Lo que el caso de Plácido Domingo nos dice de la normalización del acoso sexual

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Después de que una investigación del sindicato estadounidense de la ópera haya concluido que, efectivamente, el cantante español acosó sexualmente a las mujeres que lo denunciaron y abusó de su posición de poder, él ha aceptado su responsabilidad y ha pedido perdón “por el dolor causado”. Un señor. Un caballero. Un hombre que se viste por los pies.

Y los medios de comunicación, los periodistas, las organizaciones profesionales, los teatros y asociaciones de artistas, los cargos institucionales y las mujeres y hombres del mundo del espectáculo que salieron en su defensa y cuestionaron a sus víctimas, pues mirando para otro lado o poniendo cara de susto. Quién pudo haberlo imaginado.

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Quién iba a imaginar que un hombre, blanco, cisheterosexual, rico, poderoso, famoso, aplaudido, admirado, amigo de quienes mandan, iba a utilizar su posición para imponer a las mujeres más jóvenes, más pobres y menos poderosas que él, sus deseos. O sus caprichos. Cómo alguien pudiera haber sospechado jamás que una persona que encarna la sobredosis de privilegios, se iba a aprovechar de quienes tienen los derechos justitos. A quién se le iba a ocurrir que una mujer viva su profesión como un espacio de acoso, de miedo, de chantaje sexual, de abuso.

Pues a cualquiera. A cualquier mujer que sea consciente de la posición de dominación que ocupamos en cualquier ámbito de nuestra vida. Vamos, a cualquier mujer que no esté explotando a otras personas más vulnerables. O a cualquiera que no esté fingiendo que no se entera para que los amos le echen las migas y le abran las puertas.

“Quién iba a imaginar que un hombre, blanco, cisheterosexual, rico, poderoso, famoso, aplaudido, admirado, amigo de quienes mandan, iba a utilizar su posición para imponer a las mujeres más jóvenes, más pobres y menos poderosas que él, sus deseos”

No sé cómo es un caballero. No sé si he visto alguno. Tampoco lo anhelo.

Pero sé cómo es un acosador. Es un hombre que sabe cómo son las reglas del juego, y que sabe cuándo tiene ventaja, cuándo no os ve nadie, cuándo no tienes testigos, cuándo estás desprotegida, cuándo te da miedo. Es ese que te toca sin permiso, pero que te da a entender que sólo está siendo cercano, cariñoso, tierno. Es ese que te hace chistes que no te hacen gracia, ese que hace comentarios sobre tu cuerpo. Ese que te hace estar alerta, incómoda, tensa. Ese que te dice cosas que te molestan, pero te deja claro que son cosas tuyas, que él hace lo que tú le dejas.

Algunos hombres se han creído que eso es la normalidad, que eso nos gusta, que eso es ligar. Como aquellas esclavistas blancas que creían que sus criadas eran felices, aunque no se pudieran escapar. Algunos hombres se han creído que nosotras estábamos ahí para reírles los chistes sin gracia, para aprendernos cómo les gusta el café, para ser sus secretarias, sus consejeras, su público y su campo de batalla. Se han creído que podían conquistarnos, y que la cosa iba de que ellos eran un ariete, y que podían ir avanzando hasta que nosotras pusiéramos un muro.

Pero fíjate tú que no. Que nosotras sabemos lo que nos gusta y lo que no, lo que hemos permitido y lo que no, lo que nos ha gustado y lo que no. Lo que nos da asco, y lo que no. Pero también sabemos quién manda. Y eso no significa sólo que tenemos claro quién es nuestro jefe, quién firma nuestras nóminas, quién renueva nuestros contratos o quién va a opinar en nuestra evaluación. Sabemos a quién van a hacer caso, a quién van a creer, a quién van a apoyar. Sabemos, también, de quién van a dudar. A quién van a acusar.

Lo sabemos porque lo hemos visto antes. Porque todas tenemos amigas, hijas, hermanas, compañeras, madres, que han hablado, y lo han pagado. Despedidas, señaladas, denunciadas, insultadas, y -sobre todo- cuestionadas. Pero no es por la verdad, es por el miedo. Las actrices, vedettes, starlettes, cantantes, presidentas de Comunidad Autónoma y periodistas que dieron la cara a Plácido Domingo sabían que podía ser verdad, pero eligieron. Lo sabían, porque a ellas también les ha pasado, aunque eligieron no verlo. O no contarlo.

“Defender a un acosador es, siempre, cuestionar a todas sus víctimas”

Lo sé porque no puede ser que yo esté rodeada del big bang de la mala suerte de las mujeres. Si me han pasado tantas cosas a mí, a mis amigas, a mis compañeras y a las desconocidas que me lo cuentan, no puede ser que no les haya pasado a ellas. Por estadística, por experiencia y por patriarcado. Pero a ver quién es la primera que reconoce que llevamos toda la vida esquivando manos, parando abrazos, evitando caricias, sonriendo asqueadas ante comentarios, que ni queremos, ni deseamos, ni disfrutamos. Porque luego hay que ponerles nombre, y cara, y nos da pena. Porque es nuestro compañero, nuestro jefe, nuestro cliente, tu amigo, tu padre, tu marido, tu hijo, tu hermano, tu vecino, tu cantante favorito, tu artista preferido, tu director de culto, tu ídolo. Ese tío con cara de majo. Ese tan bueno en lo suyo.

Defender a un -posible- acosador es, siempre, cuestionar a todas sus víctimas. Y eso se elige. Escuchar y dar credibilidad a una potencial víctima es reconocer que vivimos en un sistema que sabe que, contra nosotras, se ejerce -de forma sistemática- la violencia. Y eso se paga.

El sistema no sólo sabe que contra nosotras se ejerce la violencia, sino que la necesita para que todo siga igual. Por eso la tolera. Y la toleras tú, y la policía, y las leyes, y los medios de comunicación, y las que la han vivido y se han callado, y las que la han vivido y dicen que no, y las que creen que no la han vivido y no han creído a las que sí.

Pero, sobre todo, la toleran, la reproducen, la necesitan y están dispuestos a perpetuarla quienes nos necesitan obedientes, calladas y complacientes. Quienes siguen viendo nuestros cuerpos como campos para sus deseos. Quienes nos dividen entre las que son para un viaje corto y las que tienen que aguantarles todo. Esos que creen que desear algo, para ellos, se convierte en el derecho a obtenerlo. Sobre todo si somos nosotras, que estamos ahí, sonrientes, complacientes, o muertas de miedo.

“La violencia contra las mujeres la toleran, la reproducen, la necesitan y están dispuestos a perpetuarla quienes nos necesitan obedientes, calladas y complacientes”

Plácido Domigo reconoce lo que hizo, el mismo día en que Harvey Weinstein es condenado por varios delitos de violación y entra en prisión. ¿Coincidencia? No lo descarto, aunque no lo creo. Quizás la coincidencia sea que nosotras, roto el aislamiento y el silencio al que, como buen maltratador, el patriarcado nos ha condenado, empezamos a escuchar las voces de las que dicen lo mismo que nosotras, que siempre supimos lo que no nos gustaba, pero creímos que era lo que tocaba.

Por eso, algunas actrices, vedettes, starlettes, cantantes, presidentas de Comunidad Autónoma y periodistas dieron la cara por el tenor (¿o es barítono?) cuando le tocó a él. Porque empezaron a pensar que si se lo creían, algún día les iba a tocar a ellas reconocer -y señalar- a los que las habían tocado a ellas. Y se sienten culpables.

Pero, como sabemos ahora que lo gritamos en las calles: la culpa no era mía, ni dónde andaba, ni cómo vestía… el violador eres tú. Y no hubieras creído que eso se “podía” hacer, si no hubieras tenido un sistema que te hacía creer que podías hacerlo. Y unos cuantos dándote palmadas y aplaudiéndote las machunadas. Y unas cuantas creyendo que la única forma de librarse, era fingir que no pasa nada. Pero ya, no. Ya no.