¿Cuantos realmente estáis seguros de que votáis lo que realmente queréis? ¿Cuantos creéis que sabéis lo que queréis? ¿Hemos querido algo realmente – por nosotros mismos – en algún momento o simplemente hemos querido y queremos lo que alguien nos ha señalado? Y si tenemos esto en cuenta ¿la voluntad popular existe realmente o solo cambia según donde nos señalen, como si fuésemos esos tipos que estaban metidos en la caverna de Platón?
En 1895 Gustave Le Bon, uno de los padres de la psicología social, escribió La psicología de las masas, un libro en el que lo que venía a decir era, entre otras muchas cosas, que las masas aglutinaban a los individuos y los anulaban, creando una especie de mente colectiva que marcaba una única dirección y les privaba de toda voluntad propia, moviéndolos de manera irracional a través de la sugestión, las imágenes mentales, los sentimientos y las pulsiones. Por eso los individuos en la masa actúan de manera que de forma aislada no actuarían, no son capaces de razonar y por tanto solo se dejan llevar y aceptan lo que la ‘mente colmena’ de la masa les diga que hagan.
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Si habéis aguantado todo este tochaco sobre sociología seguramente veáis por donde voy; si no, seguramente estáis a punto pulsar el “enter” y descargar sobre mí toda vuestra ira en forma de comentario. Con todo este rollo de Le Bon, Platón y las masas lo que pretendía era darle un par de vueltas a la farsa en la que se ha convertido – si es que alguna vez ha sido otra cosa – la democracia.
Porque al fin y al cabo no hay que olvidar que el liberalismo – y por ende la democracia liberal – solo existe porque la burguesía tenía el dinero y no el poder político y que para empezar a meter mano decidieron inventarse un sistema en el que podían tener las dos cosas. Un sistema que, por ejemplo, ha retorcido la historia para autojustificarse o que decidió que el sufragio universal – masculino, claro está – se tenía que aprobar porque era una forma de pretender una cesión del poder que en el fondo no era tal porque ya existían métodos alegales de corrupción – el caciquismo español, por ejemplo – que ya se encargaba de decantar la balanza hacia un lado o hacia otro, para mantener la apariencia de cambio cuando en el fondo, el poder permanecía en las mismas manos. Dicho de otra forma: Bocatta (sí, esa movida sigue existiendo) y Pans&Company son de la misma empresa pero mantienen las dos marcas para dar una imagen de falsa competencia, de que el consumidor tiene la capacidad de elegir entre uno y otro fastfood aunque en el fondo le esté dando la pasta a la misma empresa. O dicho AÚN más fácil:
¿Es tan difícil de creer que todo lo que nos venden – en televisión con los debates a 2, 3, 4, 6 y 9 – los mítines, las campañas, las discusiones acaloradas, etc. – sean simplemente la versión política de la falsa competencia? No estoy hablando de conspiraciones en la sombra, simplemente de analizar los otros factores que normalmente no tenemos en cuenta a la hora de votar o pensar precisamente en por qué votamos.
Estoy hablando de algo tan sencillo como entender porque se pasa de el “OTAN, de entrada no” a pedir el “sí” en el mítico referéndum del 86. Entender que España – como cualquier otro país de Europa – está privada de su soberanía nacional desde hace más de medio siglo y simplemente es una colonia más del imperio atlantista – es decir, que los Estados Unidos a través de la OTAN y la Unión Europea controlan a los países miembros de ambos organismos internacionales para asegurar sus intereses en el continente – y que, por lo tanto, mientras esa relación no se rompa de facto – no hablo de plantear la ruptura, que es algo muy bonito, sino de que pase – lo que tú, yo o tu vecina de arriba, votemos, no servirá para nada. Bueno sí, servirá para cambiar algunos aspectos circunstanciales que hagan más llevadera nuestra caída por el precipicio; pero nos caeremos igual y encima tendremos que aguantar que los iluminados a los que hayamos votado nos digan que ellos hacen lo que hacen porque han sido elegidos para ello por “el pueblo”.
Por encima de todo, la farsa electoral se mantiene para crear la ilusión del cambio – una palabra que curiosamente se ha utilizado ininterrumpidamente desde 1982 hasta ahora por todos y cada uno de los partidos políticos – de que las cosas se mueven, porque para nosotros, educados en la fe en el progreso, las cosas se tienen que mover. Tienen que variar porque que permanezcan estables es un síntoma de fracaso. Pero al fin y al cabo como decía Le Bon, ese cambio es una imagen proyectada; la realidad se mueve en otra dirección, y a pesar de ello, nos gusta pensar que no es así. Nos gusta creer que ese tipo sonriente con traje o con una camisa mal planchada que no está prometiendo el oro y el moro realmente va a solucionar algo.
Esa es otra de las razones por las que no voto. No me gusta delegar. Cuando se dice que Podemos o Ciudadanos y su nueva y no tan nueva política han traído de nuevo la ilusión a una España que ya no creía en nada – gracias Felipe – lo que realmente tendrían que decir es que han conseguido que los españoles crean de nuevo que pueden delegar su poder político en alguien y que ese alguien lo va a hacer bien, no va a robarles y así ellos podrán seguir con sus míseras vidas tranquilos. Al final el votante medio, el mayoritario, no se diferencia tanto de ese Homer Simpson – sé que dos referencias a Los Simpsons en el mismo artículo le quita seriedad, pero es lo que hay – que decía aquello de “Para eso votamos a los políticos, para no tener que pensar”. Por mucho que vote a unos u a otros e incluso por mucho que de vez en cuando salga de debajo de la piedra para reivindicar una educación o una sanidad públicas y de calidad no quiere decir que se quiera implicar directamente en la gestión del país, lo que hace es demandar que esa gestión sea eficiente, que esa gestión le permita toda una serie de comodidades que le permitan llevar una vida tranquila, porque al fin y al cabo, ya se pasa tres cuartos de su vida trabajando para que encima tenga que ponerse a hacer algo el poco tiempo libre que le queda. Esta mentalidad – que según el historiador británico Tony Judt fue una consecuencia involuntaria de los estados del bienestar – limita la política a una mera tarea administrativa y por lo tanto, mientras no haya un cambio colectivo en ese sentido, votar tampoco tiene mucho sentido porque al fin y al cabo será limitarse a elegir un CEO, no a repensar qué es o qué debería ser un líder político, porque se tiene que elegir uno, quién puede serlo, en base a qué y otras infinitas preguntas más. Al final, como ya dije una vez, simplemente queremos delegar, hacerlo bien – claro está, no somos gilipollas – pero delegar al fin y al cabo.
En fin, ahora seguramente pensaréis que soy un absoluto capullo que utiliza como excusa un par de libros de mierda y las bromas de Matt Groening para justificar que este domingo va a pasar de perder diez minutos de su valioso y preciado tiempo libre yendo a votar y se va a quedar en casa disfrutando de la nada; pero desgraciadamente para vosotros no podréis demostrar que tenéis razón como mínimo hasta dentro de un par de años. Mientras tanto – y seguramente será así por mucho tiempo – yo seguiré estando seguro de que no he perdido ni mi tiempo ni mi dignidad, ya sea por que realmente estamos viviendo una ficción cultural, porque votemos lo que votemos siempre va ha haber una mano meciendo nuestra cuna y porque en el fondo lo que queremos es que la cuna la mezan pero la mezan bien, que votar es aceptar tácitamente que no valemos para nada más, que nos vale seguir como hasta ahora, que como en los blockbuster, un par de tetas, imágenes rápidas, insultos, peleas y colores muy vivos son suficientes para hacernos perder el culo y vaciar nuestros bolsillos o que como a los niños pequeños, nos basta y nos sobra con que nos doren la píldora para que nos la traguemos doblada y que, al fin y al cabo, un capullo francés de hace 150 años y un griego de hace más de 2000 tenían razón.