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Lo que nuestro cuerpo olvidó en la cuarentena

Aquello que nos resultaba tan natural, como recibir y dar afecto, hacer algo con nuestras manos, encontrarnos con alguien desconocido, se volvió un ejercicio a practicar mil veces.

Cuando en junio el gobierno anunció que en la Ciudad de Buenos Aires estaba permitido salir hasta 500 metros más allá de nuestros domicilios, decidí caminar hacia mi avenida favorita, a cuatro cuadras de mi casa. Antes de la cuarentena solía ir ahí con frecuencia. Paseaba en silencio entre las vidrieras de los comercios ochenteros del centro de mi ciudad, miraba saldos en las librerías, sacaba fotos de los personajes callejeros, imaginaba historias. Era mi paseo. Ese día me calcé los borcegos que no usaba hacía meses y me aventuré con expectativa. Pero no llegué a hacer más de la mitad del camino: mis piernas se tensaron tanto que me vi obligada a regresar. La sensación que tuve, y que se repitió muchas veces luego de ese día, fue la de romper un cascarón. 

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Me había convertido en un bebé y el contacto con el mundo me asustaba mucho. 

Desconocía los mecanismos típicos con los que antes me movía naturalmente: las alertas que tener prendidas en mi mente al caminar en mi ciudad, la sensación de andar en borcegos, el impacto de cruzar miradas con gente desconocida. Luego de volver desanimada a mi departamento, una amiga me confesó por teléfono que la noche anterior había roto la cuarentena para conocer a un chico de OKCupid, pero la cita había sido un fiasco. Cuando él la besó ella se largó a llorar desconsoladamente, perdiendo control de su cuerpo. 

Así, en esos primeros tiempos de ‘regreso’ a la vida (que tampoco sabremos cuánto más va a durar: la situación continúa agravándose), se sucedieron los experimentos: aquello que nos resultaba tan natural, como recibir y dar afecto, hacer algo con nuestras manos, encontrarnos con alguien desconocido, se volvió un ejercicio a practicar mil veces. 

Aquí las historias de personas que fueron sorprendidas por su cuerpo al volver a situaciones que antes les resultaban totalmente cotidianas.

La falta de aire

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Pedro juega a la pelota. Esta no es una frase para estudiante de español en el primer nivel, sino una definición identitaria. En la Argentina alcanza con que haya algunas personas, una pelota y un rectángulo de cualquier material para que haya un picadito. La cancha siempre fue el lugar de encuentro por excelencia, pero el fútbol se juega en cualquier lado. Pedro es una de esas personas que siempre está jugando, que es capaz de cancelar cualquier cosa ante la invitación a un partido y que, en general, brinda muchas alegrías al equipo que lo invite: es un goleador. 

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Antes de la pandemia jugaba todos los sábados al fútbol, entrenaba con amigos y complementaba andando en bicicleta para cuidar sus isquiotibiales, los músculos que generalmente lo traicionaban en los partidos. Pero cuando llegó la cuarentena, el fútbol quedó estrictamente prohibido y ya no tenía excusa para andar en bicicleta: no tenía a dónde ir. En su casa se turnaban para salir a hacer compras, y la caminata ida y vuelta del supermercado cada varios días se convirtió en su único ejercicio. 

Pedro nunca había pasado tanto tiempo sin jugar al fútbol, y cuando llegaron las primeras invitaciones, tímidas, a reanudar los partidos, su miedo no era el COVID-19 sino el papelón que podía hacer. “El fútbol para mí es disciplina”, dice. Esa disciplina estaba perdida. Cuando finalmente accedió a jugar, tenía los nervios de un niño el día de su cumpleaños. Le contó a todo el mundo que finalmente volvería a jugar a la pelota. Llegó ansioso pero despierto, listo para reencontrarse con la adrenalina de un partido con amigos. 

“El cuerpo conocía los movimientos y los recordaba. Sabía que tenía que autorregularme. Detuve el impulso de correr por la cancha como un cachorro en el parque y troté los primeros minutos. Pedí la pelota, pivoteé, me llevé alguna marca y hasta metí un temprano gol”, cuenta.  

Pero a los diez minutos no podía respirar más. El encierro y la quietud habían hecho su efecto: sus pulmones no resistían un esfuerzo así luego de tanto tiempo. Si hubiera habido la posibilidad de pedir un reemplazo, lo hubiera hecho, pero no la había: decidió caminar todo el partido. Y caminando y todo, metió algunos goles e hizo algunas jugadas que lo enorgullecieron. Pero no pudo correr más. 

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Al elongar luego del partido observó con envidia a un compañero que había corrido sin parar. No era su primer partido pandémico, entonces Pedro le preguntó si a él en su momento le había sucedido lo mismo. “Igual o peor”, le respondió. “Con el tiempo vas a recuperar el aire, no te preocupes”. Pedro eligió creerle, pero todavía no volvió a pisar una cancha.

La danza del contacto

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Catalina.

Fanática de la espontaneidad y la aventura, Catalina advirtió que venían tiempos oscuros cuando se decretó el aislamiento. Vive sola en un departamento en el centro de Buenos Aires y es el tipo de persona que, antes de la pandemia, pasaba casi todo el día fuera de su casa con amigos, con amantes, en fiestas o paseando. Si bien cumplió y respetó los lineamientos, pasaron pocas semanas hasta que comenzó a sentir la necesidad de tener sexo con alguien. Al principio era casi un chiste para sí misma: necesito coger, ¿cuándo voy a volver a garchar?, me voy a volver loca. Los días se sucedieron y nada distinto ocurría. El chiste ya no era gracioso. 

Cuando un día se le cortó Internet llamó al servicio técnico. Ahí fue la primera vez que le pasó: en cuanto permitió que el chico que tenía que arreglar su conexión entrara a su departamento, una película se armó en su mente. Estaba desesperada por el contacto físico. Tardó diez segundos en darse cuenta de que su sensación de que podría pasar algo entre ellos era falsa y que el chico sólo estaba entrando para desconectar el módem y no para insinuarle nada. Aceptó que era una fantasía de su mente y lo dejó pasar. Pero a las pocas semanas, en una de sus salidas esporádicas al supermercado de la esquina, le pasó lo mismo con el empleado de la caja. 

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“Él era uno de mis pocos contactos. Cada varios días bajaba a su supermercado y ahí estaba él. Una persona que jamás me hubiera interesado, a la que jamás hubiera mirado con interés sexual, me resultaba atractiva”, cuenta.  

Ceñida al autocontrol, también dejó pasar la fantasía del cajero de supermercado. Cuando las cosas comenzaron a reactivarse y socialmente se comenzó a habilitar el tener encuentros con otras personas, reabrió su cuenta de Tinder. Tras dos intentos fallidos con citas que salieron mal, conoció a un chico que le gustó. Finalmente tuvo su encuentro de película, pero notó que había olvidado muchas cosas. 

“Lo que entendí es que lo que yo necesitaba no era el orgasmo, porque el orgasmo me lo podía gestionar. Lo que necesitaba eran millones de mimos. Besos, caricias, mimos”, comenta.  

Cuando llegó el momento del sexo, Catalina se sintió desorientada. “¿Qué se hacía?”, le preguntó riendo al chico, “quizás vos lo recuerdes mejor que yo”.

Lo inadvertido

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Paula Maffía. Foto por: Fer García (@phfergarcia)

Cuando Paula Maffía coordinó para volver a tocar luego de diez meses, tuvo que poner todo su aparato fonador y su cuerpo de música a entrenarse de nuevo. En un contexto normal, la cantante tenía una relación casi permanente con su público: solo en el mes en el que se decretó la cuarentena tuvo que cancelar más de 20 shows en vivo. Los primeros meses se adaptó al modelo de la nueva normalidad y tocó en cuanto vivo de Instagram se la invitara. Eso, como todo experimento pandémico, duró poco. Pero llegó el momento: a medidados de enero tuvo su primer recital en vivo en una cancha de fútbol al aire libre, con todos los protocolos presentes. 

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“Lo que hacemos los músicos tiene una dosis de atletismo: no es de alto rendimiento, pero ponemos en la cancha músculos de todo tipo. Los músculos se pueden acalambrar, entumecer, contracturar”, dice. 

Entrenó a su cuerpo de nuevo de todas las formas que pudo prever. Hizo ejercicio de digitación, entrenó su voz, ensayó sus canciones. Pero no consideró cosas mucho más elementales, como lo que significaría  tocar música por más de una hora seguida: sus dedos con los que tocaba la guitarra habían perdido sus callos, el hueso del antebrazo con el que aferra el instrumento a su cuerpo se había desacostumbrado a esa fuerza por tiempos prolongados. 

“Mis dedos se despelucharon”, cuenta. “El callo es algo que hacés día a día, segundo a segundo, es del orden de la paciencia. Perdí la proximidad cotidiana con el instrumento. No contaba con que mi cuerpo se tomara en serio mis propias burlas”. 

Mientras se preparara para una gira en las provincias de Santa Fe y Córdoba, ahora curte sus dedos, los lima, los desgasta, esperando que vuelva a crecer el callo que la cuide en el acto salvaje de tocar en vivo después de tanto tiempo. 

La purga 

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Karen.

Muchas personas pasaron muchos meses sin un contacto físico afectuoso y cuidado. El ser tocado o tocada, literalmente, se volvió un privilegio. Karen lo sabía, y cuando volvió a abrir su consultorio de masajes se preparó para una catarata de novedades. Sus pacientes llegaron con marcas que pocas veces había visto: cargados de dolor, inflados de los omóplatos hacia arriba (“como si los cuerpos estuvieran colgados de una percha, de tanta computadora”, ilustra), marcados por el encierro, pálidos, rígidos por la falta de contacto con el aire libre y la naturaleza. Las contracturas eran muy profundas. 

Hacer un masaje no es solamente trabajar en dolores físicos: es una terapia que explora otras formas en las que el cuerpo puede hablarnos, explica. La pandemia afectó los cuerpos en maneras muy profundas: no son solo los problemas de postura, también son las cosas que se fueron acumulando. El miedo, los nervios, el cansancio, el aburrimiento, todas estas emociones fueron encontrándose lugarcitos, asentándose. Y ella empezó a sentirlo en su cuerpo al atender. 

“Me empecé a contracturar más y a sentir más dolor. Pero, sobre todo, me pasó algo que me sorprendió, que no me pasaba hacía mucho: transpiro un montón”, cuenta Karen sobre su regreso al oficio. “Eso en general es la liberación de toxinas y de emociones que el propio paciente no puede hacer, que se canaliza en mi masaje. Y también lloro, a veces lloro y transpiro mucho. Ellos también. Desde que volví a atender, casi todos mis pacientes lloran con los primeros contactos”.

A Lucía la encuentras en Instagram como @queendelqueso.