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Cultură

Pablo Iglesias en “El Hormiguero”: del chorreo a la vergüenza ajena

Con la chorra fuera, jugando al helicóptero, Iglesias toreó las supuestas preguntas molestas del presentador como quien se prepara un café con leche.

Si Dios se disfrazó de jugador de baloncesto aquella noche de 1986 en la que Michael Jordan se cascó 63 puntos en el Boston Garden, ayer fue Pablo Motos el que se disfrazó de Ana Pastor o Jordi Évole y se puso a jugar al periodismo político incómodo y beligerante con la visita de Pablo Iglesias. Nunca habíamos visto a Motos de esa guisa, y por su bien y el nuestro esperemos que sea la primera y última vez.

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Por cierto: no sé cómo ni cuándo, pero por favor, que alguien acabe de una vez por todas con el hype de los entrevistadores agresivos e intensitos, pretendidamente insatisfechos con las respuestas y bordes de serie.

Motos quiso convertir la primera parte del programa en su propia versión de "El Objetivo" y la apuesta salió rana. Con la chorra fuera, jugando al helicóptero, Iglesias toreó las supuestas preguntas molestas del presentador como quien se prepara un café con leche aún con las legañas puestas, entre bostezos de hipopótamo. Motos está encantado de conocerse, y seguramente es parte de la gracia de "El Hormiguero", pero ayer estaba ebrio de una trascendencia y solemnidad que convirtió su espacio en algo que nunca ha sido. Dio la sensación que había ensayado el cuestionario en casa, delante del espejo, quién sabe si con una careta de Évole puesta, convencido del impacto que causaría verle en esa tesitura de entrevistador insidioso. 'Buah, nano, vaya caña le está dando Motos al de la coleta". Y cosas por el estilo. Los espectadores somos así.

Pablo Iglesias sintiendo el poder de la música. Vídeo vía Antena 3.

Ni en los asuntos económicos ni en el tema catalán estuvo especialmente fino Motos, al que Iglesias supo llevar a su terreno sin el menor esfuerzo. A medida que caían más preguntas presuntamente incómodas –"¿Legalizarías la marihuana…?" ¡Uy, lo que le ha dicho!–, despachadas con facilidad por el invitado, se hacía más que evidente la necesidad de cambiar de tercio y recuperar el pulso habitual del programa. Este Motos agresivo y cortante no nos hubiera venido nada mal la semana pasada, cuando Justin Bieber decidió mearse en la cara del programa sin que nadie hiciera nada al respecto. O con todos los actores o cantantes que han intentado sabotear el guión con monosílabos, malas caras y desgana.

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Sucede que estamos acostumbrados a ver a los personajes del mundo cultural, musical o artístico en situaciones digamos 'distintas'. Se dedican al show business y por eso no nos parece novedoso ni especialmente llamativo situarles en contextos de espectáculo y frivolidad. De ahí que cuando viene alguna estrella internacional a "El Hormiguero" a veces nos repatea y nos pone enfermos que el programa prefiera desaprovechar la ocasión con preguntas absurdas y gags infantiles que escarbar un poco en el personaje. A Will Smith le hemos visto haciendo payasadas desde que tenemos uso de razón, ¿no sería interesante verle alguna vez en una tesitura más seria?

Con los políticos sucede todo lo contrario: si Pablo Iglesias acude al programa de Antena 3 el público no quiere escuchar su programa electoral ni sus razonamientos económicos o sociales, básicamente porque estos puede seguirlos y tenerlos presentes en cualquiera de las cien mil entrevistas 'serias' que realiza en precampaña y campaña. Su hábitat natural es el discurso político, así que de "El Hormiguero" se esperan otras cosas. Pero ayer los espectadores se tuvieron que comer 40 minutos de entrevista política antes de recibir la dosis habitual de pruebas y gags tontunos. Por suerte para el presentador y su imagen, en la segunda parte del show "El Hormiguero" volvió a ser "El Hormiguero"; por desgracia para Iglesias, en ese tramo final el político dejó de ser político. Y, como no podía ser de otra manera, llegó la vergüenza ajena.

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De la misma forma que se impone una toma de conciencia general entre los periodistas políticos, envalentonados como nunca y ridículamente crecidos en su papel de inquisidores del siglo XXI, también empieza a ser urgente un replanteamiento de la llamada nueva política. No sé, llevamos ya unos cuantos meses viendo cómo nuestros políticos se prestan a hacer el ridículo en programas y actos públicos de todo tipo. Y parece que esto no tiene fin. Desde aquella llamada de Pedro Sánchez a Jorge Javier Vázquez la espiral no ha dejado de crecer, y hemos llegado a un punto en que esta ya resulta peligrosa. Nos espera un mes y medio lleno de nuevas situaciones sonrojantes.

Si Miquel Iceta o Soraya Sáenz de Santamaría bailaron como si les fuera la vida en ello, ayer Pablo Iglesias sacó una guitarra española y se atrevió a cantar, bastante mal, por cierto, una canción de Javier Krahe. Todo previsto, todo perfectamente calculado, todo organizado: el líder de Podemos necesitaba un vídeo, una imagen que consiguiera viralizarse y aguantar la avalancha informativa del día después. Objetivo cumplido: ayer por la noche y esta mañana no se ha hablado de otra cosa que no sea de la susodicha canción. ¿Alguien recuerda alguna respuesta de Sáenz de Santamaría la noche de su célebre bailecito? Lo dudo. El vídeo de su actuación, por el contrario, nos lo sabemos de memoria.

Ayer Iglesias tuvo que cantar, se sometió a una rueda de prensa de Trancas y Barrancas, hizo ver que se reía y le hacía mucha gracia un gag sobre las conversaciones de su WhatsApp y encajó con humor una broma de cámara oculta en la que se le hacía creer a la gente que Podemos y Ciudadanos habían formado una coalición. No le quedó más remedio que aguantar con una sonrisilla en la boca a Jandro y sus metáforas sobre magos y políticos y, ya en la escena final, cogió unas tijeradas podadoras para eliminar todo aquello que consideraba prescindible de un árbol socio-político. Poco discurso y buen rollo, sin preguntas cortantes ni reproches ideológicos.

Visto lo visto, digo yo que entre el plasma de Rajoy y la cancioncita de ayer debe haber un término medio. No sé dónde ni de qué manera, pero algo tiene que haber entre el papanatismo de unos y el desmelene de otros. Políticos humanizados, cercanos y naturales, sí; políticos abonados a las payasadas y a cualquier cosa menos hacer política, mejor no. Pero ante la perspectiva de unas elecciones muy ajustadas en la que cualquier voto suma y ayuda parece muy claro que se está imponiendo la segunda opción. Asesores de comunicación y demás fauna peligrosa del entorno de los grandes líderes han entendido, algo tarde ya, que sin imágenes potentes no hay votos. La nueva política era esto… Quién sabe si acabaremos echando de menos a la vieja.