La coreana bajó a recepción llorando. Era imposible entenderla hasta que dijo “pis” y empecé a temer por dónde iban los tiros. Me armé de valor, le pedí al segurata que me vigilara el chiringuito y la acompañé a la habitación a comprobar la dimensión de la tragedia. Eran las cuatro o las cinco de la madrugada, una australiana puestísima había entrado al cuarto y la inercia le llevó a sentarse en una cama que no era la suya, una cama en la que la pobre coreana dormía ajena a todo. La australiana decidió que aquél también era un buen sitio para mear. Ahora solo un charco a los pies de la cama y las sábanas empapadas; la víctima me señalaba aterrorizada el drama junto a dos señoras portuguesas que habían visto irse a la otra muchacha, perdida en la inmensidad del albergue. Bienvenidos a la ciudad de los hostels, al país del turismo lumpen, una dimensión paralela en las entrañas de la Marca Barcelona, combinación de drogas, sexo, violencia, alimañas de la noche y guiris veinteañeros que vienen aquí a hacerse mayores como sus abuelos a Vietnam. Y un servidor de ustedes, a medio camino entre un Coronel Kurtz en horas bajas y el charlie más escuálido del Viet Cong.
Trabajo en un albergue en Barcelona y a menudo hago turnos de noche, lo que implica ser testigo y partícipe de cosas raras que solo pasan cuando cae el sol. Uno acaba teniendo la sensación de vivir en un mundo paralelo, se distancia inevitablemente de lo que pasa en el mundo y duerme a trompicones si es que consigue dormir. Pero a cambio se encuentra con algo más real, con genuinos dilemas morales, con el conflicto callejero, con toda esa mierda que de día tapan la burocracia y las reuniones. Mi tarea oficial es hacerles la entrada a los huéspedes que llegan, cobrar, darles las llaves y explicarles todo sobre el establecimiento excepto la parte de Sodoma y Gomorra, así como cerrar el día administrativo y preparar el siguiente. Si alguien baja a preguntar por el desayuno, a pedir una toalla o a decirme que su cuarto huele a calcetín sudado atiendo sus demandas como cualquier recepcionista diurno, con la mayor sonrisa que permite mi estado de duermevela zombie, hasta que los acontecimientos empiezan a desbordarse. Lo cual suele pasar a partir de las tres de la mañana. Una habitual: las quejas por sexo.
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El folleteo
Una de las normas sagradas del albergue es que solo puede haber una persona por cama. A pesar de que entre todos hinchamos a la chavalada a Jägerbombs (demoníaca mezcla de jägermeister y bebida energética), los llevamos a Opium a que muevan el cucu y se metan éxtasis y explotamos de forma inmisericorde los efectos del sol mediterráneo, en los hostels los guiris no pueden follar. Por respeto al vecino de litera, claro. Porque no es plan si compartes habitación, claro. Pero las normas están para saltárselas a la torera, claro. Una vez bajaron cinco de las ocho personas que ocupaban una habitación a quejárseme airadas de la fiesta que se estaban montando dos en un catre. Eran casi las siete de la mañana y ya no había quien volviera a dormir, por lo que dirigieron sus increpaciones hacia mi persona como representante improvisado del ruido. Tras varias horas sentado en una recepción uno naturalmente se pone del lado del que folla, pero no me quedó más remedio que subir a abrir la cortinilla de la cama, verle el culo al chaval que estaba encima y pedirles por favor que al menos, al menos, procuraran no gritar. Les ahorré la humillación y la multa de rigor porque en resumidas cuentas el resto de sus compañeros de habitación ya se habían ido a desayunar.
Otros espacios alternativos para el sexo son las duchas, los váteres y el rellano de la última planta, donde no hay cámaras. Que esto lo sepa yo no tiene mérito; lo cojonudo es que lo sepan los clientes que alguna vez el de seguridad ha encontrado en pelotas. En ocasiones, las muchachas se aferran a lo último que pillan, en este caso nosotros. Miguel era una segurata cubano de casi dos metros y un montón de quilos, un tipo afable, de andares pausados y amantísimo marido de su señora. Una noche durante la ronda oyó desde el pasillo un ruido extraño en un váter. Miró a ver qué y se encontró a una canadiense meando impudorosamente con la puerta abierta que al encontrarse con Miguel, en vez de asustarse, le abrió el potorro y le hizo una señal para que entrara. Por diversas razones el tipo no se quiso quedar y que fuera segurata, claro, no era la menos importante.
Comparativamente, los de recepción tenemos algo más de margen para hacer el guarro. Digamos que trabajando detrás del mostrador de Babilonia uno pilla en proporción a lo que ha pillado durante toda su vida multiplicando por varios enteros. Si antes de entrar a currar tenías un don natural para el folleteo, el albergue puede llegar a ser incluso una amenaza para tu salud; en mi caso, sencillamente ha mejorado unos resultados tirando a pobres gracias al simple hecho de estar expuesto en un escaparate. Con la misma sonrisa de cretino que durante el día, con el mismo comentario intrascendente o con un buenas noches oportuno, la yanqui que en Apolo no se ha ido con nadie, o que se ha ido pero ya ha vuelto, responde con la misma mirada hambrienta con la que se abalanza sobre la máquina de vending y pregunta de qué sabor son las patatas. Recuerdo una vez, una de las primeras, que Pedro, un gentleman cincuentón metido a segurata por las cosas de la crisis, testigo ya de mil escenas, me aconsejó con voz paternal. “Fermín, ¿por qué no os vais tú y la muchacha a la primera planta tranquilitos? Llévate el walkie por si pasa cualquier cosa y ya está”. En la primera planta hay un área de uso común que por la noche se queda vacía y allí, protegidos por la oscuridad, empezamos la chavala y yo a meternos mano. Al acabar, con la chica aún medio desnuda, me acerqué a buscar papel de váter para limpiarnos sin tener en cuenta que la luz de la planta se encendía con unos putos sensores justo delante del baño. Afortunadamente nadie miró la grabación del circuito interno pero aquel día de pesadilla orwelliana aprendí la primera lección del recepcionista nocturno: la red de cámaras parece tu aliada pero es tu enemiga. Conócela y rehúyela. Y aun así, a pesar del miedo al Gran Hermano, las consecuencias de que alguien me pillara en un pasillo magreándome con una tía de Azerbadjan no deberían ir más allá del rubor mientras me subo la bragueta. Si se acepta que me ausente para ir al baño a deponer, por qué no reconocer como connatural al albergue, casi como servicio extra al huésped, el quiqui en una esquina.
Los deshauciados
Pero por debajo del fluir del sexo en los pasillos hay otra cara del albergue menos épica, la del buscavidas, la del que si duerme aquí no es porque esté viajando sino porque es la opción más barata con desayuno incluido para seguir adelante. Mendigos pocos, desde que para reservar la empresa pone como requisito tener una tarjeta de débito o crédito, pero sí gente que vive un paréntesis y que en cierto modo están colgaos como un chorizo. También gente al borde de la exclusión social, de la depresión o la paranoia. Antón era un albanés de veintipocos, bajito, musculoso e hiperactivo dispuesto a ganarse la vida en nuestra ciudad aunque nadie tenía muy claro cómo: a las cuatro de la mañana bajaba de su cuarto y salía del hostel un rato para volver a salir y entrar de nuevo un par de veces más. Aseguraba haberse peleado en las Ramblas solos él y su hermano contra cuarenta tipos, a los que por supuesto derrotaron. Varias huéspedes me confirmaron que les había tocado el culo. También iba contando que había perdido la virginidad en una cama del hostel con una pobre chica que, siempre según él, afirmaba que había sido el mejor polvo de su vida. Finalmente mi jefe le acabó expulsando por insultar a gritos a uno de los camareros, con el que a punto estuvo de liarse a hostias. Mientras se iba, sereno y con la mirada fría, nos decía que podíamos llamar a la policía, que no le daba miedo, que él era un león, un francotirador. I’m a lion, I’M A SNIPER.
A Ramón, un cuarentón grandote con voz y espíritu de niño de diez años, le perdimos la pista cuando nos dijo que iba a seguir buscándose la vida en Menorca. Después de veinte años trabajando en Londres, había vuelto a España para encontrar curro en un clima más amable. Tenía ahorros pero necesitaba un lugar para establecerse, una cama propia y una dirección en la que empadronarse, que se ve que así es más fácil conseguir trabajo. Me contó que su madre, en Madrid con otra familia montada, pasó bastante de él cuando fue a visitarla y que ahora, en Barcelona, una propietaria de un piso de alquiler le robó 300 euros. Un personaje salido de Los miserables, una buena persona rodeada de un millón de hijos de puta, a punto de perder la chaveta de tantas vueltas que le daba y del estrés que le provocaba la gestión de sus ahorros.
A partir de cierta hora, sin embargo, todos los gatos son pardos y las dos categorías, el guiri y el colgao, se confunden y no es fácil ni distinguirlas ni saber si uno mismo se ha convertido ya en una de ellas. Como la de la coreana que en un episodio paralelo al del que abría el artículo, totalmente drogada y borracha, confundió la jaula bajo la cama que contenía la maleta abierta de otra persona con una taza de váter. Se cagó en ella para espanto de la propietaria que se despertó, probablemente por el mal olor, y descubrió que toda su ropa y la plancha para el pelo habían sido bañadas en mierda líquida con trazos de sustancias y comidas turísticas diversas. El segurata y la mujer de la limpieza llegaron a la habitación y conteniendo las arcadas metieron la ropa de la víctima en la lavadora y a la otra tipa en la ducha. O quizá la más extrema, la más oscura de todas, la de la chavala escandinava que, para terror del segurata y de mi compañero recepcionista en aquel turno de noche, bajó las escaleras de emergencia totalmente desnuda, fuera de sí, mientras se llevaba las manos al coño y pintaba las paredes con su propia menstruación.
Las hostias
Y al final, la violencia física. La ambigüedad moral del turno de noche no viene de las drogas, el alcohol, la mierda líquida en maletas ajenas ni naturalmente el sexo casual. Lo jodido son las hostias. Los seguratas ejerciendo su poder contra dos cretinos borrachos que la liaron en la calle y que cometieron el error de tocarme la cara mientras intentaba mediar. El poder de dos uniformados a hostia limpia contra dos chavales chulitos pero con amor propio y yo involuntariamente en el lado que no mola estar: el de la autoridad. Ya podía pedirles a mis compañeros que parasen que aquel minuto y medio se iba a hacer eterno. Después, vino la explicación: “estábamos haciendo nuestro trabajo, Fermín. No podemos dejar que te toquen. Te hemos protegido”.
O las peleas entre terceros. La última, quizá la más pintoresca, tres estadounidenses borrachas a puñetazos y patadas contra un taxista que repartía a base de bien. Según el conductor, no habían pagado al irse; según ellas, les había robado y les tocó una teta. Ambos bandos pidieron que llamara a la policía y en medio del caos, mientras el segurata intentaba separar un combate inacabable, llamé de urgencia a los mossos. Cuando al cabo de poco llegó un coche de secretas, entre nervios, sudor y heridas, las chavalas pusieron en duda también su papel. Reclamaron entonces que llamara a la embajada, quisieron pegar a los polis y estos amenazaron con llevarlas al cuartelillo. La situación se resolvió cuando el taxista, aún exasperado, aceptó irse a cambio de 30 euros; la carrera costó mucho menos. Ellas gritaban que era un robo y un soborno pero pagaron. Para ser honestos en aquel momento me creí al taxista que, sin embargo, no paraba de amenazarlas de muerte y de decirles que se volvieran a su puto país. Más tarde, ya en la recepción, con gasas, agua oxigenada y un par de cigarrillos, cuando mossos y taxista desaparecieron y parecía que las muchachas ya confiaban en nosotros, una de ellas muy seria y totalmente convencida nos preguntó si sabíamos lo qué era la DEA. “¿Habéis visto Breaking Bad?”, nos dijo. “Mi tío es un alto cargo de la DEA y, os lo juro, va a meter a ese taxista hijo de puta en una cárcel de Cuba”. Y la tipa, os lo aseguro, se lo creía. Que no os extrañe si algún día aparezco yo mismo en Guantánamo.
Bienvenidos al turismo joven y a la cara B de la Barcelona cool. Al horror moral detrás del skate y Razzmatazz. A Vietnam. Bienvenidos a los hostels de mochileros.
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