FYI.

This story is over 5 years old.

viajes

Un viaje en bicicleta de Londres a Ciudad del Cabo me enseñó cosas sobre la vida, la gastronomía y la amistad

Todo lo que sabíamos del África subsahariana era por documentales o libros y queríamos cambiar eso. Así que lo hicimos.
Ilustración: Hisham Bharoocha. Fotografía: Tom Perkins

_Poca gente puede decir que ha viajado en bicicleta desde Londres hasta Ciudad del Cabo, y Tom Perkins es una de ellas. Junto a su amigo y compañero inseparable de viaje Matt Chennells, Tom realizó un viaje colosal atravesando 26 países —de Europa, Oriente Próximo y el Norte de África— en 502 días. ¿Su objetivo? Explorar el mundo con el estómago vacío, cocinando y comiendo los platos típicos de cada zona en los hogares de las gentes que fueran conociendo por el camino. De aquella experiencia nació _Spices and Spandex, un libro en el que Tom narra sus peripecias. Aquí podéis conocer su historia.

Publicidad

Estaba tomándome una pinta con mi amigo Matt en un pub de Ciudad del Cabo cuando se nos ocurrió la idea. Acabábamos de graduarnos de nuestras respectivas y absurdas carreras de humanidades y habíamos pasado años estudiando (entre otras cosas) el África subsahariana, pero nunca la habíamos visto. Todo lo que sabíamos era por documentales o libros y queríamos cambiar eso.

Un par de cervezas después ya habíamos decidido emprender un viaje entre dos pubs, empezando en uno cerca de donde crecí, en un pueblo del sur de Inglaterra, y terminando en el pub de siempre de Ciudad del Cabo. Nos flipamos un poco y esa misma noche empezamos a decírselo a varias personas. A la mañana siguiente nos despertamos pensando, Mierda, ahora vamos a tener que hacerlo. Y lo hicimos.

No éramos ni de lejos asiduos a la bicicleta. Los portabultos de las nuestras no funcionaban y todo lo teníamos cogido con abrazaderas de manguera y bridas para los cables. Un desastre, vamos. Cuando empezamos, me di cuenta de la baja forma física en que estaba Matt, que no había usado nunca su bicicleta hasta el día en que salimos. Me lo quedé mirando y le pregunté, '¿Estás seguro de que vas a poder hacerlo?'.

No teníamos un plan muy definido; lo único que sabía era lo que quería sacar del viaje. Cuando vas a pasar tanto tiempo en la carretera, debes tener un proyecto que avive tu interés por lo que estás haciendo. Yo buscaba la manera de combinar mis grandes pasiones —la fotografía, la escritura y, sobre todo, la cocina—, así que pensé que sería buena idea escribir un libro de cocina. Pero sobre todo quería aprender, ser como una esponja y absorber tanto conocimiento como pudiera.

Publicidad

No tengo ninguna formación en la cocina, aunque siempre me ha apasionado y sabía que tampoco quería acabar siendo cocinero. Pensé que con el libro podría darle al proyecto un enfoque más social y antropológico, y mostrar qué significa la cocina para cada pueblo y cómo este elemento une a las personas. Quería crear algo que fuera más allá de unas simples directrices sobre cómo perfeccionar un plato.

Allá donde fuéramos, con cada persona que conocíamos, intentaba llevar nuestra conversación hacia el tema de la comida. Les pedía que me enseñaran a cocinar su plato favorito o algún otro plato que significara mucho para ellos, o simplemente su plato tradicional. Los observaba cocinar y luego cocinaba con ellos. Me pasé una tarde entera aprendiendo a hacer injera, un plato hecho sobre una torta de pan que se come tres veces al día en Etiopía; vi cómo una mujer turca de menos de 1,50 m descuartizaba un toro de media tonelada con la precisión de un sastre; fui invitado a comer con las mujeres de la familia que me alojó en Sudán, algo inaudito para un hombre en ese país.

Las recetas del libro reflejan todo lo que aprendí y tienen un poco de mi propia creación. hay un plato de Tanzania que estoy convencido que nunca se ha cocinado allí, pero quise darle un toque personal a los ingredientes increíbles que teníamos. paseaba mucho por los mercados y me daban a probar de todo, desde langostas fritas hasta cabezas de pescado.

Publicidad

Como teníamos poco dinero, descartamos desde un principio todo lo que fuera caro. Se puede decir que durante 501 días vivimos prácticamente en la cuneta. Cuando llegaba cierta hora de la tarde, dependiendo de la época del año y el sitio en que estábamos, empezábamos a pensar dónde íbamos a dormir esa noche. Nos pasábamos como una hora antes de que anocheciera buscando un sitio para acampar: un autobús abandonado, un bosque, un parque público… Si era invierno, nos metíamos en alguna cafetería o un bar y nos quedábamos allí hasta que alguien nos preguntaba adónde nos dirigíamos. Con las cuatro palabras que hubiéramos aprendido en su idioma, les respondíamos: 'Tienda. Dormir'. Son incontables las veces que completos desconocidos nos ofrecieron su casa para pasar la noche.

Tras varios meses de viaje, me falló la rodilla, que ya estaba debilitada desde el inicio del viaje por una fractura. Estábamos en medio del desierto, cerca de la frontera occidental de Libia. Era justo después de Navidad y yo casi no podía caminar, y mucho menos pedalear. Me atendieron en un hospital de Luxor. Después decidimos seguir por el sur hasta Sudán para visitar Jartún, desde donde planificaríamos nuestro siguiente destino. Allí conocí a un camionero que me presentó a su primo, Mohammed. Este me llevó a su casa y simplemente me dijo: 'Esta es tu casa'. Me quedé en casa de Mohammed y su familia durante más de un mes mientras me recuperaba de mi lesión de rodilla. Fue increíble. Todavía hoy estamos en contacto al menos una vez al mes y además le he dedicado un capítulo muy importante de mi libro, del que le envié una copia en cuanto se publicó. Es lo mejor que le podía pasar al libro: que acabe de vuelta en manos de las personas que conocí y que me ayudaron.

Tampoco me olvidaré nunca de Nelson. Estábamos en Malawi y, después de haber recorrido 100 km, empezaba a oscurecer. Reparamos que estábamos en medio de la nada y sin comida. Tomamos un camino que nos condujo a una aldea donde nos recibió Nelson, el jefe de profesores de la escuela. Nos hizo un hueco en la escuela para alojarnos, nos dio agua para lavarnos y nos invitó a su casa para disfrutar de una cena típica de Malawi, el ugali —una especie de gachas elaboradas con harina de maíz— con tomate y aguacate picados. Cuando le pregunté si tenía sal, se le cambió la cara. 'El precio de las al ha subido mucho y este mes no puedo permitirme ponerla en la mesa', fue su respuesta. Estaba ante un hombre que no se podía permitir comprar sal —un producto básico en cualquier país de Europa— pero que no había dudado ni un segundo en sentar a su mesa a dos desconocidos y ofrecerles lo poco que tenía. Para Nelson, y para muchas otras personas que conocimos en nuestro viaje, un desconocido es alguien a quien hay que acoger y cuidar. Ninguno de ellos temía qué pudieran quitarles unos desconocidos, sino que estaban deseando conocerlos y aprender de ellos.

Viajar en bicicleta es la forma más directa de estar en contacto con un país, pero también te deja en una posición de vulnerabilidad. Pensándolo ahora, me doy cuenta de los peligros que corrimos y de lo ingenuos que fuimos. A mí me atropellaron dos veces y en una ocasión me puse enfermo por beber agua directamente del río Nilo; estuvimos en El Cairo cuando estalló la Primavera Árabe; cuando me abandonó la rodilla, tuve que continuar el viaje con una moto vintage (que se estropeaba día sí, día también). Pero en un viaje de estas características es necesario experimentar ese contraste entre lo bueno y lo malo. De algún modo un tanto retorcido, hay que disfrutar los malos momentos porque serán la esencia de tu historia. Fue horrible tener que pasar una semana entera comiendo sopa de pulmón de toro con cerezas amargas para deshacerme de la bacteria estomacal que tenía, pero por otro lado, aquella fue la mejor experiencia culinaria que he tenido en mi vida. Siempre me digo que nadie más que nosotros decidimos meternos en aquello. Era el viaje de nuestros sueños y fuimos unos privilegiados al poder hacerlo.

¿Si hemos cambiado? Por supuesto. Habría que estar miope o ser aun más tozudo de lo que yo soy para decir lo contrario. La gente que conoces, las experiencias que vives y a las que estás abierto en un viaje así son tan abrumadoras y diferentes a todo lo que hayas vivido antes que el cambio es inevitable. Todo lo vives con gran ilusión, sobre todo cuando tienes 23 años. Aquel viaje fue muy educativo. Ahora voy a hacer otro pero por toda Suramérica, aunque esta vez voy a cambiar la bicicleta por un tuk tuk.