estable, vivo de mi cuca”, dice entre risas, y ríe mientras lo dice porque “hay que sacarle algo de ánimo a la vida”. Ha vivido treinta y cinco años, veinte de trabajo sexual. Tiene tres hijos: Alejandro (18), Silvana (13) y Joselyn (8). Del primero no sabe nada, las otras dos viven con ella y sus dos mascotas. Cuando era joven, su mamá la echó de la casa porque “creí en mis amigas y me dejé tocar de los hombres, ya no quería sino hombre. Me tocó prostituirme, porque no terminé el estudio, no había entrada económica; estaba joven y me iba bien”. Ahora le agradece a su mamá por esa forma de reprenderla, porque aunque fue duro no habría sido quien es de otra forma.
La cuarentena ha cambiado el trabajo de todos, incluido, obviamente, el de las trabajadoras sexuales. La medida amenaza su subsistencia, como la de los demás que dependen de lo que ganan cada día para sobrevivir. El colectivo Putamente Poderosas ha ayudado a varias trabajadoras sexuales en Medellín para que puedan quedarse en sus casas y acatar la cuarentena. Este colectivo se enfoca en la visibilización de las problemáticas del trabajo sexual en la ciudad, y en ser un puente de comunicación entre trabajadoras sexuales, la ciudadanía y el Estado para que se reconozcan los derechos de las mujeres que ejercen esta actividad.
Con la ayuda económica que recibió por parte del colectivo, Claudia, luego de algunos días en los que tuvo que seguir en la calle trabajando, pudo permanecer por nueve días encerrada hasta que la plata y la comida se fueron acabando y tuvo que volver a salir. “Se me empezó a agotar la luz, el agua, el cuido de los gatos, se mermó el aceite. Entonces me tiré a enfrentar el virus. ¿Qué más hacía? Peor morir de hambre que del virus”.
Beatriz es de Medellín. Tiene 36 años y es trabajadora sexual hace uno. Cuando acabó el colegio hizo una carrera técnica, que no pudo ejercer porque quedó embarazada apenas se graduó. Ha trabajado en cocina y restaurantes. Antes de ser trabajadora sexual estaba en una empresa de hamburguesas, en la que llevaba cuatro años. Le dio tendinitis y, luego de su incapacidad, la echaron. El trabajo sexual fue la única opción que encontró para sostener a sus hijos: Ximena (14), Juan José (9) y Luciana (6). “Una vez, los niños no tenían que comer. Yo tenía amigos y ellos me empezaron a dar plata y empecé a irme con eso. Yo no me acuesto con todos los hombres, tengo mis amigos, que son muy fijos. Esa vida en la calle es lo más maluco que hay en la vida”.
“Se me empezó a agotar la luz, el agua, el cuido de los gatos, se mermó el aceite. Entonces me tiré a enfrentar el virus. ¿Qué más hacía?”
Desde que se inició en el trabajo sexual dejó de vivir con sus hijos, que no conocen su oficio y se quedaron viviendo con su mamá; por eso prefiere no revelar su apellido ni su rostro. Beatriz solía trabajar por la Plaza Botero antes de la cuarentena, pero, gracias a la ayuda de Putamente Poderosas, no ha vuelto a salir desde que se decretó el aislamiento. “Solo salgo al teléfono a llamar a mi mamá cuando no tengo minutos. Me han pagado la pieza y he tenido mercadito, gracias a Dios. Me siento mucho mejor: me siento limpia, feliz. Mi mamá y mi hija mayor también están felices por mí”.
El trabajo de Putamente Poderosas también ha ayudado a personas como Lorena Gómez a tener un techo bajo el cual pasar la cuarentena. Tiene 22 años y hace doce vive del trabajo sexual. Dice que le gusta ser travesti, lo lleva con orgullo. “Desde chiquito me gustaban los hombres, y le dije a mi mamá que quería ser mujer. Empecé a bajar al centro y me hormonizaba. Puteé en San Diego hasta que mi mamá se murió, cuando yo tenía 15. Ahí cogí la droga y me tiré a la calle”, cuenta.
Los últimos años los había pasado cerca al río, por la Plaza Minorista, la principal plaza de mercado de la ciudad, pero semanas antes de que empezara el aislamiento tuvo que huir de allá. Ha pasado la cuarentena en un inquilinato de Prado Centro, en el centro, con sus amigas María y Chokis. “Ya estamos juiciosas aquí, no me dan ganas de consumir. Mantengo viendo televisor o ayudo a hacer aseo. En la calle uno está sentado por el centro y dice no voy a fumar, y pasa alguien con un billete y se le mete a uno el demonio: amigo, ¿me regala 200? Y de una le dan a uno el billete y pa’ la olla. Uno se fuma la plata y queda azarado de que le van a llegar a uno los policías. Esa es la calle”, cuenta Lorena.
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Desde que el fantasma del coronavirus recorre Medellín, Claudia se ha esforzado por impedir que entre a su casa, en el barrio Llanadas: “Me puse las pilas. Lavé bien todo, mantengo el rancho impecable. Apenas llego me baño y aplico todos los protocolos de seguridad. Dejo la ropa apartada y lista para cuando voy a salir. Ya si el virus viene es porque iba a venir”, dice. Sabe que hay riesgo en cada salida a la calle, pero habla sin temor. Lo ha perdido, y así mismo ha visto que ha pasado con la gente con la que se cruza en el centro. El coronavirus no es peor que lo que pasaría si no consigue plata para seguir viviendo. “Cuando volví a la calle vi que la gente tenía temor, pero ya no. Es como si vino la pandemia, que venga. Hay gente aguantando hambre, se quebraron las empresas y las tabernas: Vamos todos pa’ abajo. Le toca a uno vivir el riesgo”.
“Hay gente aguantando hambre, se quebraron las empresas y las tabernas: Vamos todos pa’ abajo. Le toca a uno vivir el riesgo”.
Durante la cuarentena ha podido pasar más tiempo con sus hijas, además de cumplir las que dice que son sus labores como madre y jefe del hogar: llevar la comida y enseñarles a ellas a prepararla para que sepan hacerse un huevo, un arroz o una sopa y no dependan de ella; estar pendiente de qué necesitan y mostrarles cómo es la vida. Ellas saben que Claudia es trabajadora sexual. “Mi relación con mis hijas es espectacular, es de abrirles los ojos y decirles la realidad de lo que yo vivo, de hacerles saber que los hombres no son malos, sino que hay que saberlos comer y a su debido tiempo. Son muy ricos, pero causan indigestión de nueve meses”. Se ríe con frecuencia.
Antes vivía en un cuarto de un hotel del centro, donde pagaba 30.000 pesos diarios (alrededor de ocho dólares), pero quiso sacar a sus hijas de ahí porque en el centro solo veían “alcohólicos, ladrones, violadores, prostitutas y maricas”. En la casa en la que viven ellas “pueden pensar en el amor, en salir adelante, en que un empleo digno sí les da con qué vivir”. Dice que el barrio es espectacular: vive muy bueno y nadie se mete con ella, ni cuando llega borracha o haciendo ruido. Llegó sin colchón y los primeros días dormía en el piso, pero prefirió pagar algo mensual que a diario, pues esto la obligaba a trabajar muchas horas frente a la Veracruz. Así logró pasar de trabajar de domingo a domingo a solo los fines de semana si le va bien. Todo es por las niñas.
Beatriz vive en un inquilinato en Tejelo, a un par de cuadras de la Plaza Botero, donde suele trabajar. Contando niños, comparte el edificio con cerca de cincuenta personas. Lleva ahí casi un año. Con la que mejor se lleva es con María Isabel, la administradora del lugar, y con doña Dora, una vecina de habitación. Dice que todas las mujeres ahí son trabajadoras sexuales y que varios de los hombres son vendedores informales. Cada cuarto tiene su baño privado y su televisor; la cocina y la lavandería son comunales. Se turnan la limpieza del inquilinato, algo fundamental para María Isabel, que tiene reputación de ser estricta y de echar al que no cumpla las directrices. Beatriz también dice que ahí “habitan muchas personas que tiran alucinógenos”, por lo que le gusta pasar el tiempo en su habitación. Puede hacerlo, resalta, gracias a Putamente Poderosas.
“No vivo con mi mamá porque ella me dio estudio. Por eso ninguno de mi familia me habla, porque dicen que yo soy estudiada y que soy juiciosa. A mí me da estrés, podrían hasta matarme. Esa vida no es para mí. Mi mamá me exige, pero no ve que yo he buscado trabajo por montón. He enviado muchas hojas de vida, pero no ha pasado nada, no sé si es mi edad”, explica. Con su trabajo ha podido mantener a sus hijos, aún si es complicado pagar su colegio privado y todo lo demás. Días atrás tuvo un susto porque parecía que su hija Ximena (14) estaba embarazada, aunque al final no. “Yo no le quiero dar ese ejemplo de estar por ahí, uno no sabe que le puedan pegar alguna enfermedad a uno. Hay muchas envidias y malas amistades por ahí”, afirma Beatriz.
Antes de la cuarentena, Jenny vivía con sus dos hijos en una habitación del Barrio Villanueva, en la que pagaba 25.000 pesos la noche (alrededor de seis dólares). Desde que empezó la cuarentena, debido a que unos días hay trabajo y otros no, se mudó a una habitación más barata. “Es como de 2×2. Tiene una cama matrimonial en la que dormimos los tres, un clóset, un baño y un televisor. Ahí se quedan ellos cuando salgo a trabajar, los cuida una señora que vive en la casa”. Si bien no gana todos los días, siempre sale, más allá de la cuarentena. Pelea constantemente con la Policía: “Ellos son que ¡váyase! y uno que ¡que no!”
Lorena, María y Chokis llevan un mes en el inquilinato al que llegaron a pasar la cuarentena luego de habitar la calle. Lorena enfatiza que es un lugar con reglas, reglas que ellas cumplen, como respetar a la gente y no consumir. Dice que el inquilinato es como una familia, con gente seria. A los administradores los considera amigos. En estos días, solo sale por comida; el resto del tiempo lo pasa hablando y viendo novelas, su gran pasión. Es un gran cambio frente a cómo era un día suyo antes de la cuarentena: “Dormía en la calle y comía de la basura. Me tomaba las pepas y empezaba a robar gente. Era descontrolada”, dice. Cuando sale a la calle, la ve tensa y sola, y con algunos consumiendo. “Uy, no. ¿Uno pararse en una esquina a esperar a que llegue uno que le va a dar 5.000 pa’ una culeada? No, mi amor, prefiero ver televisión y comer feliz”.
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Lo que más quiere Claudia es que sus hijas puedan seguir un camino distinto al suyo; sobre todo, que puedan buscar el amor. No sabe quién es el padre de su hijo mayor: “Fue prácticamente una violación”. Luego sí amó, incluido al padre de una de sus hijas, pero “él se aprovechó de mi amor, jugó con mi cariño”. Por eso, ahora busca que ellas puedan querer, “que le den su nalga al que ellas quieran, no por una necesidad”. Si el amor para Claudia no existió, trabaja para que sus hijas no se vean envueltas en la misma telaraña que ella —la que dice la llevó a preferir el dinero sobre el amor cuando el amor todavía era una opción— y puedan elegir cómo llevar su proyecto de vida, así sea vendiendo dulces. Por eso buscó salir del centro de Medellín, quería que sus hijas pudieran vivir mejor. Quiere que el que esté con su hija mayor le diga doña Claudia, que sea el marido de Silvana y ella su mujer; que las chicas se enamoren y estudien, que no las utilicen.
“Yo vengo de un mundo en el que nadie da puntada sin dedal. El mundo es duro, y más para las mujeres si somos tan culicalientes. Yo vivo agradecida porque sé que nadie le regala nada a nadie. Me empoderé para sacar a mis hijas adelante sin que ningún hombre me las manosee”, afirma.
Le preocupa ver a compañeras de trabajo que “dejan que toquen a sus hijas por una libra de arroz o por el arriendo. Las prostituyen. Son mujeres que se operan y viven de las apariencias, pagan arriendos caros y dejan que los hombres les hagan maldades a sus hijas para que ellos paguen. Están pagando arriendo con las cucas de su hijas, las están prostituyendo. No quiero un viejo chupa caja que les meta ese dedo con esa uña llena de tierra”, termina, mientras ríe. Comenta que esa es una realidad común, otra razón para salir del centro y buscar un lugar más tranquilo en el que sus hijas puedan crecer lo más lejos posible de los peligros de la calle.
Lorena sí que sabe de los peligros de la calle: la ha recorrido a fondo desde los diez años. Recuerda que al principio le decían mariquita y galleta; luego se acostumbró. “Yo fui hormonizada, de pies a cabeza, una marica muy chusca y bonita. ¿Para perder todo por el basuco? Los hombres dicen qué marica tan feo, y voltea uno y al ratico están tras el culo de uno. Hay hombres muy degenerados que lo quieren menospreciar a uno: le doy 1.000 pa’ que me lo chupe, le doy 3.000 y me lo culeo. Esa es la calle”.
Muestra cicatrices mientras cuenta que su cuerpo ha recibido tiros y puñaladas. Su conclusión es sencilla: “La calle es lo peor”. Recuerda cuando pasaba sus días en la orilla del río, por la Plaza Minorista de Mercado; cuando, luego de drogarse, se iba para la Universidad Nacional o para la de Antioquia y empezaba a atracar. Por eso la iban a matar y la tiraron al río. Dijo no más y buscó la ayuda de Putamente Poderosas. “Solo veía el vicio. Me prostituía hasta por 1.000 o 2.000 pesos o por un basuco; vendía mi cuerpo por cualquier cosa. Cuando no tenía plata me empepaba y me iba a atracar”, dice.
Nunca le gustó ir al Bronx, una cuadra lúgubre y escalofriante en el centro de Medellín que funciona como zona de tolerancia, núcleo de expendio y consumo de drogas mientras las personas yacen amontonadas sobre la calle. Iba frecuentemente a comprar y consumir, pero no se quedaba allá. “Se ve mucho el demonio suelto. En cualquier momento le meten su puñalada, lo roban o le rajan la cara. Se ven los muertos al lado y apuñalan por 50 pesos. El Bronx es la casa del demonio, desde que uno entra se siente la presión. Yo llegaba al Bronx con plata y me compraba un Rivotril, una pepa, veinte basucos, media de alcohol, un cuchillo y me iba pal río. Me estallaban las pepas y pobrecito al que cogiera: llegaba a la mansalva, a robar y apuñalar. Yo decía que era la hija de Lucifer”.
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Para Claudia, el trabajo sexual ya venía siendo cada vez más difícil incluso antes de la cuarentena. Ha vivido un ciclo largo. Llegó joven, y admite que le gustó lo que llama la plata fácil. “Desde que usted esté joven, gana plata. Ya después de un tiempo de que se la hayan comido todos los hombres, ya no hay nada pa’ uno. Hay una clientela, yo sobrevivo con mis amigos, con mis clientes. Si mis clientes no van, yo ya no soy tan de buenas para los forasteros, como lo son las niñas o los niños más jóvenes”, explica. Sabe que pasar el día en el centro implica firmeza: “Hay que pararse duro por acá. Una vez casi me matan y me tocó meterle otro a la pelada y la mandé de cierre. Hay que aprender a pararse con un arma, la vida es dura”.
“Si esto sigue así voy a cerrar Banca Cuca. Así no hay quién facture”.
Su pronóstico es claro: si la pandemia y la cuarentena continúan, tendrá que buscar otra ocupación. “Si esto sigue así voy a cerrar Banca Cuca. Así no hay quién facture. Pondría un puesto con las niñas para vender sanduchitos, cigarrillos, minutos, lo que sea. Si no facturo con la cola, facturo con los confiticos. No se puede embolatar la comida”, dice.
Hace este pronóstico porque, explica, los hombres están cada vez más abusivos, aprovechando la poca gente que hay en la calle durante la cuarentena. “Están sacando sus uñas, se están aprovechando del hambre y la necesidad. Quieren dizque por 8.000 [dos dólares] y sin usar protección. Eso me lo consigo con los dulces que consigo en la tienda”, afirma. Las dificultades propias que su edad implica para su trabajo se suman a que, según ella, los hombres “ya no quieren cuca colombiana desde que llegaron las venecas”. Las señala como su principal competencia, porque hacen ratos por 6.000 u 8.000 pesos (1.50 – dos dólares); porque por 20.000 pesos (alrededor de cinco dólares) no exigen el uso del condón.
Si bien en las calles del centro se ve mucha menos gente, y también considerablemente menos clientes, en los últimos días más personas han ido saliendo. Para Jenny, es porque no se aguantan más el encierro. Ella también habla de abusos: “Piden que uno preste los servicios más baratos o llegan con exigencias de no usar preservativo, pero primero va mi salud. En la calle es muy complicado, se expone uno a muchísimas cosas. No se sabe quién viene a donde uno, si viene con buenas o malas intenciones. Han asesinado a varias compañeras”.
En general, la precaución que han tomado las trabajadoras sexuales que han salido durante la cuarentena se ha limitado al uso del tapabocas mientras esperan a un nuevo cliente. Como cuenta Jenny, la cuarentena ha traído clientes que exigen aún menos medidas de seguridad y protección: están aún más expuestas que antes. La mejor precaución puede ser no salir a trabajar y, como Claudia, limpiar bien la casa, pero es una posibilidad a la que no todas tienen acceso.
“[Los clientes] piden que uno preste los servicios más baratos o llegan con exigencias de no usar preservativo”.
Los clientes más frecuentes de Jenny no han vuelto a buscarla, por lo que ha visto obligada a rebajar su tarifa y acceder a pagos de 8.000 pesos para poder cubrir su alimentación y techo. Ya tiene dos comparendos por incumplir la cuarentena, y tuvo que pasar dos días en la estación de Policía de Barrio Triste, en el centro de Medellín. Aunque ha recibido ayuda de Putamente Poderosas, no es suficiente para todos sus gastos. Por eso, cuando pase la emergencia del coronavirus y pueda hacerlo, quiere volver a su tierra en el Valle del Cauca. Pronostica que los siguientes meses van a ser tiempos de caos y conflicto, pues muchas mujeres van a salir a trabajar y competir. “Hay unas que cobran más económico, cumplen con todas las exigencias del cliente, entonces ahí uno entra en discordia y pelea”.
Claudia y Jenny sí seguirían con el trabajo sexual si tuviera garantías y regulación. Y ese es el problema, precisamente, que señala Jenny: el Gobierno y los gobernantes no consideran a las trabajadoras sexuales. “Cuando empezó la cuarentena nos dejaron ahí: defiéndanse como puedan. Fue como cuando una mamá abandona a un niño. No nos tuvieron en cuenta para nada”, denuncia, y aclara que la única ayuda que ha recibido es gracias a Putamente Poderosas.
La Corte Constitucional ha fallado a favor del trabajo sexual, pero no es suficiente si ese fallo no es acompañado de acciones al respecto de instituciones que van desde el Congreso hasta el Ministerio de Trabajo. Si hubiera garantías, dice Claudia, entonces sí seguiría ganándose la vida como lo ha hecho los últimos veinte años: “Eso fue lo que aprendí: a trabajar y facturar con el culo. Pero es que les voy a ser lo más sincera posible: por allá ya no me come ni la pandemia. Si yo supiera que sí, seguiría con mi culo, que me está facturando”.
Beatriz quería dejar el trabajo sexual desde antes de la cuarentena. “No quiero volver a trabajar ahí en la Plaza Botero. Quiero salirme. Yo soy estudiada, por eso por ahí me tienen envidias, es muy maluco”. También considera que le está dando mal ejemplo a su hija con su ausencia, después del susto del embarazo: “Casi me mete las patas”. “Luego de estar encerrada acá, no quisiera volver a salir por ahí. No quisiera trabajar más allá, estoy feliz así”, explica.
Lorena, por su parte, está esperando a que reanuden los buses que salen de Medellín porque quiere irse de la ciudad y llegar a Supía, Caldas. Allá vive su hermana. También fue trabajadora sexual y luego se casó con un minero, que a principios de este año murió en un accidente de moto. Han estado hablando seguido y ella le dice que vaya a Supía para que estén juntas. “Mi hermanita me apoya mucho y la quiero mucho. La otra familia no, pero ella sí. Quiero irme pa Supía”.
Las palomas de la Plaza Botero revolotean mientras suenan las campanas de la Iglesia de la Veracruz. Si algunas trabajadoras sexuales han podido quedarse en sus casas, otras siguen y seguirán en este y otros lugares de Medellín, esperando a que alguien les pague. No importan ni la cuarentena ni el coronavirus. Tienen que salir a trabajar, luchar contra el hambre en la calle ruda. No es una elección, porque no hay alternativa: hay que sobrevivir.
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