El corazón me palpita con fuerza cuando entro en la cafetería y busco un rostro familiar en la sala. Lo reconozco al instante, sentado en una esquina, con su cuerpo larguirucho y los ojos fijos en un periódico. Me dirijo hacia él, tratando de ignorar la sensación de náusea que me invade el estómago. Él levanta la vista del periódico y me regala su mejor sonrisa.
«¿Quieres un poco de magdalena de moras?», me pregunta mientras se sacude las migas de su traje de poliéster. Rechazo la invitación y me siento. «¿Me podrías explicar por qué estoy aquí?», pregunta tras una pausa violenta. Inspiro profundamente y empiezo desde el inicio.
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Ambos teníamos 22 años, éramos nuevos en Londres y teníamos varios amigos en común. Él era tremendamente tímido, de aquellas personas que se funden con el entorno cuando están en grupo, pero había llegado a mis oídos que sentía atracción por mí. Halagada, decidí charlar con él durante nuestra siguiente salida en grupo a uno de los bares cutres de Camden a los que solíamos ir para celebrar la llegada del fin de semana. Me sorprende comprobar que es un tipo bastante bullicioso. Al parecer había pasado la mayor parte de la tarde bebiendo bajo el sol del verano.
Pasamos la noche hablando, y él no deja de invitarme a copas. Llega el momento de marcharnos y se ofrece a volver conmigo en tren, ya que los dos cogemos la misma línea. Logramos coger el último tren y dejamos atrás las luces del norte de Londres.
Bajo en mi parada y, al darme la vuelta, veo que él también está en el andén. A sus espaldas, el tren reinicia la marcha. Aquello me inquietó un poco, aunque principalmente me sentí molesta. «¡Has perdido el último tren! ¿Por qué te has bajado?», le pregunté.
«No pasa nada», responde con total naturalidad. «Me quedo en tu casa». En ese momento tomo conciencia de que me espera un piso vacío.
«Vale», acepto, «pero no vas a dormir en mi cama. Te puedes quedar en la habitación de mi compañero».
No pronuncia una sola palabra durante la agresión, ignorando mis súplicas para que se quite de encima.
«¿Por qué?», replica con un grito. Molesta por tener que justificarme, le explico que no estoy interesada en ir más lejos con aquello. De repente, su mirada se torna fría e iracunda. Me digo para mis adentros que no debo ceder a su rabieta.
Una vez en casa, él decide seguir con su juego. Tras cortarme el paso, me empuja contra mi cama e intenta desnudarme. Consigo levantarme todas las veces y mantengo la educación, demasiado asustada o avergonzada como para armar un escándalo. Cuando me dirijo a la cocina para buscar un poco de agua, en un intento desesperado por recuperar la sobriedad, él me sigue y me empuja hasta hacerme caer sobre el sofá del salón.
Esta vez quedo inmovilizada por el peso muerto de su cuerpo. Me sube el vestido e intenta abrirse paso violentamente con la mano por debajo de mi ropa interior, mientras me besa de forma agresiva en el cuello. No pronuncia una sola palabra durante la agresión, ignorando mis súplicas para que se quite de encima. El pánico ciego se apodera de mí. El calvario solo dura un minuto, aunque yo siento que se prolonga diez veces más.
De repente, se detiene. Se oyen pasos por la escalera y por la puerta aparece uno de mis compañeros de piso. «¿Qué está pasando?», pregunta, posando la mirada en mi invitado. Demasiado avergonzada para explicarle la situación, me deshago de mi compañero. El tipo que minutos antes estaba tan decidido a forzarme había vuelto a refugiarse en su timidez habitual.
Antes de que cierre la puerta, me dedica una última mirada. «De todas formas, no me gustabas», me espeta.
Voy directa a la habitación de mi compañero y le explico lo sucedido, que no acepta un no por respuesta y que he tenido que forcejear con él para sacármelo de encima. Mi amigo replica que no quiere echarlo, que también es amigo suyo. Medio borracho y cansado, se retira a dormir.
Me meto en la cama mirando hacia la puerta, esperando que se abra en cualquier momento para soltar un grito. Pero no se abre. A las cinco de la mañana, pasa por delante de mi habitación para recoger sus cosas.
Oigo cada paso hasta que resuenan escaleras abajo, fuera de mi casa. Solo entonces me doy cuenta de que estoy temblando.
Las semanas después de la agresión vivo en un extraño estado de enajenación. No logro conciliar el sueño. Tiro a la basura el vestido que llevaba aquella noche. Siento náuseas solo con mirarlo.
La principal razón por la que decido no denunciar es por temor a la reacción de la gente de mi entorno. Alguien de mi familia me dice, «Eso es lo que te pasa por beber estando con chicos».
Me debato entre el impulso de llamar a la policía y no hacerlo. Si no denuncio, corro el riesgo de que vuelva a intentarlo. Por otro lado, soy plenamente consciente de que mis posibilidades son escasas, dado el descenso generalizado de la cifra de condenas por agresiones sexuales en Inglaterra, donde vivo.
La principal razón por la que decido no denunciar es por temor a la reacción de la gente de mi entorno. Alguien de mi familia me dice, «Eso es lo que te pasa por beber estando con chicos». Otros me dicen que será mi palabra contra la suya, por lo que no tiene sentido denunciar.
Me preocupa no encajar en la percepción que la sociedad tiene de la figura de «víctima»: una chica joven y sobria a la que asalta un extraño en un callejón oscuro. La fiscalía de mi cabeza no deja de cuestionar mis acusaciones. «¿Cuánto bebiste?», me preguntan. «Pero dejaste que volviera contigo, ¿no?».
Pasan los meses y mi inquietud va en aumento. Decido que debo poner fin a esta situación. Si no van a procesarlo, al menos debería ser consciente de lo peligroso que es cuando está bebido. Busco su perfil de Facebook y le envío un mensaje privado.
Después de cuatro intentos, finalmente logro encontrar las palabras adecuadas. Curiosamente, no quiero sonar excesivamente agresiva y asustarlo. Dice así:
Hola.
Seguramente no esperabas un mensaje mío, pero tenía que contactar contigo. Me gustaría mucho hablar contigo sobre lo que pasó en verano, en vista de que no pareces ser consciente de lo mucho que me afectó. También quiero pasar página, porque ya he sufrido suficiente presión con todo este asunto. Te sonará raro, pero me gustaría tomar un café contigo si estás por aquí. Como tú veas… Solo avísame.
Leonie
Media hora más tarde suena mi teléfono y noto un subidón de adrenalina. Él afirma no estar seguro de lo que hizo, pero que está claro que su «comportamiento ha ocasionado un problema del que hay que hablar cara a cara». Esa misma semana, quedamos para tomar un café.
A medida que le explico el episodio de aquella noche, percibo cambios en su lenguaje corporal. Ya no es capaz de seguir mirándome a los ojos, que han desviado el centro de atención al plato con migas que tiene delante. No interrumpe mi relato hasta que le cuento lo que ocurrió en el sofá: «Te echaste encima de mí. Te pedí que pararas pero no me hiciste caso y me metiste las manos por debajo de la ropa interior. ¿Sabes lo horrible que es eso?».
«¡No!», estalla en un grito. «Ese no soy yo en absoluto». Le pregunto si cree que estoy mintiendo, y responde que me cree, pero que en el fondo es buena persona.
Verlo al borde del llanto me produjo una extraña sensación de poder. Sigo presionando y le pregunto si siempre trata así a las mujeres, si es consciente de que lo que hizo es un delito. Le digo que si me entero de algún otro incidente, no dudaré en testificar contra él. Se disculpa con desesperación, prometiéndome que tomará medidas para controlar su temperamento cuando bebe.
«Ha estado bien poder airear el tema. Quizá podríamos quedar como amigos, ¿no?», me dice antes de separarnos. Le contesto que eso nunca ocurrirá. No he vuelto a verlo desde entonces.
No todo el mundo me apoyó en aquel momento tan duro, por lo que decidí arreglar la situación por mi cuenta. Quería ser mi propia salvadora; quería hacerlo estremecer hasta la médula, como él hizo conmigo. Sentí que había conseguido darle la vuelta a la tortilla al verlo allí sentado, frente a mí.
De vez en cuando me parece verlo en el transporte público, ocasiones en que se me pone un nudo en el estómago. Pero nunca dejaré que me vuelva a asustar.