Personajes de la ciudad: Manuel, el hombre ajolote

Fotos por Teresa Vaquero.

Manuel bebió sangre de ajolote. No esperaba convertirse en superhéroe ni anhelaba la capacidad de regeneración que tiene este ser, sólo quería ver todo lo que hay bajo el agua, como lo hace el anfibio. Así que él, su hermano Basilio, sus amigos Chinocoquis, Mario y otros dos entraron al laboratorio donde trabajaban, tomaron los tubos de ensayo que contenían pequeñas muestras del líquido rojo y lo bebieron. Pasaron los días y los muchachos comenzaron a mostrar algunas reacciones que atribuyeron a la sangre del ajolote. Basilio sufría migraña; uno de sus compañeros desarrolló un tumor en la cabeza y Manuel comenzó a sentir la piel reseca.

Ahora, Manuel Rodríguez Rojas está seguro que este ser, parte de la mitología náhuatl y que se encuentra en las aguas de los canales de Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, le ha dado la capacidad de regenerar los tejidos de su cuerpo y de su vida.

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“Sentía secas las manos secas, secas. Siempre tenía que mojarme”, cuenta el hombre mientras estira los brazos al frente para mostrar las manos morenas, un tanto ásperas y con una película muy delgada de piel deshidratada y cuarteada, que asemeja a la forma de las escamas. Parece que relata un cuento pues su voz sube y baja de volumen dependiendo de la emoción que quiera expresar. En este momento es de fascinación.

“Pero me cortaba en el agua, porque luego andamos nadando, y en menos de 25 o 15 minutos ya se me había secado. Haz de cuenta, se me pegaba la piel y ya no me sangraba. Hasta hoy, te digo, me corto y al rato ya, estoy tranquilo”.

Era 1994 y Manuel y otros pescadores del lago habían sido contratados por la doctora Virginia Graue Wiechers, quien entonces dirigía el recién inaugurado el Centro de Investigaciones Biológicas y Acuícolas de Cuemanco (CIBAC) de la UAM Xochimilco, dedicado a la conservación del ajolote, para hacer muestreo de pesca y capturar algunos especímenes que iban a ser estudiados por los biólogos.

Hoy, 23 años después, Manuel dirige al grupo de pescadores que participan en el Parque Ecoturistico Chinampero Michmani, da conferencias para crear conciencia sobre el cuidado de los ajolotes y tiene su propio laboratorio. Ahí los reproduce para luego liberarlos en los canales de Xochimilco, con el fin de preservar a esta especie en peligro de extinción.

Manuel es nativo de Xochimilco, proviene de una familia que lleva ocho generaciones viviendo y alimentándose de lo que da aquella zona lacustre de la ciudad. Desde niño conoció a los ajolotes, incluso, como buen descendiente de xochimilcas, los cazaba para comer. Su sabor, dice, es parecido a las ancas de rana y su carne es blanca.

Pero el crecimiento de la mancha urbana, los asentamientos irregulares alrededor del lago, la contaminación de los canales con las aguas residuales de la Ciudad de México, el saqueo para venderlo en el mercado negro y, sobre todo, la introducción en los años 80 de la tilapia africana y carpa asiática para hacer de la pesca una actividad económica, sin tomar en cuenta que esos peces son dos grandes depredadores, provocaron la disminución de la población de ajolotes.

“Era un animal que decías: no vale, es como cualquier pez, cualquier cosa. Se vendía en el mercado negro y todo eso. Ahorita ya la gente tomó conciencia de que estamos cuidando del ajolote y que realmente no estamos lucrando con él. La voz de Manuel baja de volumen. Es de resignación. “Ya se acabó. ¿Por qué? Porque le diste proceso, proceso, proceso hasta que terminaste con él”.

Manuel creció y comenzó a trabajar. No sabía leer ni escribir, pero a su alrededor había agua y aprendió a pescar. La carpa, por muchos años lo ayudó a sobrevivir. Pero no era suficiente. Su ganancia por día, cuando le iba bien, era de 35 pesos.

Cuando se fundó el CIBAC en la zona de Cuemanco, Manuel y otros pescadores fueron invitados por la doctora Virginia Graue a trabajar con ella. Jamás los había visto, pero eran gente de la zona y sabían pescar. La bióloga les ofreció 30 pesos diarios por cavar algunos agujeros que se convertirían en estanques para depositar peces y otros animales del canal que serían estudiados. Entonces, sin saberlo, Manuel comenzó a aprender sobre la anatomía del ajolote.

Para Manuel no era un mal empleo, ya que les pagaban hasta 50 pesos diarios por hacer muestreo de pesca. Pero abandonó el CIBAC poco después de tomar la sangre del ajolote. Lo que ya no le gustó, cuenta, fue que la doctora Graue llevó a varios químicos para examinar su sangre y la de los otros pescadores, además de observar cuál era la reacción de su organismo luego de haber ingerido aquel líquido. Primero les extrajeron una muestra de los dedos índice y medio de la mano izquierda, luego siguieron con los otros dedos y ya después querían hacer lo mismo con los de la otra mano.

“¡No ma! Nos picaban y nos picaban. Se hicieron unos cubículos, como cuartitos, con cama y todo, y ahí hacía que nos quedáramos. Entonces dijimos: No, chingue a su madre, ya vámonos. Nos aventamos al agua y ya no regresamos. Aunque la doctora nos decía que nos aguantáramos le dijimos que la neta ya no queríamos trabajar con ella. Después pasó el tiempo, nos buscó y nos ofreció 150 pesos por trabajar otra vez ahí, pero ya no quisimos”.

Manuel volvió a pescar carpa. Un par de años después se fue a vivir con su novia y luego nació su primera hija. Por más que estiraba los 35 pesos que ganaba al día, no le alcanzaba. Cuando no se vendía el pescado en las casas donde lo ofrecía o en el mercado, lo intercambiaba con algunos locatarios por queso o por calzones para su hija, si le hacían falta. El asunto era sobrevivir de alguna manera.

Así pasaron varios años hasta que una vez otro pescador le regaló tres huevecillos de ajolote. Manuel no sabía qué hacer con ellos. No le interesaban. Sobrellevar la vida en los canales de Xochimilco ya era suficiente como para preocuparse por esos animales. Pero algo hizo que los conservara. Así que los metió a una pecera pequeña y se olvido del asunto por unos días. Una tarde se acercó a ver los huevos y observó que en la placenta había ojos y algo que parecía un lomo. “Ah, chinga, ¿y esto qué?”, se preguntó sorprendido. Comenzó entonces a observar lo que sucedía en la pecera día tras día, hasta que las crías salieron de la membrana transparente.

“Un día veo que los dos más chiquitos nadaban así”. Manuel inclina su cuerpo hacia un lado, pega el brazo derecho a su costado, a la altura del pecho y comienza a agitar la mano. “¿Qué les pasó? El más grande se los comió. Les comió de un lado branquias y del otro lado patas y cola. No sabía qué hacer. Pobrecitos, se van a morir, pensé”.

Así que el pescador sacó una libreta que había pertenecido a la doctora Virgina Graue. Ella había fallecido unos años atrás y en un afán de proteger el trabajo que realizó, algunos pescadores recuperaron sus escrito y unos videos. Para entonces Manuel ya estaba en la escuela nocturna, pues quería enseñarle a su hija, que también cursaba la primaria, lo que decían los libros.

Comenzó a leer los apuntes de la bióloga y recordó que ella les había platicado que los ajolotes podían regenerarse. Manuel colocó a los anfibios mutilados en dos esferas y los alimentó con artemia. Luego de tres semanas vio que comenzaban a crecerles las patas y las branquias de nuevo. El hombre no podía creer lo que veía. Comenzó a leer de nuevo. Quería saber por qué se regeneraban. Un par de años después alguien le llevó una hembra, la cruzó con uno de sus ajolotes y nacieron 250 crías. El pescador estaba sorprendido. Pero no podía conservar a todos los animales, así que se deshizo de ellos, los echo a uno de los canales y no volvió a reproducir ajolotes.

Hace siete años, mientras trabajaba barbechando una chinampa, Manuel pensó en su situación económica. En el agua siempre andaba descalzo, comía dos o tres veces por semana si bien le iba y tenía una casa hecha de lámina y de madera. El pescador decidió utilizar el conocimiento que había adquirido sobre el ajolote para reproducirlo y salir de pobre. El valor de cada animal oscila entre los 2 mil 500 y 3 mil pesos. Si él reproducía a sus ajolotes y obtenía unas cinco mil crías que pudiera vender en dos mil pesos cada una, en poco tiempo se volvería rico. Pero un día caminado por las chinampas encontró una pieza prehispánica.

“Yo siempre hablaba de Ehécatl, pero no sabia ni lo qué era. El día que hicimos allá un Tlaloc, un dios grande, yo decía: Yo adoro a Tlaloc y vamos a seguirle. Cuando encontré la pieza, como que algo en mí cambió. Como que pegó una energía dentro de mí y cambió mi vida. Ya no me entraron las pinches ganas de lucrar, sino que, haz de cuenta, fue un tema de preservar”.

En una pecera donde tiene algunos ajolotes de unos 15 centímetros de largo, negros, con la piel que parece brillar porque está húmeda, hay dos esculturas en roca que se confunden con adornos de un acuario, pero son piezas que tienen más de 600 años de antigüedad. En una se aprecia la figura de un hombre que carga a una mujer que se ha desvanecido. Es la representación de Popocatepetl e Iztaccihuatl. La otra es un rostro al que le faltan los ojos de turquesa u otra piedra preciosa. A cambio tiene las cuencas erosionadas y parece llevar una máscara con un pico en la boca. Manuel la saca de la caja de cristal con cuidado y muestra con solemnidad la representación del dios del viento de los mexicas.

“Este es Ehécatl, es mi protector”, me dice.

El hombre deja la escultura y mira a los casi 150 ejemplares de ajolote de diferentes tamaños que tiene en varias peceras. “Aiga dinero, no aiga dinero, tengamos de comer o no tengamos, perdón por la palabra, a nosotros nos vale madre, pero ellos, los ajolotes, tienen qué comer”. Cuenta que no puedo salir de viaje ni a cotorrear. “Un día salí y cuando regresé había 70 ajolotes muertos porque no delegué responsabilidades. El agua si se apesta se empieza a pudrir, la tubería se apesta, a ellos se les tapan las branquias, se ponen blancos y se mueren. Hay que mantener su alimentación, su esquema de agua, el pH, el anticloro… todo eso. Hay qué checar qué calidad tiene”.

Luego de tomar la decisión de preservar al ajolote, Manuel convocó a sus vecinos y a otros pescadores para crear una agrupación y así aprovechar sus ventajas y obtener ganancias en lugar de competir entre sí. Entonces pidieron a la delegación un terreno adelante del embarcadero de Cuemanco, que era prácticamente un basurero. Ahí, en ese pedazo de tierra que les dieron en comodato, crearon Michmani, una cooperativa con vocación ecoturística donde, además de reproducir al ajolote, ofrecen paseos por los canales de Xochimilco, comida en un pequeño restaurante y temazcal, entre otras actividades.

“Xochimilco ha caído en un nivel muy bajo, donde no hay muchísima agua, donde hay pocas especies endémicas. Yo aprendí de mi padre y mi madre, que en paz descanse, que en la vida alguien se tiene que hacer cargo de esto”.

Manuel se para a pocos metros de la orilla del canal y comienza a hablar con una voz mesurada, llena de humildad. “Un día estaba aquí y le dije a la naturaleza: Me comprometo contigo a regresarte diez mil ajolotes en diez años. Fue una promesa hacia la naturaleza, hacia uno mismo”.

“¿Y cuántos has devuelto en estos siete años?”, le pregunto para saber si lleva las cuentas.

“Eso ya no importa”, dice. Vuelve a cambiar el tono de su voz; ahora es de agradecimiento. “Afortunadamente con este tipo de animalitos mi vida ha cambiado”.

Gracias a ese proyecto Manuel ha podido darle el sustento a sus hijos, su familia ya tienen qué comer diario y tienen una casa digna. Cursó la secundaria abierta y a sus 46 años ingresará a la preparatoria porque después quiere graduarse como biólogo. Su hija mayor pronto terminará la licenciatura en enfermería en la UAM-Xochimilco. Él mismo, que por un tiempo fue alcohólico y drogadicto, y que creyó que genéticamente se lo había heredado a su hija cuando ésta transitó por la etapa rebelde de todo adolescente, dejó atrás ese capítulo.

“Yo pasé por algo importante del ajolote. Dije: si el ajolote se regenera, ¿por qué mi hija o yo no nos vamos a regenerar?”

Cuando Manuel considera que los ajolotes están listos para ser incorporados a los canales de Xochimilco, organiza un evento al que invita a niños de diferentes escuelas. Primero les dan una plática donde les explican qué es un ajolote y por qué es importante protegerlo. Después, con un grupo de danzantes y actores, escenifican la historia del dios náhuatl Xolotl, quien se transformó en este anfibio para escapar de la muerte. Ahí Manuel, con el torso desnudo y una máscara de dragón adornada con plumas, se convierte en Quetzalcóatl, que en esta obra de teatro regresa para ver qué ha sucedido con su pueblo tras años de abandono. Luego, con la careta de una calavera de largos cabellos y plumaje, el pescador personifica al Señor del Inframundo y roba los huesos de Quetzalcóatl para formar al ser humano. Finalmente encarna a Xolotl y huye sin éxito de los verdugos que lo sacrifican para poner en movimiento al quinto sol.

Al final de la representación subimos a unas trajineras para dejar a los ajolotes en su hábitat natural. Después de un rato navegando por el canal, Manuel pide a la gente no revelar la ubicación donde quedarán libres los animales. En este punto pienso que no debe preocuparse; ninguno de los que estamos sobre las trajineras sabríamos llegar al lugar. También solicita no decir cuántos animales serán liberados pues si los saqueadores se enteran pueden ir a pescarlos para venderlos en el mercado negro.

Cuando lo veo arrodillado en el borde del navío de madera soltando a uno de los ajolotes que él crió, recuerdo una historia que me contó antes de embarcarnos.

Una mañana él, uno de sus amigos y un chamán estaban a la orilla del canal esperando el amanecer. Habían marcado una líneas con cal para recibir el primer rayo del sol. En cuanto la luz tocó la raya blanca, vieron en el cielo un águila que descendió hasta pasar veloz a un lado de ellos. Tuvieron que hacerse a un lado para que no los golpeara. Pero no se espantaron porque resultó que el ave era el nahual del amigo, el animal que, según la creencia de los antiguos mexicanos, lo conecta con lo sagrado. Enseguida Manuel se agachó, sus rodillas iban hacia el piso cuando vio una sombra proyectada en el pasto. Parecía de un dragón, aunque no logró ver el cuello. No podía precisar de qué era porque todo sucedió en segundos. Estaba sorprendido. Entonces volteo a ver al chaman.

“¿Viste eso?”, dijo el anciano.

Manuel movió la cabeza de arriba a abajo afirmando.

“Es tu nahual. Ya te lo había dicho. Es el ajolote”.

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