Dieta cantinera en Mérida

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Dieta cantinera en Mérida

No puedes ir Mérida sin visitar sus cantinas; y no sólo porque hay muchas y son muy buenas, sino porque sirven las mejores botanas.

Pisar la capital yucateca y no asomar la cabeza a sus cantinas sería una pendejada. Y no para emborracharse, sino para darse una comilona con el mosaico de botanas y platillos que ofrecen desde la más humilde hasta la más próspera.

En T'Hó ―como llamaban los antiguos mayas a Mérida― el calor es el mismo en invierno y en verano, de hecho la Navidad se festeja en sandalias, bermudas y aire acondicionado. La sed se quita más rápido con una cerveza que con un vaso de agua, o al menos se olvida, por eso las cantinas son tantas ―me hablaron de más de ciento cincuenta en el Centro Histórico―.

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La cantina es una institución que nació junto con la botana, "son inseparables", me dirá más tarde Paty, fundadora de lo que actualmente es La Negrita, cuando por nuestra mesa corra botana, mezcal y cerveza, como carne y sangre por las tuberías de la morgue.

La cantidad de cantinas es tal que durante más de un par de meses uno puede recorrerlas alimentándose de una botana distinta cada día. Para conocer este régimen alimenticio visité diez. Algunas por accidente, otras por morbo, las menos por recomendación, pero en cada una comprobé que es posible beber cerveza, comer variado hasta quedar satisfecho y seguir bebiendo como si estuvieras en la nostálgica cocina de tu abuela a la hora de la comida: sin televisión.

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El Estado Seco

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Botana del Estado Seco. Foto del autor.

El Estado Seco se reorganizó hace un par de décadas, pero es el segundo más antiguo de Mérida; desde 1938 reza una inscripción. Su nombre le viene de cuando en esta área ni caballos ni personas querían permanecer por falta de agua. No hay que ir para allá, no hay agua, es el estado seco ―decía la gente.

"Históricamente aquí han existido dos tipos de clientela: policías y estudiantes universitarios", me comparte Jackie mientras exprime un trapo. Ella es la cantinera, es decir: cocinera y al mismo tiempo mesera. "Si me dicen tía, ya sé que son lo de las universidades ricachonas del norte; doña, ya sé que son los de las universidades de por aquí del centro; y jefa, no hay otros más que los policías. Tantos policías vienen acá que dicen que es la cantina de los policías".

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La bebida de la casa se llama, lince. Es como una michelada gigante en una botella de dos litros. "Un día pregunté a los clientes ebrios del momento que cómo debía llamarle a la bebida. De dos mesas, la de los policías y los estudiantes, contestaron al mismo tiempo: lince", , me cuenta Jackie. "Y es que el lince es la mascota en deporte de la UVM y de la policía. Así se quedó el nombre".

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Hay otro tipo de borrachos, los que se quedan dormidos. A esos Jackie los tiene que cargar y mover hacia una mesa que esté junto a la pared para que se recarguen y "sean felices de la vida. En esta cantina un cliente emblemático es don Vochito, un plomero de ochenta años que viene desde hace quince todos los días a las doce; lo mandan por las tortillas y se escapa y entra por esa puerta apoyándose en su bastón. Se toma dos rones Castillo bien cargados, con hielo y poquita agua. Los paladea y luego se regresa a su casa tambaleándose", dice Jackie mientras con una mano sirve un guisado de huevo con carne, con la otra destapa una Corona y se interrumpe con un saludo que manda a una pareja de serigrafistas que acaban de llegar.

La botana la prepara ella misma, es abundante y de buena sazón. Consiste en huevos motuleños, chicharrón, chicharrón prensado en salsa roja, papas con chorizo y salchicha, estofado de pollo, huevo con frijol y carne, y gajos de mandarina. Por supuesto de un día a otro puede variar la botana, pero en promedio se sirven ocho platillos para picar entre chela y chela.

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En las paredes de El Estado Seco cuelgan varios sombreros que colecciona la cantinera-mesera-cocinera y propietaria, Jackie; entre ellos uno de mariachi que el cantante, Pablo Montero, aventó al aire durante una presentación. También pende una bandera del orgullo gay, dos estandartes de Escocia que una clienta de las tierras altas le dejó, y una pistola y un rifle que un cazador norteamericano le cambió por cerveza.

La Negrita

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"Conozco esta cantina desde niña. Mi mamá me mandaba a buscar a mi papá y yo me asomaba por debajo de las puertas de vaivén y solamente miraba piernas y zapatos de hombres", me narra Paty a la vez que bebemos nuestro primer mezcal y nuestra segunda cerveza. "Cuando hubo la oportunidad de agarrar La Negrita, se la compré a la familia que la había tenido por varias generaciones. Este lugar ha sido para puros hombres y para hombres y ficheras, pero yo decidí que fuera populachero, baratón y desmadroso. Todos somos iguales; este es un lugar incluyente. Estudiantes, obreros, hipster, fresas, mujeres como esas —señala a dos rubias cincuentonas con aspecto de arqueólogas—". Bebemos nuestro tercer mezcal.

"Los chefs que cocinan aquí aprendieron con las mejores, con sus abuelas. Toda la comida es casera y nada pretenciosa. En una ocasión un grupo de los arquitectos más nice de la ciudad estaba bebiendo. Uno me habla para expresarme su sorpresa: Ahí está uno de los albañiles que trabaja conmigo, dijo. Pues ofrécele algo, le dije, y pues le compró unas cervezas. Lo platico para ejemplificar lo que ya dije: este es un lugar para todos. Desde el que viene en corbata hasta el que viste chanclas Duramil y camiseta de la Comex. Buscamos mantener la costumbre de las familias yucatecas de comer cada día de la semana un platillo específico: lunes de frijol con puerco, martes de potaje ―caldo de lentejas con verdura y rodajas de longaniza―, miércoles de albóndigas, fin [de semana] de mezcal". Una cerveza, Toro, llega a mis manos.

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"El agua no te quita la sed, y la cerveza te la hace olvidar. Nosotros somos auténticos como en el arte. Aparte fuimos los primeros en traer el mezcal a Mérida junto con nuestra hermana, La Fundación Mezcalería", dictamina y al mismo tiempo nos empujamos un puñito de chapulines y nuestro sexto u octavo mezcal.

Debajo de nuestros ojos una extensa muestra de botana ―salchichas en crema de chipotle, papa a la vinagreta, frijoles refritos, hígado entomatado, polcanes, codzitos, buche encebollado, higadillas, jícama y pepino con chile, chicharrón con repollo, charritos con chiles jalapeños, cochinita pibil", nos avisa que la tarde será larga como la botella de mezcal que se dirige a nuestra mesa.

El Guerrero Negro

Esta cantina es atendida por don Pedro, su propietario. Casi dos décadas atrás se inició como cliente hasta que renunció a su trabajo en PROFEPA. Con el finiquito de la chamba compró la cantina frente a su hogar y no le cambió el nombre para contener el gusto popular. El Guerrero Negro mantiene el equilibrio entre la calidad de sus botanas, lo helado de sus cervezas y la disposición de sus meseras.

Los lunes son de frijol negro con carne puerco ―aquí y en todos los hogares de Yucatán―, martes de relleno negro ―carne de pavo, bolas de carne molida y huevo cocido en caldo de ceniza de chiles ―; miércoles pollo en escabeche, jueves y viernes de empanadas de carne molida, gorditas de chicharrón y poc-chuc ―carne de cerdo asada y marinada en naranja agria―. Los fines de semana ceviche de pulpo y camarón. Las anteriores son las estrellas de cada día, pero siempre hay siete botanas más con un papel menos protagónico. Doña Pilar, la cocinera, dice que lo que más gusta a la concurrencia es el tzic, un salpicón que originalmente se hacía con carne de venado, hasta que entró en veda y se sustituyó por carne de res.

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Si uno quiere beber con la clase humilde trabajadora, apartado del desmadre que es el corazón de la zona centro ―donde motonetas, automóviles, vendedores ambulantes, taxis, autobuses, peatones y un chingo de humedad, se disputan pulgada a pulgada el espacio público―, este es el lugar indicado.

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El Gallito

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Botana de El Gallito. Foto del autor.

Don José es cantinero y dice que se distingue de los demás por la cantidad de botanas que maneja: catorce por día. Su clientela está formada, en su mayoría, por abogados, doctores, estudiantes universitarios, funcionarios públicos y uno que otro turista europeo.

Cuando cerró sus dos cantinas que tenía en la Ciudad de México, se fue a vivir a la Blanca Ciudad. Le traspasaron El Gallito y no dudó en mantener en su lugar cada elemento de la decoración. "Si así como ésta ha pegado, que así se quede", me dice en referencia a los afiches taurinos y a las esculturas de gallos repartidos en las paredes y en la barra desde la cual pilotea el changarro.

Una primera chela te acercará al paladar crema de ajo, remolacha, chicharrón en salsa roja, higadillas, chilaquiles, polcanes ―discos de masa rellenas de carne―, espagueti y sikil (semilla) pak (tomate): crema de pepita de calabaza, tomate y cilantro molido para degustar con totopos.

Don José está convencido de que su cantina, y él, son parte de una estirpe que no ha perdido el rumbo de la tradición. "No es por criticar, pero en otras cantinas todo te lo quieren vender", expresa acomodando en su aliento cada una de sus palabras que forman un reclamo. "O peor, te dan perro", dice en referencia a la cantina La Casita de Paja, que un par de meses atrás fue clausurada con el argumento de que daban carne de perro y caballo mezclada con la de res.

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El Cardenal

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Botana de El Cardenal. Foto del autor.

La Universidad Autónoma de Yucatán se había ido a huelga y el psicólogo de la institución, Said, tiraba flojera en su casa. Toda historia tiene su lado romántico y ésta no es la excepción: navegando en Internet lee un aviso que informa que se traspasa la cantina con la que, desde niño, había fantaseado dirigir algún día. No dejó pasar la oportunidad.

"Mi sueño era que mi abuelo, mis papás y mis tíos tuvieran de vuelta la cantina que habían visitado toda la vida", me cuenta mientras me pide una porter, Pantera, que El Cardenal produce con diez grados de alcohol. "Yo soy cuarta generación de aquí del barrio de Santiago. Quería perpetuar esa tradición de la botana de barrio: mollejitas, higadillas, chicharrita, salchichas con salsa, crema de ajo".

El huevo estilo cardenal es la botana de la casa. La anécdota es así: Said y sus trabajadores se hallaban en los últimos retoques antes de la inauguración cuando una anciana, como el viento, se mete al lugar y les revela que su padre fundó la cantina cincuenta años atrás.

"¡Vergas! La señora se puso a llorar y nos contó la historia. Nos dijo que teníamos que dar un plato con arroz y dos huevos estrellados encima bañados en salsa de tomate. ¡Puta, coño!, pensé, la fórmula perfecta para una pedorrera; pero recordé que en Berlín y Rusia toman cerveza y comen huevos envinagrados; y bueno, se quedó la botana y una cantina que data de 1889".

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Dzalbay

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Foto cortesía de Dzalbay.

Este lugar tiene casi un siglo de existencia. Como muchos de la zona centro inició como un putero —prostíbulo—, llegó su debacle y cerró por un par de años. Posteriormente se rescató para volverlo la clásica cantina de barrio en donde la clientela son los vecinos de los alrededores. Aquí las botanas son mesuradas: en una primera ronda solamente te darán papas fritas a la leonesa, cacahuates, arroz con verdura y sikil pak.

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El Nuevo Barrilito de la 58

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El Nuevo Barrilito de la 58. Foto del autor.

Al entrar lo primero que verás es una larga barra que finaliza donde Ramón, propietario, permanece sentado frente a una pared formada por medio centenar de cartones de caguama. Tiene el pelo blanco y ese rasgo invita a pensar que ha envejecido en espera de un proveedor.

"Rodajas de pepino, trozos de betabel, mollejas de pollo en chilmole, salpicón de orejas de cerdo, jamón en cuadritos, guisado de calabaza, médula de cerdo y ceviche; eso tenemos en la botana de hoy, ¿quiere probar?", me pregunta de manera adusta mientras presiona al azar las teclas de una calculadora del tamaño de un cuaderno. "Vamos viendo en qué muela se atora la carne", le contesto, y dos señoras que visten un gorro de malla entran con celeridad a la cocina; luego regresan con una charola llena de comida. Para un norteño, como yo, acostumbrado a que cuatro limones y un salero es la botana obsequiada por las cantinas, esta muestra de aperitivos es una caricia de la abuela, solamente que aquí el fondo musical no son tarolas y acordeones, sino las cumbias de Junior Klan.

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La Gloria

Esta cantina está ubicada a unas calles de la central de autobuses de donde salen las corridas que van para los pueblos de la periferia. También está junto a uno de los sitios de tolerancia donde el caudal de denuncias y notas policíacas vigorizan los miedos y las emociones de visitantes, peatones y vecinos: robos a clientes por parte de las sexoservidoras, asaltos, pleitos entre travestis, redadas policiales.

En el interior de La Gloria, los únicos que parecen felices son los clientes. Las meseras fingen ser un holograma proyectado desde muy lejos; fantasean no estar ahí, sino en un tiempo-espacio en donde tienen menos años y kilos. Su actitud debe ser lo de menos porque las botanas tienen nivel.

Es fin de semana y como en muchas cantinas el menú es menos terrestre y más acuático. Los borrachos del momento probamos ceviche de caracol, de pulpo, de pescado, y hasta de buche de cerdo. Esta tarde para los que pidan la cuarta ronda de cerveza habrá carne asada de cerdo, frijoles refritos y guacamole; tal vez para ese momento el disco de cumbias de Bronco, que no ha dejado de sonar, ya esté muriendo.

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La Ruina

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Botana de La Ruina. Foto del autor.

"El nombre de esta cantina le viene de cuando se inauguró, porque el dueño se quedó en ceros y dijo que por eso la llamaría La Ruina", me cuenta Pedro, el cantinero.

Al igual que La Gloria está ubicada en el mismo sector; pero La Ruina es opulenta, es a donde llevarías a tus padres para reconciliarte o para que vean que sigues siendo alcohólico, pero al menos ya no andas valiendo tanta verga, económicamente. La media de cerveza cuesta un poco más que en otras cantinas, $40 pesos, pero se compensa con la calidad de sus botanas: costilla en salsa de pipián, tacos de mojarra, relleno blanco ―caldo de pavo espesado con harina de maíz y picadillo de carne molida con huevo cocido― ceviche de pescado, orejas de cerdo rancheras, rabos alcaparrado, puchero de tres carnes, corazón asado, brazo de reina ―una especie de tamalote de chaya, huevo y pepita de calabaza bañado en salsa de tomate― y cochinita pibil negra, entre otros.

La Atómica

Este lugar es deprimente y con un nombre pegajoso como moco de larva. El grueso de la clientela de este tugurio se compone de albañiles, choferes de camión, tejedores de hamacas y plomeros. A pesar de su aspecto la botana deja un buen sabor de boca. Con una cerveza media Corona que pedí me sirvieron: guisado de mollejas de pollo en salsa de tomate, huevos cocidos bañados en salsa de tomate, estofado de bistec con papas y tomate, pasta con puré de tomate y un plato con totopos, limones y sal. Nada mal por veinte pesos.

La caguama Montejo es la estrella del lugar, cuesta cuarenta pesos y veinte la rola para bailar con las ficheras a quienes se les descuenta la mitad del sueldo si llegan media hora tarde a trabajar. Las paredes, el piso, las sillas y las mesas del lugar son de un forzado color blanco que hace recordar el calzado de las meseras de un Sanborns. La botana no mejora al ordenar más cerveza, simplemente, como en la prisión, te sirven una cucharada más.

¿Más botanita?

¿Más cantinas?, mira nuestra serie Cantinas: