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Venezuela: El humor en el exilio

Los años de crisis en el país suramericano han propiciado una diáspora que a mediados de 2019 alcanzó más de cuatro millones y medio de personas. Todas han tenido que reimaginar su vida. Algunas lo hicieron a través de la risa.
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“El humor es el refugio de la libertad del ser humano”. Para digerir esta historia, es útil llevarse esas palabras a la boca. Las dijo Laureano Márquez, un escritor y comediante venezolano que hace dos años salió de su apartamento en Caracas como quien cree que volverá unas horas más tarde. Cerró la puerta y dejó en él esos trozos cotidianos de la vida que nos dan una sensación de familiaridad y de certeza: su taza de peltre para el café de las mañanas, sus libros, la vista al Ávila, la comida en el freezer, la rutina. Se fue porque, como explica, no hacían falta amenazas ni persecuciones, bastaba con vivir en un país en el que el ingenio, la dignidad y la honestidad eran pisoteadas.

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El exilio es un trago tan amargo para quien lo vive como denso para quien escribe sobre él. Por eso, hacen falta palabras que permitan zurcir su complejidad. Las de Laureano explican un fenómeno, una paradoja y un oficio inusual: el humorismo creado por una de las poblaciones desplazadas más grandes del mundo, de acuerdo con datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM).

Desde stand-up comedies hasta obras de teatro cargadas de añoranza cultural y de referencias a la tragedia política del país, pasando por Instagram y plataformas on-demand, un manojo de emigrantes venezolanos de distintos contextos y perfiles, ha hecho de la risa de los otros una forma de resistencia, supervivencia y discurso.

“Es necesario para digerir el trauma”, explica Joanna Hausmann, comediante, escritora y actriz creadora de Joanna Rants, una serie digital que busca cerrar las brechas y diluir los estereotipos existentes entre Estados Unidos y Latinoamérica, o como dice ella misma: “unir a los dos mundos en un solo chiste”. Para Hausmann, que emigró hace más de una década hacia los Estados Unidos, fenómenos como los stand-up comedy venezolanos se explican en parte porque a través de ellos tiene lugar un refuerzo identitario que le permite al migrante aferrarse a sus orígenes y asumir el destierro y la distancia. “Tengo amigos que han visto un mismo stand-up de Erika de la Vega tres veces, porque es como ir a la iglesia; es ir a tu comunidad, es congregar”, afirma.

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¿De qué se ríen los migrantes?

Para algunos, como Márquez, hacer humor en medio de la diáspora es exactamente lo mismo que hacerlo en Caracas: se dicen las mismas cosas. Lo que cambia en realidad es el contexto de quien ríe; los chistes que evocaban aspectos ridículos de la existencia dejaron de ser simplemente un mecanismo de comicidad para proporcionar aquella “anestesia momentánea del corazón” que describía Henri Bergson en uno de sus ensayos. Evitan el dolor que supone añorar lo que no se alcanza, lo que era cotidiano y que ahora se difumina por cuenta de una cultura distante y de lenguas sin la misma gracia.

George Harris ha entendido esto mejor que nadie. Periodista y precursor de los micrófonos abiertos entre venezolanos, Harris —que ahora vive en Miami— elabora sus rutinas de improvisación alrededor de la historia de su gente, “pero no de la historia de nuestros próceres” aclara, “sino de lo que vivimos en la niñez, de cómo nos criaron, de cómo se comportaban nuestros padres. Eso es lo que abre el corazón de las personas”.

Su humor es reconocido porque cuestiona elementos de una idiosincrasia acostumbrada a paradigmas en la política, el entretenimiento y la cultura. “Yo busqué un espacio alternativo en un país de mises, místeres y novelas”, explica.

Tanto él como Laureano Márquez son íconos de nicho; sus presentaciones en países de Europa, Estados Unidos y América Latina se atiborran de asistentes venezolanos, algo que Márquez ha querido capitalizar en términos sociales. Sus obras, en las que participa el también actor y humorista venezolano Emilio Lovera, le apuntan a cuestionar los imaginarios políticos, a educar, a la reflexión, la discrepancia y la respuesta cívica. “El humor político descubre la desnudez del poder y lo deja expuesto frente a la colectividad, una desnudez que de alguna manera todos presienten, pero que solo el humorista se atreve a revelar”, sentencia.

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Otros, como Hausmann han logrado abrir el cerrojo cultural de audiencias más diversas. Ella particularmente ha creado contenidos inteligibles para norteamericanos y latinos a través de sketchs humorísticos y de otros proyectos como su participación en Flama y más recientemente en la serie de Netflix Bill Nye salva al mundo.

Una nación desterrada al vacío

Más de 750 mil personas han solicitado la condición de refugiados en distintos países del mundo de acuerdo con la Plataforma de Coordinación para Refugiados y Migrantes de Venezuela. Se trata de un aumento del ocho mil por ciento desde 2014 según ACNUR. A eso se suman otros cuatro millones de emigrantes cuyo estatus migratorio es diferente.

Son cifras que amontonan relatos de familias deshojadas; de hijos que en el vientre ya conocen la escasez; de una juventud despojada de sus primeras inquietudes; de adultos mayores que se aferran a la dignidad como último peldaño de la vida; son personas condenadas a sobrevivir entre lo extraño, a procurar pertenecer aunque no quieran, aunque a veces no sean aceptados.

En un contexto como ese, ante la generalizada sensación de desarraigo y soledad, es comprensible que en distintos escenarios se confeccione un nuevo tejido cultural, en el que el humor no solo existe, sino que brota de la nada. Ese es el caso de plataformas como Instagram, en la que cómicos de todos los resortes han encontrado un asidero. Son Marco Pérez, Javier Romero o Manuel Rodríguez, por mencionar a los más posicionados, pero también son micro-influencers, que asentados en América o España, están buscándose la vida a través de un móvil, como si de los followers dependiera su futuro.

Todos ellos, a veces sin querer o sin saber, añaden retazos a la identidad venezolana en el exilio. Esa mezcla de diversas cepas del humor —algunas veces ramplón, circular y predecible, y otras inteligente, elaborado y reflexivo— le proporciona a los migrantes un refugio emocional, insuficiente para cambiar la realidad, pero útil para soportarla. ¿Y cómo lo hace? Dibujando un país imaginario en el que no existe la tierra, pero tampoco el alcance del régimen, ni la censura, ni el miedo, ni el tiempo, solo una comunidad que se vincula por sus anécdotas, por sus experiencias, y desde luego, por su risa.

El poder de esos encuentros que pueden tener lugar en digital, en un open-mic o en un teatro radica en que todo el contexto que usualmente los migrantes tienen que dar para que otros les entiendan se hace innecesario. Y ese alivio, como explica Hausmann, que es momentáneo pero enorme, disipa el aislamiento y la soledad. Ahí es donde el humor resulta tan significativo, porque sus códigos son un recordatorio de que a pesar de la deriva, la nación existe, la gente pertenece a un imaginario llamado Venezuela. “Nuestro trabajo es que los venezolanos no se sientan solos”, promete.

Escribir sobre el exilio sin haberlo vivido, es teorizar sobre lo ajeno, sobre las experiencias de esos venezolanos que cruzan a pie la frontera hacia Colombia, que están siendo matoneados en Perú, que trabajan como repartidores en Madrid, que se apostan en las plazas de distintas capitales a exigir que les devuelvan su país, que viven en Estados Unidos con el temor a perder la residencia por cuenta de un discurso insolidario, de todo ese pueblo valiente que dejó a sus abuelas, a sus padres y a los suyos.

Sin embargo, esta historia busca romper con el relato único de la tristeza intrínseca al exilio, quiere recordar que en el humor se resuelven las contradicciones, se acortan las distancias, se devuelve la esperanza. Que en el Capitol de Gran Vía, donde se presentaron Laureano Márquez y Emilio Lovera recientemente, en Madrid, o en el Flamingo de Miami, donde George Harris le dibuja una sonrisa cada jueves a su gente, allí también resiste Venezuela, allí pervive la esencia común de ese territorio que se extiende desde Carúpano hasta Maracaibo, porque nuestra risa, retomando las palabras de Bergson “es siempre la risa de un grupo”.