Música

Perdí mi virginidad psicotrópica en el Boiler Room

A las 11:30 p.m. me comí el sombrero de Heisenberg.

Merino terminaba su set mientras yo seguía molesta por haber llegado tarde al primer Boiler Room organizado en Bogotá. Estaba histérica. Después de mucho tiempo de evitar el maldito Transmilenio, llegué al venue del evento con seis personas prendidas que hacían bulla y hablaban de temas impertinentes en un F19 que iba repleto. Lloré un poquito por lo ridículo de la situación. Esperaba este día con ansias y tenía un poco de miedo porque sabía que no iba a tener nada bajo control: no conocía el sitio, no sabía con quién iba a estar durante toda la noche, no sabía nada. Solo que quería llegar temprano y disfrutar toda la noche.

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Lo primero no pasó.

Me comí el sombrero de Heisenberg y me lo pasé con Coca-Cola. Luego esperé a que algo pasara. Di vueltas por el lugar, desde el Stage A, en donde embobada miraba como Mathew Jonson conectaba sus ocho máquinas, al Stage B en el que ebullía el folclor.

Entonces quise bailar, y eso fue lo que hice. Me monté al escenario a moverme tímidamente. Siempre me he considerado una persona de movimientos torpes pero en ese momento no me importó para nada. DJ Fresh tocaba un set que me hacía querer ser mayor solo para haber vivido en la época de auge de la música que ponía. Bailé como si me hubieran sacado de un video de Wu-Tang Clan. Quienes me conocían y sabían de mi plan me preguntaban que cómo estaba. Yo estaba bien. Perfecta, de hecho. Estaba entre la multitud, ante una cámara que transmitía mis pasos en tiempo real ante miles de personas. Y ahí estaba yo, bailando con desconocidos, mi cuerpo rozándose con la gente sudorosa, coqueteándole a un par de individuos que eran de todo mi gusto (y a quienes, de hecho, me encontré en otros escenarios pero nunca me interesó hablarles). Por unas horas me olvidé de mi ansiedad, de mi fobia a que me toque gente que no conozco, a que me vea gente que ni idea quién sea.

Cuando te comes un comprimido de éxtasis estás afectando el funcionamiento de tres neurotransmisores: serotonina, dopamina y noradrenalina. La serotonina es la hormona encargada de mantener nuestro estado de ánimo, nuestros niveles de sueño, el deseo y comportamiento sexual, genera empatía, entre otras funciones.

La dopamina regula el sueño, la atención y la actividad motora. También se encarga de regular los impulsos de recompensa agradable e influye en el comportamiento y cognición. Por último está la noradrenalina o norepinefrina, que es el nombre que recibe cuando es sintética, y es la encargada de aumentar el ritmo cardíaco que resulta en una mayor liberación de glucosa, lo que te da más energía, y mejora la oxigenación en el cerebro, pero a la vez eleva la temperatura de tu cuerpo generando sudoración excesiva, que puede resultar en deshidratación.

Sumen todo lo anterior en media pastillita que me comí. Hizo efecto, y por eso estaba feliz y quería moverme. Quería bailar hasta que los pies no me dieran más, amanecer en esa fábrica y que me sacaran a la fuerza. Quería ganarme el premio a la que mejor pasó. Quería bailar sola y acompañada. Esa noche no me importó la gente sudada, los desconocidos poco higiénicos, la bronca que le tengo a la gente. Julio Victoria hacía su magia y yo bailaba en medio de un grupo de desconocidos con los que estaba un amigo a quien me encontré. Tenía los sentidos despiertos, me debatía entre dejar los ojos abiertos o cerrados porque lo veía todo, pero a ratos era demasiado. Dentro de mi cerebro se gestaba otra batalla, no quería que me tocaran, pero a la vez sentía muchas ganas de que me abrazaran. Hasta que me dio por irme al otro stage.

Frente Cumbiero se tomaba el Stage B y a ese man sí que tenía ganas de verlo. Llegué al escenario y me encontré con el resto del equipo de música de VICE. Éramos cinco y nos mandaron a bailar ante las cámaras. La adrenalina quiso actuar e impedirme hacer el oso, pero la norepinefrina le dijo “No, un momento, déjala que la va a pasar bueno”. Y sí. ¡Qué bailoteo tan tremendo! Mis movimientos siguieron siendo torpes pero la verdad es que no me importaba. Tenía ganas de sacar mi pollera colorada y bailar con la cumbia new age de Mario Galeano. En mi búsqueda por empatía conversé con mis compañeros de trabajo, los abrazaba, y les bailaba pegadito. Salí de ese escenario sintiendo genuino cariño por la gente con la que trabajo. Fue obra del amor químico, de los neurotransmisores que me recompensaban por sentirme tan bien por bailar con esta gente.

Una blurred Vanessa mostrando piel en cámara.

Me preguntaba cómo estaba y yo les decía que “feliz”. A ratos me perdía, me daban ganas de irme al otro escenario porque el evento me ofrecía muchas opciones de bailoteo. En el camino me encontraba con gente y la abrazaba. Abrazaba fuerte y le preguntaba sobre su vida, sobre cómo la estaba pasando, le decía que teníamos que vernos otro día y tomarnos una pola. A algunos les robaba picos. Luego abrazaba una vez más y me iba.

Mi amigo me decía que el éxtasis le estaba robando un poquito de felicidad a mi día siguiente. Que esa euforia iba a subir de a poquitos pero que no esperara que se quede por siempre. ¿Ah sí? pues entonces la iba a aprovechar. Mathew Jonson mostraba su destreza y yo me enloquecía, cada que tocaba una de sus máquinas yo sentía que me explotaba. Nunca me uní a los gritos de batalla de los otros ravers enloquecidos porque gritar es cero lo mío, pero mis brazos se alzaban junto a los de cientos de almas que se reunieron en esa fábrica fuera de funcionamiento.

Para este punto mi energía ya estaba bajando. Hice un par de pausas para comprar agua porque tenía los ojos y la boca seca. y ya no sudaba. Bailaba con menos ímpetu pero igual ahí seguía. Quise ir por mi chaqueta, en caso que me entraran ganas de irme, y me encaminé al Stage B en donde Dani Boom se tiraba un set que me volvió a dar un boost de energía. Tuve que salir corriendo a traer a mi amigo porque tenía que compartir con alguien el frenesí que ese hombre y Kike Egurrola estaban generando sobre la tarima. Con mi atención interrumpida olvidé que iba por mi chaqueta, bailé un rato frente al escenario y creo que luego volví al A.

Para cuando recordé lo de mi chaqueta, el B ya se había cerrado. Mientras Deadbeat cerraba su live, o Magdalena comenzaba el suyo, corrí al camerino a buscar mi prenda. Me entró un ataque de ansiedad, creo que los niveles de serotonina ya estaban bajando y mi personalidad obsesiva estaba volviendo a pilotearme. Pero la historia no termina aquí.

A las 3:30a.m. me comí el escudo de Superman.

O bueno, la mitad. Me lo ofreció una persona que respeto mucho, y seguramente por el efecto de la norepinefrina mi capacidad de evaluar los riesgos abandonó mi cuerpo. También, la dopamina jugaba con mi reacción ante mis impulsos de recompensa. Entonces mordí medio comprimido azul, lo pasé con un sorbo de cerveza, recogí mi chaqueta y me fui sola a dar vueltas por el Centro Creativo Textura. Bailé un poco más y luego me encontré con mi amigo, a quien le conté sobre lo último que ingerí y me regañó por irresponsable.

De a poco, volví a sentirme más y más feliz. Esta vez el aumento de energía fue más suave. Pero no pude disfrutarlo. En ese momento en el que detonó la alegría, se apagó la música porque el primer Boiler Room en Colombia ya había llegado a su final. Me encontré entonces ahí, parada sola en la mitad de ese espacio enorme sin saber qué hacer con esa bomba energética que tenía dentro de mi cuerpo. Sentí miedo de explotarme, quería a la gente, a la multitud. Los necesitaba para sentirme una más entre ese mar de cuerpos felices. Comencé a temblar y lo único que se me ocurrió fue pedirle a mi amigo que me abrazara.

Hormonalmente, no tengo idea de qué me pasó en ese instante. Mi teoría es que me comí muy tarde a Superman. Mi amigo me decía que me tranquilizara, que iba a estar bien. Que lo que me pasaba es que el ambiente no estaba de acorde con mi estado mental, que me acababa de comer algo cuando a todos los demás ya se les había pasado el efecto. Él y su parche querían seguir la fiesta en otro club. Yo no quería estar sola, no quería estar quieta. Temblaba, les juro que creía que me iba a explotar. Y también hablaba hasta por los codos. Cada pensamiento que pasaba por mi mente salía por mi boca.

Nos montamos a un carro y llegamos a Baum. Hicimos la fila y no quise entrar. Sentí un momento de rechazo por todo ese ambiente, no quería seguir haciendo lo mismo, pero cuando decidí que me iba, volvió el pánico. Definitivamente no quería estar sola, menos en ese estado de pérdida completa de control en el que no tenía idea de lo que podría pasarme. Mi amigo es muy certero, me habla sin filtros. Yo creo que él ya lee mis gestos. Me dijo que rompiera esa ilusión de control que manejo y que me dejara llevar. Ya estaba ahí, ya estaba drogada. Entré y me perdí entre la multitud y volvieron las ganas de bailar. Y eso hice. También coqueteé con un par de extraños y mi estado de ánimo mejoró.

Eso hasta que llegó la hora de irnos. Mi amigo me acercó a mi casa, y al momento de salir del club, cuando me vi en la calle, ya no rodeada de cientos de personas sino solo con dos o tres, me volvió la paranoia. Al momento de irme a casa me enfrenté ante mis miedos, ante las decisiones que tomé esa noche.

Me drogué porque quería. Nunca lo había hecho y el Boiler Room me pareció el escenario adecuado para hacerlo por primera vez. Siempre he leído mucho sobre los efectos de las sustancias psicoactivas en el cuerpo humano y me sentía lista para hacerlo. Y creo que sí lo estuve. Incluso, me esperaba una reacción distinta, esperaba alguna distorsión en mis sentidos, o entrar en algún tipo de trance. Estaba preparada hasta para tener alucinaciones. Nada de eso pasó. Solo estuve tremendamente feliz y con muchas ganas de bailar, ahora también temblaba y eso me daba miedo.

12 horas después de Superman mis ojos todavía parecían los de un gato al asecho.

Llegué a mi casa ya en la mañana. Me tomé un vaso de leche, pues leí que tiene efecto ansiolítico, y me acosté a dormir. Solo que no dormía. Estuve acostada con los ojos cerrados repasando los sets de DJ Fresh y Mathew Jonson en mi mente hasta pasado el medio día, pero nunca dormí. A las dos de la tarde mis pupilas seguían dilatadas y me sentía alerta. Casi hasta las cinco de la tarde del sábado pude conciliar el sueño.

Entonces llegó el domingo, día de socialización. Pero a mi me fue imposible. Me sentía miserable. Los receptores de serotonina ya estaban agotando sus reservas y el bajón del éxtasis estaba haciendo de las suyas. Sentí tristeza, miedo, fobia social. Estaba irritada y quería llorar. No quería hablar con nadie. Compré libros y seguía igual de achantada. No fue para nada bonito. Estaba tan triste que lloré viendo Miss Universo.

Y bueno. Lo hice. Me comí mi primera pepa y tuve mi primer bajón. Lo hice porque quise, nadie me presionó para hacerlo. Lo hice después de haber leído mucho sobre el tema y de haberme asesorado frente a las diferentes opciones que tenía. Lo hice rodeada de personas en las que confío, que estuvieron pendientes de mí a todo momento. Y sí. Pasé increíble.

Sobra decir que cada cuerpo funciona diferente, y que mi primera vez seguramente fue distinta a la tuya. Mi viaje fue suave, mi teoría es que informarme tanto me ayudo a polotearme, pero aunque pasé una de las mejores noches de mi vida con la ayuda de esas pastillitas, el día después fue suficiente para no querer hacerlo de nuevo.

O bueno, quizá alguien me logre convencer…

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Trate de convencer a Vanessa por aquí.