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Identidad

Las caras de Bélmez me destrozaron el ordenador

Retortijones, manchas negras en la vista, un apagón inexplicable del ordenador, temblores y ganas de vomitar. Viajé al pueblo más paranormal de España y acabé con el corazón encogido y sin souvenirs.
Todas las fotografías por la autora

Llego a Bélmez de la Moraleda con el corazón hecho trizas, durmiendo hecha un ovillo en los asientos de un autobús. Poco antes de llegar, unas chicas me avisan de que se me ven las bragas, pero no me importa. Todo me da igual.

El mismo día en el que mi pareja se ha marchado de casa, VICE me ha dado vía libre para publicar mi artículo de las caras de Bélmez.

Quiero mirar a las caras a los ojos y que me curen el alma

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He planeado este viaje y me he documentado con la visión borrosa por las lágrimas, sintiéndome una heroína dramática. En mi patetismo, esta road movie absurda es el único consuelo, el objetivo perfecto para no desfallecer. Siempre he deseado ir a Bélmez a ver el fenómeno paranormal más estudiado del mundo, esas manchas antropomórficas que han hecho a la ciencia estamparse contra el suelo.

Quiero mirar a las caras a los ojos y que me curen el alma. Un amigo se ofrece a acompañarme, pero decido que debo enfrentarme a esto sola. Sólo necesito guiarme por una nueva pasión, olvidar quién es la mujer devastada y recordar a la niña apasionada que deseaba ver las caras de Bélmez más que ir a Eurodisney.

Y ahora estoy aquí, zarandeada por un conductor de autobús que me saca del sueño y me dice que hemos llegado.

Son las once de la mañana, pero el sol ya cae en picado sobre las casas blancas. Alrededor del pueblo se extienden hectáreas interminables de olivos.

En la calle sólo hay viejos, que hablan en voz queda con acento cerrado, observándome sin disimulo. Veo que aún llevo la falda pillada en la goma de las bragas. Me la suelto. Estoy en Bélmez.

Desde fraude hasta teleplastia, pasando por mera casualidad, las explicaciones a las caras se han sucedido y solapado a lo largo de los años sin lograr llegar a una conclusión lógica

[Para quien no tenga ni idea de qué va esto de las caras de Bélmez, haré un breve resumen. Si estás harto de escuchar la misma historia cien veces, pasa directamente al párrafo de después de la foto.]

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En 1971, en una casa humilde del municipio jienense de Bélmez, una señora llamada María Gómez descubrió que unas manchas en el fogón de su casa formaban una cara de largos bigotes que la miraba fijamente.

Desde entonces, las caras que aparecían en suelo y paredes se fueron sucediendo, mutando, creciendo y cambiando. La opinión pública, los medios, e incluso el gobierno, investigaron, se posicionaron, intentaron sabotear y dieron distintas interpretaciones a las caras.

Hace unos años, Íker Jiménez se lanzó a investigarlas, a reinterpretar el fenómeno con su pasión habitual, observando todas las posibles explicaciones, y centrándose en una posible dimensión histórica del asunto: según esta nueva interpretación, los rostros de la casa podrían corresponder a los de familiares de María Gómez que murieron en 1937 en el asedio al Santuario de Santa María de la Cabeza, en Andújar.

Desde fraude hasta teleplastia, pasando por mera casualidad, las explicaciones a las caras se han sucedido y solapado a lo largo de los años sin lograr llegar a una conclusión lógica.

A primera hora de la mañana, el Centro de Interpretación de las Caras de Bélmez, un pulcro minimuseo fundado en 2013 con fondos de la Unión Europea, está absolutamente desierto.

Hago el recorrido por la historia de las caras mirando hacia atrás, sobresaltándome cada vez que un vídeo da comienzo, aterrada ante cualquier mínimo ruido o cambio de luz. Al final del recorrido, en un vídeo, la imagen de una anciana María Gómez, espeta a los investigadores: "¿No son tan listos y estudian tanto? ¡Que lo saquen, que me digan por qué pasa!".

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María Gómez, figura central de todo el fenómeno, señora sencilla y amable elevada por algunos a la categoría de médium o canal psíquico por el que se manifestaban las caras, murió en 2004, sin que nadie llegase a hacer un dictamen claro de por qué aparecían esos rostros en las paredes de su casa.

Termino el recorrido pálida y temblorosa, pero muy contenta, porque, por unos minutos, he logrado olvidarme de mi puto drama matrimonial y centrarme sólo en el miedo.

A una periodista se la tuvieron que llevar del pueblo en taxi, porque, durante una grabación de psicofonías en la casa, tuvo un ataque de pánico y locura

Me apoyo en el mostrador de recepción y empiezo a charlar con Rosa, maravillosa recepcionista del Centro. Ella me ilustra el fenómeno de las caras con la intimidad y la franqueza de alguien que ha vivido todo el asunto sin la pérdida de interés que puede conllevar la cercanía y la convivencia con un fenómeno paranormal.

"Siempre he ido a ver las caras casi una vez al mes —me dice Rosa— salvo en el embarazo, que me daba un poco de reparo". Su trato es tan cercano, que casi me siento obligada a abrirle mi corazón y decirle que lo tengo destruido, y que vengo para ver si las caras ejercen de tibia agua de Lourdes que me ayuden a restablecerlo.

Me contengo mientras ella me cuenta que a una periodista se la tuvieron que llevar del pueblo en taxi, porque, durante una grabación de psicofonías en la casa, tuvo un ataque de pánico y locura.

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Soy altamente sugestionable, así que esta anécdota toca una extraña fibra All Bran de mi organismo. Ahí comienza lo que yo llamaría "las cacas de Bélmez", una especie de maldición que pesa sobre mí en la jornada que paso en Bélmez, y que no terminará hasta que salga del pueblo: Mis tripas, susceptibles a los retortijones de lo paranormal, hacen que mi frase más pronunciada en Bélmez no sea "¿Usted por qué cree que salen las caras?", sino "Disculpe, ¿tienen baño?".

Antes de irme del Centro de Interpretación, Rosa me confirma lo que ya esperaba: "Todo el que es de aquí cree en las caras. Es imposible no hacerlo. Si conoces a la familia de María Gómez, sabes que son gente sencilla, que no busca dinero ni nada de eso. Enseñan las caras de forma desinteresada". Y es cierto.

Me encuentro con una casa humilde, totalmente alejada de cualquier pretensión de parque temático o atracción sacaperras

Cuando una hora después subo con la imaginación desatada por la Cuesta de las Caras hacia la casa, situada en una calle renombrada como Calle de María Gómez, en homenaje a la anfitriona de las caras, me encuentro con una casa humilde, totalmente alejada de cualquier pretensión de parque temático o atracción sacaperras.

No se paga entrada, y, a pesar de que un cartel en la puerta prohíbe que se saquen fotos o vídeos, la mujer que nos guía, nieta de María Gómez, enseguida nos anima a fotografiar todo lo que queramos.

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La casa de las caras no tiene ese aura de museo intocable, sino que es altamente interactivo: todos pisamos las caras para pasar hacia el saloncito, nos sentamos en los sofás, rodeados de un horror vacui que combina retratos de comunión, cuadritos de la Virgen, fotos de reuniones para captar psicofonías y certificados de institutos de parapsicología.

Cuando al fin vemos la cara más famosa, la llamada 'La Pava', aparecida a imagen y semejanza de la primera de todas, después de que esta fuera destruida, se me permite sentarme junto a ella, mirarla de cerca, tocar el cristal que la protege.

Parece que las paredes y los suelos son tan fértiles en paranormalidad, que no importa mancillarlos un poquito rascándolos con la uña

Con el corazón encogido, me entrego absolutamente a la experiencia. La cara llamada 'El Pelao' nos observa con sus ojos asustados desde una losa bajo la chimenea. Me arrodillo para verla, y me siento más cerca que nunca de mi querido Íker Jiménez.

La carta del Grupo Hepta en la que se firma que no hay agentes humanos que inflyan en la formación de las caras

Con las manos temblorosas, toco la cara, que no tiene la protección de cristal de la primera. La nieta de María Gómez nos muestra las nuevas caras que están empezando a salir en el suelo, justo bajo mis pies. No hay nada de sagrado en torno a las caras. Parece que las paredes y los suelos son tan fértiles en paranormalidad, que no importa mancillarlos un poquito rascándolos con la uña.

Observo asombrada que bajo el mueblecito de la tele, confundido entre ejemplares polvorientos del Hola y el Semana, está el certificado de precinto de la habitación, en el que el Grupo Hepta asegura que la habitación ha estado clausurada durante un periodo de tiempo para comprobar que no hay agentes humanos que intervengan en la formación de las caras.

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Se lo muestro a nuestra guía y lo mira sin demasiado interés. La nieta de María cuenta cosas del pasado con una sonrisa de nostalgia: "Yo tenía unos cinco años cuando se empezaron las investigaciones. Me acuerdo de cuando vinieron a hacer una psicofonía". Y rememora a la médium sudando, retorciéndose, profiriendo alaridos. "Salí echando chispas. Era muy pequeña; no estaba preparada para eso. Las psicofonías de después sí que las he escuchado, pero esa no, y la verdad es que no sabemos ni dónde está".

No hay en la cara de nuestra guía ni rastro del miedo reverencial, ni siquiera del sensacionalismo del fenómeno con vocación turística. Todos pisamos las caras, pasamos sobre ellas sin el mayor pudor, mientras el matrimonio Íker Jiménez—Carmen Porter nos observa sonriente desde una foto autografiada en la pared.

Paso la mano sobre mis Mulder y Scully particulares. Y recuerdo que eso es lo que quería yo, ese modelo de relación: vivir mano a mano, viajando en coches alquilados a pueblos horrorosos de la España profunda, pasando la noche en vela, poniendo juntos nuestros deditos para darle al rec de la máquina de psicofonías, salvandoa niñas de morir ahogadas en el Corte Inglés, escuchando rumba en el coche. Yo no pedía más que eso: la complicidad de quien cree muy fuerte en la misma cosa.

La nieta de María da por terminada la visita, cierra la casa y se marcha a hacer la compra. Me doy cuenta de que, así como el Centro de Interpretación arrastra el fenómeno al terreno de la seriedad y lo que debe ser observado con mirada grave, en la casa se reivindican las caras, pero no se las venera.

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Se las trata como el que tiene un perro de tres cabezas y te habla de otro tema, mientras acaricia distraídamente la segunda cabeza del can.

Unos metros más arriba de la casa, veo un cartel que reza: "Las otras caras de Bélmez", y una flecha que me invita a subir por un callejón empedrado. El cartel, las letras, ese "otras": todo indica que aquí sí hay un afán de lucro, un mínimo aprovechamiento de la atracción principal del pueblo.

Me pierdo por los callejones y pregunto a unas señoras. Una de ellas me agarra del brazo y me da a entender que, cuando los investigadores fueron a esa casa en 2004, la dueña de la casa se subió al piso de arriba y desde allí gritaba y decía: "Yo nací aquí, esta es mi casa", fingiendo voces de ultratumba. Con mirada sibilina, la señora me sugiere FRAUDE con letras grandes.

Esta segunda casa, además de ser la casa natal de María Gómez, es la casa de las dos únicas supervivientes de una familia que murió en el asedio al Santuario de Santa María de la Cabeza.

Me reciben Javi y Mari, parientes de las supervivientes y herederos de la casa. Así como en la primera casa la naturalidad eliminaba el aura de misterio, en esta, más estrecha y oscura, el miedo me atenaza.

Subimos escaleras hacia la planta de arriba de la casa, donde las paredes de una habitación detenida en el tiempo muestra formas vagas, rostros que tienen que ser indicados para ser vistos, y que coinciden con las caras de los niños y las mujeres de la familia muertos en el asedio.

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La gente está tan familiarizada con el fenómeno, que habla de él como de la última cosecha de aceitunas

Javi y Mari, amables y discretos, hablan con sencillez y no engrandecen los hechos. En esa habitación tuvo lugar una fructífera sesión de psicofonías, y me la cuentan con todo lujo de detalles, pero sólo cuando yo pregunto.

De pronto siento manchas negras en la visión, como si estuviera a punto de desmayarme. Pido permiso para sentarme en la cama. Insisten en bajar a buscarme un vaso de agua, pero yo les pido por favor que al menos uno se quede conmigo, que no me dejen sola en el piso de arriba.

No sé ni cómo salgo de allí, pero cuando me encuentro en la calle, me siento en una plazuela diminuta, con una fuente en el centro, y lloro un rato. La verdad es que no sé si por los muertos en el asedio o por mi relación que se ha ido a la mierda.

Una señora viene a consolarme, y le dice a otra, que asoma por una ventana: "Pobrecita, es que le han dao impresión las caras". Y las dos me cuentan cómo de pequeñas pasaban el día jugando con las caras en la casa de María Gómez.

Y así sucede en todo Bélmez. La gente está tan familiarizada con el fenómeno, que habla de él como de la última cosecha de aceitunas.

No obstante, hay un punto de orgullo que sobrevuela todas las conversaciones. Hasta el anciano casi centenario que dormita en la terraza del Hogar del Pensionista sabe quiénes son Íker Jiménez, Germán de Argumosa y Jiménez del Oso. Todos defienden la autenticidad de las caras como fenómeno paranormal, apartando esa idea de que todo se debe a la pareidolia.

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La pareidolia —léase con el tono y la intensidad dramática de Íker Jiménez— es el fenómeno psicológico por el cual una imagen vaga es percibida erróneamente como una forma reconocible.

La gente no ha sido lista, no ha aprovechado el tirón. Las caras no dan ni un duro. Yo vendería gorras, camisetas, llaveros

En este fenómeno se escudaron numerosos científicos a la hora de explicar las caras de Bélmez. Los belmoralenses pronuncian 'pareidolia' cada uno a su manera. Jamás he visto a un pueblo usar un término científico con tal facilidad, transformando la palabra a su antojo, apuntando acusatoriamente a un investigador descreído invisible con un bastón de avellano.

Cuando intento hablar con la gente joven del pueblo, con el afán de obtener otra visión del asunto, todos pasan bastante de mí y vuelven a sus temas estrella: el carnet de conducir, ir a vivir a Jaén, Granada, huir.

El grupo de veinteañeros que está tomando las cañas del sábado en el Hogar del Pensionista responde a mi curiosidad con indolencia adolescente: "Yo me quiero ir de aquí", "Aquí no hay nada, sólo algún turista que viene a ver las caras". Uno de ellos, un pequeño punki de veintipocos que enseguida se convierte en mi mejor amigo en Bélmez, se me queja: "Si al menos diesen algo de dinero, pero la gente no ha sido lista, no ha aprovechado el tirón. Las caras no dan ni un duro. Yo vendería gorras, camisetas, llaveros".

A esa, de la alergia, le daban migrañas. La llevó su madre a ver las caras y se le pasaron del todo

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Le sonrío con simpatía y le digo que la verdad es que a mí me gustaría tener un llavero de las caras.

También hablan mucho de pastillas para la alergia, porque casi todos los jóvenes del pueblo tienen alergia al polen del olivo. Hacen intercambio de pastillas antihistamínicas. Una chica dice: "Estas están bien, porque son las únicas que no te dan sueño". Uno de los chicos le devuelve las pastillas: "Ah, las mías dan sueño, pero mejor así. Total, para lo que hay que hacer aquí…".

Termino siendo invitada a comer al olivar de la familia del punki. Cuando vamos hacia allá, el chaval me habla de los amigos con los que acabamos de estar: "La morenica es la que vende preservativos en el pueblo". Le pregunto por qué vende esa chica los condones, habiendo como hay una farmacia en la plaza. Me dice con una risilla pudorosa: "Ya, bueno, pero aquí todos nos conocemos, y da cosa ir a la farmacia y decir que quieres una caja de condones".

Le pregunto por la otra, por la castaña clara. Me dice: "A esa, de la alergia, le daban migrañas. La llevó su madre a ver las caras y se le pasaron del todo".

Y ahí me entero de esa otra vertiente de las caras, la de curar males, que es precisamente lo que yo venía buscando. Me examino el alma y, borracha como estoy, me parece que algo se ha restablecido.

Mi corazón ya no está roto, sino listo para beber cantidades ingentes de vino y comer magro con tomate y caracoles, con una señora a cada lado y un señor rellenándome el vaso, en el olivar de la familia del punki.

En la bruma de la carne y el alcohol, un tío del punki me dice: "Ten cuidao de lo que cuentas, que al que dice cosas malas de Bélmez, las caras le dan lo suyo". Y todos nos reímos.

Por la noche, el punki me lleva de vuelta al hotel en su coche. A toda velocidad, atronando por los caminos de tierra. Sólo tengo ganas de vomitar. Al llegar, el muchacho intenta besarme torpemente y yo, sintiéndome fatal, porque es majísimo, le hago una de las cobras más monumentales que le he hecho en la vida.

Le sonrío y le digo que no me encuentro muy bien. Creo que se da cuenta de que estoy a punto de llorar. Me sonríe tristemente. "Bueno, espero que te haya merecido la pena". "Claro que sí —le digo— Muchísimo". Me sigue lentamente con el coche hasta que entro al hotel.

En el último momento, me dice por la ventanilla: "Si hacen llaveros de las caras te envío uno".

Epílogo:

Al llegar al hotel, medio borracha aún, abro el ordenador y doy rienda suelta al sarcasmo y a un oscuro tono jocoso para contar lo sucedido durante el día. Cuando estoy terminando, el ordenador hace un extraño PLUF y se apaga. Intento encenderlo pero no da ninguna muestra de vida. Aterrada, pulso el botón una y otra vez. Nada.

El artículo original de mi visita a Bélmez se perdió en extrañas circunstancias en un apagón inexplicable que sufrió mi ordenador. Ese artículo incluía críticas al asunto de las caras y tenía algunos pasajes escritos en tono jocoso y burlón. Este nuevo artículo, sincero y libre de malicia, fue escrito posteriormente como redención en un locutorio de Órgiva, pueblo de Granada .