Y ahora qué hago: el abismo al acabar la carrera

“A estas alturas, lo único que quiero es no llegar a los treinta siendo mediocre en lo que hago”. Mi amigo Gael pronuncia estas palabras mientras hace la maleta para irse a vivir a Londres. Así, a la aventura, sin nada asegurado. Hace unos meses, los dos (que nos hicimos amigos en Comunicación Audiovisual) estábamos preinscritos en el Máster de Profesorado de la Universidad de Santiago, pero en algún momento Gael cambió de idea. No quería volver a estudiar, no quería opositar; ni siquiera tengo claro que quisiera ser profesor. “El poco trabajo que he encontrado aquí ha sido en teles locales, cobrando poco y sin aprender una mierda. Me apetece crecer”.

Su madre no confía demasiado en el plan emigratorio. Ella apostaba, como la mía, por el máster. Que si la seguridad, que si las vacaciones en los institutos… El horizonte funcionarial es confitura para las madres, mermelada que entra caliente en sus oídos. ¿Quién las culpa? Ven que sus hijos acaban los estudios superiores, pero el mercado, o los mercados, no parecen querer cumplir su parte del trato. Y se hartan de verlos penar.

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Este es el futuro que se abre ante ti. Foto vía usuario de Flickr Emploia

No todas las burbujas son de jabón, inmobiliarias o de embalaje. Existe también una burbuja universitaria (existen, de hecho, varias burbujas universitarias) que explota cuando nos vemos titulados y sin embargo desnudos (puede que también tiritantes y en posición fetal) ante las amenazas de la vida adulta. Hasta entonces hemos venido revoloteando grácilmente, despreocupadamente, bajo el colchón de una vida estudiantil sufragada por los padres o las becas del Estado, aunque ese revoloteo es menos grácil.

Pero claro, todo se acaba tarde o temprano, y cuando se trata de conocer a otras personas, de amigarnos con ellas, de emborracharnos con ellas, de compartir piso con ellas, y a veces, incluso, hasta de acostarnos con ellas, las cosas se acaban tirando a temprano, demasiado temprano.

Los cuatro o cinco años de carrera pasan con la fugacidad propia de todo lo emocionante, como esas series que empezamos extasiados y que parece que van a durarnos siempre, hasta que nos damos cuenta de que nos faltan sólo dos capítulos para terminar la última temporada. Buscar una nueva serie puede hacernos fruncir el ceño. Buscar qué coño hacer después de la carrera puede deprimirnos.

La sociedad ha cambiado tanto que uno siente que los adultos intentan espabilarnos dando brusquísimas palmadas mientras chillan consejitos preñados de condescendencia. “¿Qué quieres, que venga la empresa de tu vida a contratarte? ¡Sal y búscate las habichuelas! ¡Muévete! ¡Fórmate más!” Y un largo etecé de topicazos. No son esas palabras silbidos primaverales de gorrión, precisamente, para quien carece de los 5.000 € que cuestan los másteres de su rama, para quien siente una garra fría estrujar su corazón al leer las palabras “mínimo dos años de experiencia”, o para quien está hasta el culo de hacer entrevistas de trabajo que “parecen de lo suyo” y que al final son de comercial.

La reestructuración a la boloñesa de los estudios universitarios ha dejado un panorama incógnito en el que nadie sabe exactamente hasta cuándo, y sobre todo hasta cuánto, debe dejar de formarse. Entre los bolsillos más dados a la telaraña que al cheque se ha popularizado una opción alternativa de especialización: volver a la FP. Parece regresivo, pero cualquier consulta a las estadísticas del Servicio Público de Empleo Estatal (Sepe) nos dirá que los titulados en FP firman más contratos que los universitarios. Antes hacían ciclos los que no querían ir a la facultad; ahora, los que no pueden volver.

Este incremento en la inserción laboral fue el reclamo que sedujo a Andrea, graduada universitaria que se pasó al módulo para encontrar oportunidades. “Fue al poco de acabar la carrera. Después de un trabajo como comercial y otro en el Telepizza sin nada que hacer en el día a día, decidí que o me apuntaba a un ciclo o acabaría contándome las venas con un fajo de currículums. Lo terminé, me gustó, no encontré trabajo y ahora estoy haciendo otro.”

Andrea y yo fuimos novios hace tiempo (bastante tiempo). Nos conocimos cuando ella estudiaba en mi facultad, llegada desde Valencia como parte del programa de movilidad SICUE-Séneca. Por aquel entonces, tenía el sueño de comprarse una furgoneta y recorrer Europa. No era un sueño muy original, pero a mí me gustaba porque le gustaba a ella. Los dos fantaseábamos infantilmente con irnos por ahí en furgoneta “al acabar la carrera”, no sé si haciendo malabares por los pueblos o qué. Hablábamos de esto cuando yo me escapaba a Valencia para visitarla, ya concluida su beca. Allí nos acogía su hermana Anaïs en un piso que era todo un amancebamiento de ingenuidades. Gran chica, Anaïs. Recuerdo que una vez me preguntó algo así como “qué expectativas tienes con mi hermana”, yo empecé a titubear fantasías adolescentes sobre furgonetas y a ella se le arqueó una ceja llena de compasión. Generosa actitud: si a mí se me hubiera metido en casa un gallego copulador de hermanas con un discurso tan pobre en hechos y sin embargo rico en furgonetas, habría reaccionado peor.

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Tu futuro hagas lo que hagas, así que disfrútalo. Fotografía vía usuario de Flickr Nico Kaiser

Varios años después, en vez de hacer malabares, resulta que me he metido en la cosa ésta de (intentar) ser profe mientras el que recorre Europa es mi amigo Gael, Andrea se ha puesto a hacer ciclos como una loca, y su hermana ha tenido hijos (siempre melancoliza un poco que los demás tengan hijos). En cuanto a la furgoneta, no es sólo que no tengamos ninguna, es que ni siquiera nos hemos sacado el carné. Si supieras que tu vida iba a ser así a los 25, ¿qué le dirías a tu yo de 20?, le pregunto a mi ex. “Cuando trabajes en el Telepizza y quieras cenar gratis, échale poca harina a la masa: se pegará al horno y te la podrás llevar a casa”.

Los 25 son una edad temprana para sentirse derrotado, pero ¿cómo vamos a sentirnos si no? Terminas la universidad y ésta acaba revelándose como una especie de incubadora capitalista que te ha dejado a medio cocinar. Echas la vista atrás y sientes que malgastaste el tiempo elucubrando quimeras en vez de disfrutando a tope de un presente único, un presente lleno de jovialidad, botellones, descubrimientos, cineclubs y Andreas a las que amar. Un presente en el que no sudas cuando alguien te pregunta cómo te ganas la vida. Jode todo un poco, vaya.

Si por casualidad estás leyendo esto y por una casualidad todavía mayor acabas de empezar una carrera, sólo me queda decirte que olvides lo escrito y te centres en este consejo: haz cosas. No hables de que vas a hacer cosas, simplemente hazlas. No caigas en la enunciación mortífera de las palabras “estoy ahí con un proyecto que…” porque (spoiler) todo el maldito mundo está-ahí-con-un-proyecto-que. Ejecútalo, no teorices, no divagues, y sobre todo no esperes. Es tu momento.

Ésos que ahora te parecen Los Verdaderos Problemas, como por ejemplo los exámenes, en realidad no lo son tanto. Más tarde te darás cuenta. Así que sal ahí y disfruta, como el Barça en Wembley o como los jóvenes en general. Hay un fracaso peor que no tener trabajo o no tener identidad, incluso, y es sentirse rehén de tu propia melancolía. En ese bajón te puede instalar el Sistema, y en ese bajón te puedes instalar tú mismo, veinteañeramente, si te despistas. No te dejes.