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Este artículo fue publicado originariamente en Munchies.
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“Mucha gente me preguntaba: ‘¿Qué puede hacer alguien de 23 años para cambiar el mundo?’”, cuenta Ayu “Lee” Chuepa. Lleva una camisa a cuadros holgada, y luce un bigote perfectamente nivelado. Ahora es un poco menos joven, pero su energía y sus aspavientos continúan siendo juveniles.
Está apoyado distraídamente sobre una de las ventanas de las Akha Amma Fattoria, la segunda cafetería que ha abierto en Chiang Mai, Tailandia. Bebe un poderoso y suave café expreso que le ha granjeado seguidores por todo el planeta.
“Ellos me decían: ‘hay mucha gente forrada hasta los tuétanos que asegura que hará un montón de cosas por nosotros, pero que no las harán. Tú no tienes dinero. No tienes poder. ¿Por qué deberías de ser diferente?”.
Era una pregunta razonable, tal y como él mismo reconoce. Lee es miembro de la tribu de la colina Akha, nativos autóctonos cuya estirpe se extiende por Tailandia, Birmania, Laos y la provincia del Yunnan, en China, una superficie de tierra en la que, por aquel entonces, nadie parecía tener la menor idea de cómo emprender un negocio.
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Como hijo de campesinos cafeteros de Maaejantai, una aldea rural situada en las afueras de Chiang Rai, en las fértiles tierras del norte del país, lo cierto es que la variedad cafetera que ahora produce corre por sus venas y ocupa toda su vida. Claro que cuando empezó no tenía ni idea siquiera de cómo hacerlo.
Pese a todo, era bien consciente de que existe una gran diferencia entre plantar las semillas y cosechar sus frutos, un hecho que perturbó a Lee tanto durante sus años de universidad como cuando empezó a trabajar con una ONG local.
“Lo que ha pasado en Portland, Los Ángeles, Seattle, Melbourne — es que existe un enorme apoyo por los cafés especializados que reportan notables beneficios económicos”, me cuenta. Entonces, ¿por qué los campesinos que cultivan el grano siguen viviendo en la pobreza? Es muy curioso, ¿no te parece?
Seis años después, Akha Ama está cosechando grandes éxitos. Los mecenas se acumulan en sus respectivas cafeterías en Chiang Mai, o le compran granos con notas a chocolate y picante a kilos. Su ambicioso proyecto empresarial ha sido reconocido por la Asociación del Café Especializado de Europa durante los tres últimos años.
Claro que los más reivindicable de toda esta singladura es la manera en que Lee ha reformulado a la comunidad cafetera de su pueblo natal. Alrededor de treinta campesinos, todos miembros de la tribu Akhi, cultivan granos de café en condiciones de sostenibilidad y reciben algunas de las inyecciones económicas más poderosas del planeta.
Los especialistas en moler el café y el personal de las cafeterías es entrenado por miembros de la tribu, algunos de los cuales ya se han lanzado a emprender sus propias iniciativas empresariales. “Quiero que todos seamos sostenibles, autosuficientes, y, por supuesto, que los campesinos conozcan bien nuestro rubro”, cuenta Lee.
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“La idea de contar con una iniciativa empresarial impulsada socialmente es que en lugar de decirles a los campesinos lo que tienen que hacer, se les escuche, que se sepa qué necesitan y qué no. A menudo, las necesidades que percibimos no tienen nada que ver con sus principales prioridades”.
Mientras la popularidad de Akha Ama no para de crecer, también ha ayudado a impulsar una cultura cafetera en la ciudad. Mientras que titanes corporativos como Starbucks dominan el mercado en Bangkok, ellos han luchado por abrir su propia brecha al norte de la ciudad. Así, ahora Chiang Mai dispone de alternativas de grano local tales como el Ristr8to, el Graph Café o el One Day Trip, una variedad que está multiplicando las inversiones de los especialistas de Melbourne, uno de los mercados más suculentos para los tailandeses.
Y tal es una situación que nadie hubiese previsto hace solo unos años, especialmente, habida cuenta de que en la época, el café tailandés no despertaba demasiado interés en el país. Habitualmente, el café en Tailandia se sirve sepultado en leche y café — delicioso, aunque poco sutil, una manera de beberlo que no permite distinguir la riqueza ni la proverbial amargura del grano.
La gente solía decirme: ‘Oh, sí, el café tailandés es terrible, no hay manera de bebérselo’”, relata. Sin embargo, el clima tropical tailandés es perfecto para su cultivo, y no hay ningún motivo para concluir que se trate de un café inferior; al contrario. Sin embargo, las precarias infraestructuras para tostar el grano, y el elitismo de la burguesía local le habían granjeado una reputación más bien abominable.
“No te queda duda que toda esta élite es la misma que perdía el culo por el café colombiano, etíope o costarricense. Yo no digo que en esos países la calidad no sea buena, solo me pregunto qué tienen ellas que no tenga el café tailandés.
Lee estaba resuelto a demostrar que los detractores se equivocaban, por mucho que ignorara cómo producir un café de primera calidad. “Me dije: ‘Ni siquiera sé cómo cultivar café, o cómo procesarlo. Y entonces mis padres me decían: ‘Tranquilo, Lee, la gente todavía no sabe lo que puedes hacer. Tienes que demostrarles que comprendes la situación y que quieres corregir los mismos problemas de los que ellos se lamentan’”, recuerda.
Por suerte, su familia confiaba lo suficiente en él como para darle 2.000 kilos para que experimentara. “Yo les pregunté: ‘¿Si no fuerais mis padres…me daríais el café? Y me dijeron: ‘De ninguna manera, hijo. ¿De qué estás hablando?’”.
En 2010, un puñado de aquellos kilos llegaron a World Coffee Events, en Londres. Lee se había olvidado ya de ellos. Y dos meses después recibió un email en el que se le informaba que los granos de su pueblo habían entrado en una de las 21 variedades de café mundial seleccionadas por la Asociación Cafetera de Europa.
“No me lo creía”, dice con una sonrisa. “Pensaba que había sido un error. Les escribí. ‘¿Es en serio?’
Con el reconocimiento internacional, se desató el temporal. Al cabo de poco tiempo los emails llovían a espuertas y los especialistas empezaron a visitarle. Una las primeras personas que fueron a conocerle fue Andy Ricker, el cocinero y ganador del prestigioso premio de libros de cocina James Beard, quien descubrió a muchos estadounidenses los secretos de la comida del norte de Tailandia.
Platos como el khao soi (noodles de huevo en caldo de curry con noddles fritos) o el kai yaang (pollo a la parilla marinado) se convirtieron en los nuevos caprichos del paladar yanqui más selecto gracias a él. Durante su estancia Ricker le preguntó a Lee si quería aprender más y adónde iría a hacerlo. Sin dudarlo un segundo, Lee le dijo que le encantaría visitar a los tostadores de café de Stumpdown, en Portland, Oregón.
“Para mí son los más cañeros, porque trabajan directamente con los campesinos. Y creo que podían ser de ayuda para las situaciones a las que se estaban enfrentando los agricultores”, cuenta Lee. Ricker se le quedó mirando anonadado y se rió. “¿Me tomas el pelo? Esos tipos son amigos míos”.
Poco después, Stumptown invitó a Lee a conocer algunos de los entresijos del negocio. Ricker le pagó el desplazamiento, le dio de comer en su restaurante y le ofreció un sofá en el que apalancarse.
“Yo me pensaba que todos se preguntarían. ‘¿Quién es el niñato asiático?’ Pero llegué a Portland y todo el mundo me vino a decir hola y me dieron la bienvenida”, cuenta. Aquello fue el principio de una gran amistad entre Ricker, Lee y el personal de Stumptown hasta el día de hoy. “Me sentí inmensamente privilegiado. Me dijeron: ‘Lee está es la primera vez que alguien como tú nos visita. Es todo un privilegio’”.
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Provisto de grandes consejos y de nuevas técnicas. Lee regresó a casa. Gran parte de su negocio, repartido en un 60 por ciento de venta al por mayor y en un 40 de venta al menudeo, está inspirado en lo que aprendió en Portland.
A falta de disponer de un presupuesto para las Relaciones Públicas, se dedicó él mismo a promover su negocio en las redes sociales, y empezó a organizar expediciones a la selva en las que los participantes se meten en la jungla para ayudar a los campesinos locales durante unos días y así comprender mejor el proceso.
En el primer viaje solo participaron seis personas; hoy, las excursiones bianuales se venden con meses de anticipación.
Y todo el interés extranjero, termina por repercutir en la comunidad local. “A los tailandeses les despertaba curiosidad por qué la gente de afuera venía a visitarnos”, cuenta Lee. Y bebe un buen trago de café antes de añadir: “Ahora, después de todos estos años, empiezan a estar orgullosos de que el café de las tribus locales… se deje beber”.
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