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Escapé de mi patética vida para visitar Graceland

Quería olvidar los estudios y los trabajos de mierda y adentrarme en el mundo de fantasía del Rey.

La primera vez que planifiqué un viaje a Graceland tenía 19 años. Fue durante una de las últimas noches de invierno de Boston. Mis amigos y yo estábamos tumbados en el suelo de una habitación, empapados y sucios, descongelándonos después de haber pasado horas jugando en la nieve embarrada. Nos íbamos pasando un porro mientras dejábamos que los hongos alucinógenos que habíamos tomado un rato antes empezaran a hacer su efecto. De fondo, Napster reproducía temas desde el portátil de mi amiga Meghan mientras contemplábamos las sombras en silencio. Empezó a sonar "Graceland", de Paul Simon:

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The Mississippi Delta was shining
Like a National guitar.

Mi amiga Sarah se incorporó y se retiró la banda que le mantenía la cara despejada de rizos. "Tenemos que hacer un viaje en coche a Graceland", dijo tras darle una calada al porro.

"Yo iría ahora mismo", dije en un arrebato de confianza impropio de alguien que no tenía coche ni estaba en plenas facultades mentales.

"Debería ser una sorpresa", añadió Meghan. "Si alguna vez uno de nosotros llama a la puerta del otro y dice, 'Nos vamos a Graceland', debemos dejar lo que estemos haciendo, subir al coche e irnos." Sí, a todos nos pareció muy buena idea. Sí y mil veces sí. Hicimos un juramento con el dedo meñique y habíamos renovado los votos en infinidad de noches de borrachera y estómagos vacíos en Chinatown. Era un plan que guardamos en la recámara, para cuando las cosas se torcieran: nuestra graduación, las mudanzas a otros países y la vertiginosa incertidumbre de enfrentarse a la independencia por primera vez en nuestra vida. Una opción de emergencia que estuvo macerando más de una década.

Pero un buen día llegó: no fueron unos golpes en la puerta, sino una llamada telefónica. Meghan había puesto fin a su relación. Una semana antes de su boda. Me cago en la puta. Joder, nos íbamos a Graceland.

Losing love
Is like a window in your heart
Everybody sees you're blown apart
Everybody sees the wind blow
I'm going to Graceland
Memphis, Tennessee

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Graceland es un barrio excepcional. Se encuentra junto a una gasolinera y un restaurante de pollo frito. Nos adentramos en sus calles con nuestro coche de alquiler económico y lo primero que me enamoró del barrio y de su fantasmagórico anfitrión fue la humildad que allí se respiraba.

Estacionamos en una zona medio llena de coches y al bajar nos recibió un frío cortante. Allí estaba el cartel por el que habíamos dejado atrás préstamos impagados y trabajos miserables: "Graceland, el hogar de Elvis Presley".

Poorboys and Pilgrims with families
And we are going to Graceland

Atravesamos un puente cubierto que nos condujo al pliegue temporal inmutable que es la propiedad de Elvis. Aquel frío y gris día de invierno había muy pocos visitantes, con lo que "Welcome to My World" resonaba como un eco en el recinto vacío. Los que habían estado allí antes que nosotros habían presentado sus respetos garabateando mensajes con rotuladores y bolígrafos en las tablas bajo nuestros pies.

Pagamos encantados el coste adicional de la audioguía y, junto con el resto de locos por Elvis, saltamos a bordo del autobús que nos llevaría a la entrada principal de la residencia del Rey.

No creo en los fantasmas, así que no sé cómo describir la presencia que notaba en aquellos sofás de inmaculada blancura, en la banqueta del piano y en cada esquina de la mansión de Graceland, pero era cautivadora y reconfortante.

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La casa entera se ha conservado tal como Elvis la tenía en vida, como un envase al vacío en el que han convivido los humanos y dulces recuerdos del supericono durante los últimos 40 años. Aquí, Elvis sigue vivo y el 11-S nunca ha ocurrido.

La audioguía describe a Elvis descendiendo hasta el pie de la escalera, y casi puedes oír el susurro de los flecos al rozar unos con otros, notar el peso de sus pies sobre cada escalón a medida que iba descendiendo a recibir a sus invitados.

Al parecer, siempre vestía de punta en blanco, incluso para estar por casa. Teniendo en cuenta que soy de las que a menudo suele enfundarse en lo que llamo "el pijama B", este dato me impresionó más que la interminable colección de discos de oro y su irrepetible reputación en la cultura musical estadounidense.

La cocina es cutre y perfecta. Aparte de la presencia de un televisor, como en cada sala de la casa, la estancia es funcional y carente de pretensiones, la clase de cocina en la que los más degenerados de la fiesta se reunirían para intercambiar historias y echar mano de unas cervezas. Tiene ese aspecto sucio que te hace pensar que en cualquier momento pueden servirte un sándwich de manteca de cacahuetes frito y recubierto de chocolate. En ese lugar uno puede comer de verdad. En ese lugar estás a salvo de la inclemente luz de los flashes, de las exigencias del público y de la distancia que el tiempo impone entre los amigos y la sensación acuciante de que ser adulto debe consistir en algo más.

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I've reason to believe
We all will be received
In Graceland

Su refugio es tan llamativo y brillante que duele. Había televisores, colocados unos junto a otros bajo un gigantesco rayo de "Taking Care of Business", en los que veía distintos programas a la vez a todas horas del día. Sarah y yo siempre habíamos presumido de nuestra capacidad de ver televisión durante horas sin descanso, y mientras paseábamos por la sala, no nos pareció nada descabellado cruzar los controles de seguridad y las barreras del tiempo y tumbarnos a vegetar con él.

El salón de juegos no tiene ventanas y está cubierto de telas exóticas. El tapete de la mesa de billar tiene un siete. Hay asientos en los que arrellanarse. En ese sitio pasarían desapercibidas las bebidas derramadas, la noche se fundiría en día y podrías colocarte lo suficiente como para querer leer William S. Burroughs.

En la planta superior visitamos la Jungle Room. Para entonces yo ya me había olvidado de que Elvis era probablemente el artista más famoso de todos los tiempos y de que antes que yo, millones de otras personas habían estado en el mismo punto en que me encontraba en ese momento. Me sentía como si estuviera en casa de algún familiar al que nunca había visto pero que conocía bien. Sonó una canción que había grabado en aquel mismo lugar, sobre aquella espesa alfombra verde, y durante unos minutos, 1976 se instaló cómodamente en el presente. Demoramos nuestra salida, ya que esa era la última sala de la mansión, y asumimos tácitamente la realidad de que no podíamos quedarnos para siempre. Ni siquiera allí.

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Una vez fuera, pasamos junto al balancín de Lisa Marie, cutre y precioso a partes iguales.

Luego visitamos su avión, equipado con un lavabo de oro, una cama de terciopelo azul y un bar repleto de las bebidas favoritas de sus invitados.

Las tiendas de souvenirs de Graceland ofrecen artículos horribles a precios exagerados. Nos costó decidirnos por qué 43 cosas comprar. Finalmente optamos por unas pelotas de golf, unos calcetines, unas gafas de sol para mi sobrina y unas camisetas para los niños de Sarah. Además, los tres nos compramos unas camisetas de TCB a juego. A la salida, grabamos nuestros nombres a los que ya había en los tablones de madera del puente.

Volví a Graceland once meses después. Mi hermana había perdido a un ser querido y me ofrecí a acompañarla en un viaje de emergencia en coche. La llevamos a California desde Nueva York porque intentar superar el luto mientras se pasea por las heladas calles de Brooklyn es como tratar de mantenerse a flote cuando tienes piedras atadas a los tobillos. Embargada por la frustrante impotencia que se siente al estar junto a una persona de luto, lo único que podía ofrecerle era un viaje al Heartbreak Hotel. La casa de Elvis es la iglesia de EUA: un recordatorio de que el mundo es un patio de juegos en el que montar en karts y llevar monos con pedrería; un tributo al hombre que la elegancia y el cutrerío no han de ser necesariamente excluyentes, y una prueba de que, con un poco de empeño y compromiso, uno puede crear un imperio de su pelvis, residir en el palacio pasteloso de sus sueños e incluso vivir para siempre.

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