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El número de perder los estribos

El delator canta al amanecer

Por qué un granjero de gallinas de Carolina del Norte denunció las pésimas condiciones de su propia granja.

En una fría mañana de diciembre, Craig Watts me recibía en la entrada de la granja que construyó su bisabuelo hace más de un siglo. Su familia había trabajando estas tierras durante más tiempo aún, tal vez cientos de años, pero cuando Watts me invitó a pasar a su casa, era evidente que la cosas habían ido a peor en las dos décadas que llevaba trabajando como granjero. Watts se sentó en un sillón rodeado de una montaña de papeleo legal y me enseñó el libro que estaba leyendo: El arte de la guerra, de Sun Tzu.

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El día anterior, mientras iba de camino a Carolina del Norte, me había pedido que canceláramos la entrevista, pues decía que sus abogados le habían aconsejado que dejara de hablar con la prensa. Le dije que creía que era importante que continuara hablando, que la historia aún no había acabado. Él saltó enseguida y me dijo: "No se trata de ninguna historia, tío; sino de mi vida. Tenlo en cuenta".

A las siete de la tarde del 3 de diciembre, se había hecho público un vídeo en el que se mostraba hasta el último detalle de las condiciones de la granja de Watts. Lo habían hecho coincidir con la publicación de un artículo de opinión de Nicholas Kristof en el New York Times, donde se criticaba el trato hacia los animales que se veía en el vídeo. Lo que se mostraba eran las condiciones habituales de cualquier granja de gallinas en Estados Unidos: un lugar oscuro y sombrío a rebosar de decenas de miles de gallinas blancas criadas para obtener sus enormes pechugas lo más rápido posible. Con unas patas incapaces de soportar su propio peso, muchas acaban pasándose toda su vida sentadas sobre su propia mierda, mientras sus pechugas se tornan rojas, doloridas y desprovistas de plumas. Nada nuevo para cualquiera que esté familiarizado con los estándares de la industria avícola.

Lo peculiar del vídeo era que el propio Watts, el dueño de la granja, se había puesto frente a la cámara y había dicho: "No puedo hablar por las gallinas, pero sí puedo decir lo que veo. No, las gallinas no son felices. Y por supuesto, tampoco están sanas". No se trataba de un vídeo de denuncia grabado a escondidas por unos veganos cubiertos con pasamontañas que hubieran invadido su propiedad, sino del mismísimo criador de pollos admitiendo que las condiciones de su granja eran inaceptables. El video se hizo viral.

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Al igual que la gran mayoría de granjeros en este país, Watts trabajaba bajo contrato, lo que significa que él ponía la granja y el equipamiento, mientras trabajaba por contrato para Perdue, empresa que le proporcionaba las gallinas y el pienso. Su acuerdo de producción lo especificaba todo sobre cómo debía ser la cría de las gallinas: desde el número de gallinas que Perdue le proporcionaba hasta la manera en que debía funcionar la ventilación. En otras palabras, por mucho que Watts quisiera cambiar el funcionamiento de la granja, tenía las manos atadas.

Para Watts, el sistema carecía de sentido. Me dijo que sus honorarios, que rondaban los once centavos por kilo, no le alcanzaban para salir del ciclo de deudas que supone la reparación de la maquinaria, el mantenimiento y las mejoras. Su frustración y sus múltiples quejas, acumuladas a lo largo de los años, caían siempre en saco roto.

"Tenía los problemas de un granjero, como saldar deudas y ese tipo de cosas, pero nunca me había preocupado demasiado por el bienestar de los animales", me dijo. Entonces, un día vio por casualidad en la tele un anuncio de Perdue. En él, Jim Perdue, el presidente de la compañía y tercera generación de la familia fundadora, se paseaba por una granja limpia y espaciosa con hermosas gallinas mientras presumía de que allí "se hacen las cosas como es debido" y que "crían gallinas lo más humanamente posible".

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"Enseñan esa imagen de la granja y yo sé que no es, ni de lejos, lo que veo cada día", me dijo Watts. "Mi detector de mentiras no paraba de sonar 'pip, pip, pip'. Es el mayor montón de patrañas que haya visto jamás. Llegados a este punto, se trata de un dilema moral. Si me quedo de brazos cruzados, me convierto en cómplice".

La primavera pasada, Watts había conocido a una entusiasta y encantadora defensora de los derechos de los animales llamada Leah Garces. ¿Quién se la presentó? Ni Watts ni Garces quisieron desvelarlo. Garces era la directora en Estados Unidos de la ONG Compassion in World Farming ; su trabajo consistía básicamente en denunciar las condiciones de vida de los animales en granjas como la de Watts. Garces incluso fue a su casa y conoció a toda su familia. Se hicieron amigos y, cuando Garces le pidió que mostrara la granja ante las cámaras, él accedió. En cuestión de segundos, Watts aceptó ser un delator.

A lo largo de varios meses, Garces fue grabando imágenes de la granja de Watt y lo ayudó a contactar con varios periodistas importantes como Kristof del Times, Maryn McKenna de la revista Wired, así como con la productora Fusion TV, que, según parece, está preparando un documental sobre Watts. Como es fácil de imaginar, la colaboración entre Watts y Garces se convirtió en toda una pesadilla para Perdue. Si no fuera por Garces, Watts sería un simple granjero excéntrico a quien nadie haría caso en sus quejas. Si no fuera por Watts, Garces sería otra activista más que denuncia prácticas industriales poco transparentes.

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Cuando salió el video, Watts estaba convencido de que perdería su contrato con Perdue. Al fin y al cabo, aquella una de las razones por las que accedió a hablar conmigo aquella mañana de diciembre. "Puede que acabe con medio millón de dólares en activos inservibles", me dice. "Pero quiero poder dormir tranquilo por las noches". El bufete de abogados que accedió a representar a Watts sin honorarios –y que también forma parte del equipo legal que asesora a Edward Snowden– le advirtió que se esperase lo peor.

Cuando las condiciones de una granja como las que se ven en el video de Watts salen a la luz, las empresas matrices como Perdue no tardan en afirmar que se trata de la excepción, la manzana podrida del cesto, y liquidan el contrato. Poco después de que se viera el vídeo, Perdue realizó una declaración pública afirmando que "las condiciones que aparecen en esta granja no reflejan los estándares bajo los que Perdue cría a sus gallinas". Resulta curioso, porque, según unos documentos que yo mismo pude ver con fecha de julio de 2014, los inspectores de Perdue le dijeron a Watts que "continuara haciéndolo así de bien".

Sorprendentemente, en cuanto al contrato con Watts, Perdue no decía ni palabra. En las semanas posteriores al lanzamiento del vídeo, inspectores de la empresa visitaron la granja sin previo aviso en diversas ocasiones. "He pasado más inspecciones en las últimas tres semanas que en los últimos años", me dijo Watts. Era como si estuvieran recopilando evidencias contra él para desacreditarlo, pero no le decían nada al respecto.

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Estaba previsto que Perdue recogiera las gallinas de Watts al día siguiente de mi visita para llevarlas al matadero. Watts me invitó a ver la que, probablemente, fuera su última cría de gallinas. Dentro, las aves se hacinaban las unas contra las otras y en el ambiente se respiraba un fuerte y denso olor a amoniaco. En nada se diferenciaba de la granja que había visto en el vídeo.

Watts señaló una gallina que cojeaba; sus patas genéticamente deformadas no podían soportar el peso de sus pechugas. Según Perdue, Watts tiene la responsabilidad moral de sacrificar a aves como ésta para acabar con su sufrimiento. Watts me hizo una demostración del método recomendado para hacerlo: cogió a la gallina y le giró la cabeza como si abriera un botella de agua. Aquella, al menos, ya no sufriría más. El resto de sus pobres compañeras deberían esperar al día siguiente.

Le pregunté a Watts si esperaba a volver a criar gallinas en su granja.

"Bueno, esa de la pregunta de los 64.000 dólares, ¿no?"

A finales de año, Perdue contestó a la pregunta. Le exigieron a Watts que hiciera un curso de formación en bienestar animal y bioseguridad. Le anunciaron que inspeccionarían su granja varias veces por semana. En otras palabras, le dijeron que podía mantener su contrato si quería, pero que lo estarían vigilando.

Cuando pregunté a Perdue por qué no despidieron a Watts, su portavoz, Julie DeYoung, me contestó: "Lo que se mostraba en el vídeo no coincidía con las observaciones de nuestras inspecciones sobre el terreno ni con el historial de la granja… El creciente interés por esta granja no se debe a ningún tipo de represalia, sino a que queremos asegurarnos de que las aves de Perdue gozan de buenos cuidados y se encuentran en condiciones aceptables".

Quizás el potente bufete de abogados había tenido algo que ver. O tal vez el hecho de que Perdue le dijera a Watts que "continuara haciéndolo así de bien" al mismo tiempo que Garces grababa su vídeo. Por algún motivo, para bien o para mal, Watts conservó su trabajo. "Supongo que consideraron los riesgos", me dijo Watts. "Si no, hubiera sido un infierno para ellos".

Cualquiera que fuera el motivo de Perdue, Watts aceptó seguir con el contrato y, para cuando leas estas líneas, su granja estará otra vez a rebosar de gallinas de Perdue. No se sabe cuánto puede durar esta situación. Puede que la decisión de Watts resulte inesperada viniendo de alguien que había manifestado estar tan harto de las políticas de Perdue, pero es posible que Watts se esté dando cuenta del poder que supone seguir con la empresa. "Si (el sistema) debe cambiar", me dijo Watts, "debemos cambiarlo desde dentro".