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Cultură

Aquila non capit muscas – La vida es circo

Zumbón y caradura, Ramón Gómez de la Serna fue una de la más extrañas anomalías que hayan dado las letras españolas.

Dos son las películas por el momento disponibles en el archivo online de la Filmoteca Nacional, que recién acaba de inaugurarse en el portal de RTVE; Un perro andaluz y El misterio de la Puerta del Sol, éste el primer largometraje sonoro del cine español, dicen. Recomiendo encarecidamente el sitio, no ya a los cinéfagos sino a los estudiosos de la historia en general, pues pone también al abasto de la consulta pública el inmenso arsenal de imágenes que recogió No-Do, el informativo del régimen en eras pre-televisivas, así como documentales y otros fondos históricos. En uno de los capítulos de No-Do se encuentra el breve reportaje que dedicó a las exequias de Ramón Gómez de la Serna aquella doctrinaria casa, fundamentalmente concebida para cincelar una modélica imagen del país y mostrar a Franco inaugurando embalses.

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Exiliado en Buenos Aires, el cadáver del escritor llegaba a Madrid el 23 de enero de 1963 y recibía sepultura en el pabellón de hombres ilustres del cementerio de la Sacramental de San Justo, a la vera de Larra, para más señas. Son unas imágenes extrañas, en las que se presiente la tirantez de las autoridades al tener que rendir cortejo a un diletante que, como mínimo, les resultaba incómodo, o peor aún insignificante. De hecho, convencido de que iba a ser objeto de estelar recibimiento, en un intento previo de regresar a España en vida, Gómez de la Serna ya había comprobado estupefacto que, pese a las conferencias y fastos preparados por sus amigos, el franquismo solo le reservaba desdén. Para la cultura nacionalcatólica era un petimetre. Su sepelio constituiría pues un trámite, una farsa a la que pondría colofón por la tarde una función circense de las que tanto gustaba el difunto, corolando el luctuoso teatrillo con un surrealista epitafio.

Aparte de las notas al uso en diarios y blogs, nada parece haber cambiado en esa apreciación del ilustre pero infausto madrileño. Brillan por su ausencia los actos dedicados a conmemorar el cincuentenario de la muerte de este perenne dinamitero de salón, el primer “moderno” de la literatura española, castizo vanguardista que como tantos otros heterodoxos permanece desterrado de los libros de texto, denegado a sucesivas generaciones. Contrasta ese vacío que se le hace con la vigencia de sus palabras y actos en un clima como el actual, el país entero reducido a un absurdo comparable al de aquella greguería suya que decía “intenté suicidarme, pero casi me mato”.

Debería ser este autor materia obligatoria en los institutos del estado, y en otros espacios, empezando por un monólogo que también se encuentra en la Filmoteca virtual, cuatro minutos de filmación registrados en el parque del Retiro en 1928. “Cuando se posee la mano convincente, la multitud va detrás de la mano”, dice Ramón alzando una monstruosa mano de goma que lleva enfundada en su diestra, una mano grotesca pero amenazadora, fláccida pero imponente, una mano en la que podría concretarse la situación política que padecemos, cuando se nos quiere convencer y someter a manotazos de títere agarrotado. Ramón hablaba en ese soliloquio del arte de la oratoria, no obstante podemos ver en la deforme extremidad la garra del poder. Es una mano ridícula y risible que no por ello deja de detentar “la hinchazón de la elocuencia”.

Creador de su propio movimiento, el Ramonismo, Gómez de la Serna se tomó la vida a juego y la jugó sin descanso, zumbón y caradura, provocador y cantamañanas, egoista y malcriado niño grande de seráfica rechonchez. ¡Qué no habría dado Warhol por tener en la Factory a uno como él! Ramón era como aquella mujer de una de sus novelas que sabía llorar sin que se le descompusiera el rimel, como sabía amar sin que se le estropeara el corazón. Una criatura exótica y epatante, una estrella pop avant la lettre que protagonizó su propia movida madrileña, abriendo paso a las vanguardias de principios del pasado siglo desde la revista Prometeo, costeada por la munificencia paterna, proclamándose luego dialéctico espadachín del ultraismo.

En sus memorias, Rafael Cansinos Assens dibujaba así al veinteañero: “Ramón es un nuevo tipo de literato. Emprendedor, activo, que se hace su propia propaganda en una forma casi agresiva. Se titula “futurista” y prodiga en la conversación frases tomadas del manifiesto de Marinetti. Es un revolucionario, quiere acabar con todo lo viejo; ha publicado ya un libro metiéndose violentamente con Baroja, Azorín y Unamuno. Ahora lanza su revista y unos infolios enormes que nadie lee. El hombrecito se desespera y echa pestes de los periódicos, que lo silencian”. Escarbo en la base de datos de ISBN y compruebo aliviado que en los últimos años han sido reeditadas varias de las numerosas obras de aquel renovador y dificilmente clasificable literato, incluida su autobiografía, Automoribundia 1888-1948 (Mare Nostrum Comunicación). “¡Que le fría un huevo!”, sugería en ésta al que dudase de la veracidad y exactitud de sus palabras. “Ya ha llegado la hora del resumen. Mi resumen es que no he visto más que cometer grandes injusticias al tiempo, siendo por eso que ya no me importa desaparecer. ¡Morir lo menos engañados que podamos!”