LGBTQ

Contra la cultura queer

Lo queer es un nicho de mercado, hay negocio y, mientras se trate de un nicho de mercado del cual se hace negocio, la etiqueta literatura queer será una manera de legitimar esa comercialización.
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Bienvenidos a una más de las modas o tendencias presentes en lo audiovisual, lo literario, lo académico y lo activista: la omnipresencia de lo queer. Es una moda en la cual yo participo, claro. He sido durante años cara visible del movimiento trans y fui portada en 2017 de la revista Tentaciones. He estado en entrevistas, documentales, charlas: he hablado una y otra vez de lo queer.

El 25 de noviembre salió a la venta una antología de relatos publicada por Dos Bigotes, Asalto a Oz, que llevaba por subtítulo Relatos de la Nueva Narrativa Queer, en la que participo. Podría interpretarse que escribo este artículo con un objetivo provocador o podría, directamente, llamárseme hipócrita. Nada más lejos de la realidad. Lo digo claramente: estoy en contra, sin reservas, de lo que actualmente podríamos denominar como cultura queer. ¿Pero qué coño es la cultura queer?

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Lo queer surge como una ampliación de lo LGTB que no se limita a lo LGTB: lo queer, en el caso de los queer studies anglosajones o de las teorías queer surgidas de su importación en España, es sinónimo de aquello que queda en los límites del sistema, de lo subversivo desde la perspectiva de los afectos, de la identidad, de los cuerpos y de tantas otras disidencias. Lo queer es, para Preciado, la posibilidad de una gran coalición de sujetos subalternos. Lo queer es, según el origen de la palabra en inglés, lo extraño, lo raro. Esta sería una definición de lo queer.

Pero las definiciones nunca son eternas. Atención a lo que dice Víctor Mora en su artículo Punto muerto: Qué/cuándo es queer:

Nos encontrábamos afrontando la deriva más o menos inesperada de lo queer como ‘chic cultural’, asociado tanto a proyectos académicos sospechosamente elitistas como a productos culturales mainstream que poco o nada reflexionaban sobre la precariedad o los márgenes del texto. Parecía que bastaba con que cualquier artista revestido de aroma contracultural se autoetiquetase como queer para convertir su discurso en ‘disidente’, ‘outsider’ y/o ‘revolucionario’, vaciando de contenido esas palabras y, ya de paso, despolitizando toda potencialidad transformadora de lo queer.

Si la cultura queer es la reiteración artística de estos conceptos y definiciones, podemos hablar de dos posibles maneras de catalogar una obra de arte o un hecho cultural como queer: cuando la obra de arte ha sido elaborada por un artista queer (y aquí entra, a modo de cajón de sastre, cualquier artista gay, lesbiana, bisexual, trans o de las tantas otras disidencias que se supone que lo queer ha de reagrupar bajo un paraguas coherente y verosímil) o cuando la obra de arte en sí misma tiene un componente queer.

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La cuestión es si esta segunda definición tiene sentido y si la primera es posible. ¿Con qué criterios calificar una obra como queer en sí misma más allá de quién la produce y de sus condiciones de creación? ¿Quién establece los límites de lo que es la cultura queer y lo que no?

"Lo queer es un nicho de mercado, hay negocio y, mientras se trate de un nicho de mercado del cual se hace negocio, la etiqueta literatura queer será una manera de legitimar esa comercialización"

Postulemos que la cultura queer funciona, en general, según los mismos mecanismos que rigen la teoría institucional del arte de Danto y otros filósofos de tradición analítica. Es una gran convención acordada entre todos aquellos pertenecientes al mundo artístico, que deciden qué y qué no constituye una obra de arte: La Fuente de Duchamp es una obra de arte, pero no cualquier urinario lo es, precisamente porque la primera se exhibe bajo unas condiciones determinadas y se construye alrededor de ella el relato de que eso es una obra de arte.

Lo mismo ocurre con el arte o cultura queer. Más allá de que la obra contenga un componente queer en sí mismo, se la llama así porque así ha sido acordado dentro del mundo artístico y del mercado del arte que de éste surge. Lo queer no es sólo un criterio de diversidad. Es un valor añadido, una nueva categorización, una novedad que aporta rentabilidad e impacto monetario. ¿Qué queda de la subversión si todo acaba ajustándose a los criterios capitalistas?

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Pequeño paréntesis. Que no se me malinterprete como si estuviera defendiendo las tesis de La trampa de la diversidad, pero si el libro contiene algo que sea interesante es la constatación de la que ya se habían dado cuenta otros: la exquisita capacidad del capitalismo, en su desarrollo más tardío, para fagocitar e incorporar movimientos sociales despojándolos de sus componentes contestatarios.

Es esta, y no otra, mi tesis: aceptar la existencia de una cultura queer, o de una generación queer, o de una literatura queer, etcétera, etcétera, no es más que convertir lo queer en un producto de consumo interno dentro de sus círculos especializados: como somos maricones, bolleras, bis, trans, nos dirigimos a nuestra librería de cabecera LGTB-friendly y, bajo una lógica siniestramente similar a la que rige la mercantilización que habla de las parejas homosexuales como Dual Income No Kids y objetivo preferente de la publicidad capitalista, consumimos libros para maricones, bolleras, bis y trans. O nos intercambiamos los 18,95 euros que cuesta cada obra entre nosotros: yo compro tu ensayo, tú compras mi novela, larga vida a la literatura LGTB.

"En vez de expulsar a los márgenes a la irrelevancia, se delimita qué son los márgenes, se acotan, se ponen señales y vallas para que los raritos se consuman entre sí mismos"

Hablando claro: lo queer es un nicho de mercado, hay negocio y, mientras se trate de un nicho de mercado del cual se hace negocio, la etiqueta literatura queer será una manera de legitimar esa comercialización e incorporación dentro de la industria editorial como una subcategoría apartada y alejada de aquello que constituye la Literatura con mayúsculas. Lo mismo con el arte queer en general. Lo mismo con la cultura en general.

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Como los artistas queer no poseen la legitimidad como sujetos que les permitiría pertenecer al mundo artístico en su globalidad, se construye un micromundo artístico, nicho o incluso gueto de lo queer en el cual su existencia sí que está justificada. En vez de expulsar a los márgenes a la irrelevancia, se delimita qué son los márgenes, se acotan, se ponen señales y vallas para que los raritos se consuman entre sí mismos.

Porque la cultura queer es también una cultura de consumo (y me planteo si dentro de una cultura de consumo puede existir siquiera forma alguna de subversión). No se forma parte de la escena queer sólo en tanto que se es queer, claro, sino que tienes que consumir sus productos o eventos: ir a la última pinchada transmarikabibollo, leer fanzines y libros que saquen editoriales más institucionalizadas o más o menos aparentemente subversivas, frecuentar unos lugares concretos, conocerse entre todos. Lo queer actúa como un espacio que da cobijo a quienes lo habitan, pero sin salirse nunca de la lógica capitalista global.

Me permito citarme a mí misma, porque ya comentaba todo esto (más veladamente) en mi relato para Asalto a Oz, titulado "Onomástica o Doce catilinarias". Aquí una parte del resumen, dentro de ese relato, del proyecto cinematográfico que tiene entre manos la protagonista Dara. Creo que la intención es evidente:

El corto centra su discurso en las posibilidades emancipadoras de nuevas prácticas sexuales sin centrarse necesariamente en estas: asume, pues, su sujeto no como un disidente necesario del sistema género-género, sino en tanto que productor discursivo subalterno o abyecto, es decir, perteneciente a una amplia coalición de sujetos normalmente atrapados (o empujados a) los márgenes. Caben, en esta coalición, los modelos relacionales disidentes (como el poliamor (incluso el poliamor heterosexual (incluso el mercantilismo del amor (incluso el neoliberalismo)))), las migrantes, las marikas, las bolleras, las travas, las putas, las racializadas, las disidentes del sistema género-género, también alguna gente de Malasaña, los amigos del rollo, los habituales de la casa okupa, los que dan clase de lengua de signos en la casa okupa, los que llevan más de siete piercings, los que llevan rastas pero después se arrepienten por considerarlo apropiación cultural, probablemente las gordas, la Real Academia del Lenguaje Inclusivo, un par de twitteras, Judith Butler, Paul B. Preciado, Miquel Missé, todo hombre trans concebible que posea un discurso que pueda ser incluso medianamente calificado de teórico en la superficie por escasamente brillante que sea su fondo, toda persona que ensalce el potencial revolucionario del ano, el camello de la farla.

¿Cómo salimos de esta? Pasemos de toda esta teoría a la práctica. No hagamos más literatura queer, no participemos del Artworld de lo queer: exijamos o los mismos códigos y coyunturas alrededor de nuestras obras que tienen los artistas o nada. Publiquemos en las grandes editoriales. Rechacemos la marginalidad que tanto nos gusta. Critiquémonos a nosotras mismas por hipócritas. Abandonemos un rato los espacios tan, tan cómodos que se forjan en el gueto queer, sabiendo que abandonarlos no hará que dejen de ser necesarios.

A mí lo ‘disidente’, ‘outsider’ o ‘revolucionario’, en su mutación al postureo, no me interesa. Hay que querer cambiar lo que es la Cultura o el Arte con mayúsculas. Hasta entonces: a la mierda con la cultura queer.

@lysduval Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado