Qué pasa en España cuando los menores inmigrantes tutelados cumplen 18 años

Todas las fotografías por Ignacio Marín. Ignacio Marín y Héctor Millano son parte de la Fundación PorCausa.

Hay una cosa de la que Marouan se acuerda muy bien. “El día que cumplí los 18 años —dice—, me llamó el director del centro. Me preguntó adónde quería ir. Lo que había escuchado de Madrid me gustaba, así que le respondí que a la capital. Me pagó el billete de barco y de autobús y… adiós”.

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Cuando somos adolescentes trepamos con desesperación los últimos años de la minoría de edad, deseando que pasen rápido para cumplir los 18 cuanto antes. Queremos el carné de conducir, comprar alcohol y tabaco, irnos de casa, trabajar. Sabemos que al otro lado de la frontera de los 18 hay una vida adulta que nos espera con los brazos abiertos. Y, si nos caemos, volvemos a casa y ya lo intentaremos más adelante.

Pero pon que no eres español. Que no tienes una casa a la que volver ni unos padres que te perdonen el arranque de independencia.

Marouan llegó a España con 16 años. Se sentía un hombre adulto y dejó a su familia en Marruecos. Pasó a Ceuta jugándosela con alguna triquiñuela ilegal que prefiere no contar.

Como nosotros a esa edad, se sentía mayor, pero en realidad no lo era. Un policía le llevó al Centro de Menores de La Esperanza y allí le trataron bien. “En el centro había muy buenas condiciones. Había tres turnos de tutores: mañana, tarde y noche”, recuerda. Podía hacer cursos de formación, aprender español, comer caliente, meterse en su cama por las noches. Incluso le dieron los papeles para residir legalmente en España.

Y así pasan dos años, hasta que llega el día de su 18 cumpleaños y le regalan un billete a Madrid en el medio de transporte más barato. Hizo las maletas, se despidió de sus amigos del centro y se fue de allí tan solo como había llegado. En Madrid, al menos, tenía un amigo al que llamar.

Según la Fiscalía General de Estado, en 2015 había en España 3.341 menores tutelados por la Administración, y en 2018 la cifra ha aumentado hasta los 6.248. Todos ellos son MENA, acrónimo para Menores Extranjeros No Acompañados. Les llamamos MENA y parece que, bajo ese nombre, no son nada en concreto, que son diferentes a nosotros. Cuando, en realidad, todos hemos sido menores, a veces hemos estado no acompañados y en muchas ocasiones nos hemos sentido extranjeros.

Abdel también es marroquí y ha pasado por una historia similar a la de Marouan. Le hicieron el mismo regalo de cumpleaños —un billete a la ciudad española que quisieses— y dijo lo mismo: Madrid.

“No hay ninguna villa tan hermosa y oportuna”, decía Lope de Vega sobre Madrid. Para Abdel, en cambio, en cuanto se acabó la semana en que su amigo le dejó quedarse en su casa antes de marcharse a Alemania, se quedó en la calle. “Dormía debajo de un puente, en una chabola… me buscaba la vida. Vivir en la calle es bastante jodido. Cada día empiezas de cero, no sabes dónde dormirás o ni siquiera qué vas a comer”. Y así pasó cuatro meses, inoportunos y en absoluto hermosos.

Existen diversas organizaciones, algunas de ellas religiosas, que ayudan a las personas que caen por el barranco del primer día de su mayoría de edad. Donde la administración se retira, las asociaciones hacen lo que pueden. Una de ellas, Cepaim, gestiona el piso en el que ahora viven juntos Marouan y Abdel.

La casa es amplia. Tiene tres habitaciones con dos camas en cada una. Lo primero en lo que uno se fija al llegar es lo limpio y cuidado que está pese a que en su interior viven cuatro adolescentes. Lo segundo es el vacío de pertenencias y objetos personales. Una mochila. Algo de ropa. Útiles de aseo. Un juego de mecánica de uno de los chicos. Una sola fotografía en toda la casa. El tono impersonal del piso les recuerda que, aunque ahora tienen donde dormir, esta tampoco es su casa. En cuanto tengan un contrato de trabajo estable tendrán que irse también de allí.

Marouan y Abdel no viven solos. Sus compañeros de piso son Sheikh y Nazmul, dos jóvenes de Bangladesh. Sheikh llegó en avión, pero Nazmul pagó a una mafia para que le trajera. Ambos llegaron a España siendo menores de edad.

Quizás has viajado alguna vez siendo menor si tus padres. Un viaje de fin de curso a Italia. Una excursión para esquiar en los pirineos franceses. Un curso de verano en Londres. ¿Viajabas con un DNI falso? ¿Tus padres adquirieron una deuda insoportable para darte una vida mejor? ¿Intentaron robarte, secuestrarte o chantajearte por el camino? Probablemente, no.

Nazmul también tiene ahora 18 años. Vivía en Bangladesh y se vio obligado a trabajar para que su familia no se muriese de hambre. Pero en Bangladesh no había dinero. Podía trabajar muchas horas pero no ganar mucho. “En España puedo trabajar un mes y ganar 1.000 euros, —dice Nazmul— pero en Bangladesh trabajas todos los días 12 o 13 horas y ganas 100 o 150 euros”. A pesar de esos sueldos de miseria, su familia ahorró los 5.000 euros que les pedían los traficantes para traerle a Europa. Viajó durante 54 días, siempre de noche y a escondidas, mientras que por el día dormía, también escondido. Viajó en barco, en camión y también andando. Y en casi dos meses no vio la luz del sol en ningún momento. Lo más duro para el fue permanecer en silencio absoluto, no respirar siquiera, aguantar sin comer ni beber para no ser descubierto, para no ser asesinado.

“Un día se abrió la puerta del camión en el que viajaba y me gritaron que bajara. Estaba en Madrid. Pero yo quería ir a Canadá”. Después pasó que la Policía lo encontró vagando por la calle. Le pidieron la documentación y, al ver que era menor, extranjero y estaba solo, iniciaron los trámites para hacerle ingresar en el Centro de Menores que la Comunidad de Madrid tiene en Hortaleza. Allí conoció a Sheikh. Adivinad qué le regalaron cuando cumplió los 18.

Sheik se subió a un avión en Dacca, en Bangladesh. Su vuelo no fue low cost. Su familia pagó 8.000 euros por él, como si hubiera venido en business class. Nada más lejos de la realidad. Un hombre le dijo a su padre que si lo enviaba a Madrid le conseguiría trabajo y estudios. Le mintió. Llegó y estaba solo. Nadie lo vino a buscar al aeropuerto. Tenía 17 años.

Pasó su primera noche en Europa durmiendo en Barajas. Después fue a la Puerta del Sol. Allí entabló conversación con un compatriota, un vendedor ambulante que le dijo que tenía que ir a la Embajada y después a la Policía si quería conseguir papeles. Eso hizo, y acabó en el Centro de Menores de Hortaleza. A pesar de sus papeles y su palabra, no se creyeron que era menor de edad. Le hicieron una radiografía de la muñeca para que fuera un forense quien la dictaminara. Su palabra tenía menos valor que los rayos X. Extrañamente, determinaron que tenía aún menos años de la que él decía tener. Finalmente cumplió los 18 y le regalaron la libertad.

Marouan, Abdel, Sheikh y Nazmul comparten un rato en el salón del piso. Abdel descansa en el sofá. “No pienso en volver a Marruecos”, dice. “Ahora solo pienso en trabajar”. Los otros tres chicos, a su lado, asienten con la cabeza.