Artículo publicado por VICE Argentina
La hoja es nueva, de paquete. Marconi, el barbero, extrae el filo del papel encerado y lo monta en la navaja con la minuciosidad que le permiten sus dedos gordos como morcillas. “¿Seguro que no quieres también las cejas? las hago con hilo, una belleza”, dice entre risas, y luego salpica agua sobre la brocha y comienza a untarla sobre la pastilla mediante suaves movimientos circulares hasta que la espuma rebalsa el cuenco de latón. “Vas a sentir frío, pero no demasiado”, dice Marconi, mientras arrastra la hoja por la superficie de mi cara enjabonada y el resto del elenco de la barbería, un grupo de chicos jóvenes con tatuajes y cejas delineadas, le celebra la ocurrencia. Son sus atentos aprendices en el arte de la navaja y el Negro Marconi no los defrauda: ejecuta los cortes con precisión y entre lances se da el tiempo para contar chistes y desentonar una que otra cumbia. “Al rato, con la banda completa, van a ver cómo suena, ya van a ver”, nos advierte, al tiempo que sacude los sobrantes de pelo con una franela. Además de cortar el pelo, Marconi es el cantante de una banda de música tropical que todas las tardes ensaya en la Usina Cultural Matices. Si no fuera por pequeños detalles como que quien manipula la navaja es un convicto acusado de robo con violencia y que estamos dentro de un recinto penitenciario, esta sería una escena costumbrista típica de peluquería de pueblo.
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Es fácil olvidarse de que uno está en el interior de una cárcel mientras se recorren las 40 hectáreas que conforman la Unidad Nº 6 de Punta de Rieles, al norte de Montevideo. He estado en otras cárceles y lo único que tienen en común con esta es el nombre, los cateos de rigor a la entrada y las formalidades en el ingreso. El miedo, la angustia, el hacinamiento y la violencia no aparecen por ningún lado, al menos a simple vista. Con poquísimos custodios y menos barrotes, los guardias militares muriéndose del aburrimiento en sus torres y los celdarios abiertos de par en par, la mañana larga sus bostezos sobre el perímetro de Punta de Rieles como sucedería en cualquier otro pueblo de Uruguay: un grupo de chicos se cura la pereza y el frío tomando mate en círculo, otros corren desordenados tras una pelota junto a la plaza, algunos más afinan sus tambores para la práctica de murga, o van y vienen arrastrados por sus encomiendas, dejando una nube de polvo tras el apuro.
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Punta de Rieles no sólo parece un pueblo sino que funciona como tal. De los casi 500 internos, la mayoría tiene trabajo. Algunos laburan para la cárcel, en el cuidado y mantenimiento de las instalaciones, como sucedería en cualquier otro penal, pero el resto lo hace para cooperativas o emprendimientos que los mismos presos han echado a andar durante su reclusión. “Quisimos probar un camino distinto. Las cárceles comunes son siempre simulacros mal llevados del socialismo porque quienes están al mando creen que el socialismo es para pobres. Implantan acá un sistema punitivo y cuando los gurises (chicos) salen, se enfrentan a otra realidad: el capitalismo. Y no tienen otra opción que reincidir porque el Estado les ha dado la espalda”, dice Luis Parodi, director de Punta de Rieles, un hombre afable y enérgico, de maneras simples, que recorre con nosotros el predio en camiseta y jeans, saludando a los presos uno por uno y, en ocasiones, atendiendo a sus reclamos allí mismo, siempre entre risas. “Acá nos saludamos todos con todos por la mañana, todos los días. Es la regla principal. Si quieren después putearme, adelante, pero primero nos saludamos”, dice sonriendo Parodi, quien en aras de construir algo que se parezca más al mundo, fundó una suerte de banco dentro de la prisión. “Imagínate yo que vengo de la izquierda. Pero sí, se trata de un fondo común que es regulado por los presos y funcionarios. Hay elecciones del consejo y todo: por ejemplo, yo perdí en la pasada. Otorgamos préstamos para los emprendimientos. Si el negocio propuesto no funciona, no funciona y ya. No cobramos intereses ni perseguimos a nadie, faltaba más”. De esta manera, los presidiarios pueden reinsertarse a la vida laboral (o en muchas ocasiones conocerla por primera vez) aun antes de salir del encierro. Las empresas que funcionan, por ejemplo, la imprenta, los talleres, la panadería —150 empleados— y un par de bloqueras, ayudan a que el fondo común siga existiendo y apoye nuevos proyectos.
Incapacitados por ley para manejar plata, el dinero que los internos ganan es depositado en una cuenta de banco particular para fines de ahorro y gastos familiares, o gastado en planillas de uso interno para la adquisición de distintos productos o servicios en el almacén, el restaurante, la confitería o la peluquería de Marconi. “La cárcel es un montón de angustia, nada más que eso, entonces hay que buscar la manera de que el encierro sea provechoso, no un castigo. La autoridad es ayudar a crecer; esa no es mía sino de Savater”, dice Parodi, quien en su juventud fue jugador de fútbol para el Liverpool, un modesto club del barrio Belvedere, no muy lejos de donde se levanta la prisión de Punta de Rieles.
—Llegué a jugar el preolímpico, con la selección sub 20 —dice Parodi.
—¿Y de qué jugabas, Luis —le pregunto.
—¿De qué va a ser, pibe? De 10.
Fue Eduardo Galeano quien dijo que todos los niños uruguayos llegan al mundo gritando gol y Parodi no fue la excepción. Hijo de un sindicalista ferroviario, desde pequeño no sólo tuvo a mano la pelota sino también la ideología de izquierda. Durante la dictadura militar fue tupamaro y eso lo llevó a abandonar Uruguay: pasó casi década y media en Francia, exiliado. Fue allí donde se acercó a la pedagogía. Tras su vuelta, se incorporó a proyectos de educación, primero en el INAU (Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay) y más tarde, en 2010, en el incipiente modelo penitenciario de Punta de Rieles, en aquel entonces dirigido por Rolando Arbesún.
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Pero Punta de Rieles no siempre fue así. El complejo funcionó, entre 1973 y 1985, como una cárcel militar para mujeres. Eran tiempos oscuros en Uruguay. Según números oficiales, más de 600 mujeres estuvieron presas allí durante la dictadura cívico-militar que azotó al país. Se trataba del más grande centro de inteligencia y detención de la época, donde se cometieron cantidad de atrocidades. Ahora la postal es muy distinta: los internos trabajan, emprenden y aprenden. Muchos de ellos están terminando el secundario y otros más cursan la carrera. Algunos se dedican al teatro, a la música, o pasan las horas trabajando en el proyecto de radio por internet que han levantado con mucho esfuerzo desde el encierro. El yoga les ha transformado la vida. Entre todos los internos están juntando la plata necesaria para construir un centro de meditación, junto a la plaza principal, allí donde Parodi organiza las asambleas, una especie de ágora donde las decisiones se discuten entre todos. “Acá lo que damos no es una ‘rehabilitación’. No son enfermos. Lo que funciona es darles la capacidad de discernir, de dialogar. De escucharnos entre todos”, dice Parodi. Con claroscuros en su gestión y siempre polémico, su método parece, al menos desde la frialdad de los números, mucho más efectivo que el punitivo. ¿Por qué si el porcentaje de reincidencia (menos de 2 por ciento contra un 50 en el resto de las cárceles en el país) es tan menor, no se ha implementado este modelo en otras cárceles de Uruguay? “La gente se escandaliza cuando un preso tiene televisión, cuando un preso tiene un pequeño privilegio. Dicen ‘¿cómo va a tener un asaltante o un rapiñero, cómo va a tener un pichi lo mismo que yo, que me parto el lomo?’. Pues ellos también se lo parten, lo mismo. La gente no quiere enfrentar sus problemas, prefiere esconderlos, prefiere el castigo”, remata Luis.
A lo lejos aparece la sombra alargada de Marconi, que con la ayuda de sus pupilos lleva unos tambores hasta la sala de ensayo. Nos saluda con la mano y se lleva el índice a la muñeca, como haciéndonos saber que ha llegado la hora de la cumbia. El sol comienza a desaparecer y el claro cielo uruguayo pinta en rosas y morados. “Con todo, che, esto es un balcón en un sótano. No lo olvides”, me dice, mientras que en el fondo del galpón suenan las primeras notas, desafinadas, de una trompeta.
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