Por qué las jornadas laborales deberían durar cuatro horas


Todas las ilustraciones son recreaciones de los panfletos por jornadas de cuatro horas de los años 30s y 40s. Las imágenes originales son cortesía de Trabajadores Industriales del Mundo.

Alex es un hombre ocupado. Esposo de 36 años y padre de tres trabaja de tiempo completo todos los días en una gran compañía de telecomunicaciones en Denver, la ciudad a la que se mudó desde su natal Perú en 2003. Por las noches, tiene clases o tarea de la licenciatura en Ciencias Sociales que busca terminar en una universidad cercana. Con o sin alarma, se despierta todos los días a las 5AM, y sólo entonces, después de desayunar y hojear el periódico puede asistir a su capacitación como el único organizador en EU y administrador de la campaña global por Una Jornada de Cuatro Horas. “He intentado contactar a otras organizaciones”, dice, “aunque, irónicamente, no tengo tiempo”.

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Pero Alex tiene grandes planes. Para el final de la década espera “un movimiento verdaderamente loco” con grupos en todo el mundo orquestando el fin de trabajo necesario.

Hace un siglo, esa iniciativa pudo haber parecido menos condenada al fracaso. Durante décadas el movimiento de trabajadores, ya sea de la industria textil o ferrocarrilera (en México, por ejemplo) llenó las calles con cientos de trabajadores demandando una jornada de ocho horas. Esto es sólo dar un paso más en la reducción gradual de la jornada laboral que se esperaba que continuara para siempre.

Antes de la guerra civil estadunidense, los trabajadores como las mujeres de la fábrica Lowell, Masachussets, peleaban por una reducción de doce horas de trabajo a diez. Después, cuando llegó la Gran Depresión, los sindicatos pedían jornadas de trabajo más reducidas y que se evitaran los despidos; las grandes compañías como Kellogg’s cedieron. Pero antes de la Segunda Guerra Mundial, la jornada de ocho horas se atascó, y hoy la mayoría de los empleados terminamos trabajando más que eso.

Estados Unidos va a la cabeza en los países más ricos en horas de trabajo anuales, pero no le gana a México. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), México se encuentra dentro de los siete países donde más horas se trabaja, y se calcula que en promedio los mexicanos trabajan 1,871 horas al año, esto es, casi 400 horas más que algunos países europeos, como Alemania.

En el caso de EU, la productividad laboral promedio se ha duplicado algunas veces desde 1950, pero el ingreso se ha estancado, a menos de que veas a los ricos, que cada día se hacen aún más ricos. El valor de esa productividad extra, después de todo, se tiene que ir a algún lugar.

Solía ser lógico que los avances en tecnología trajeran más tiempo de ocio. “Si todos los hombres y mujeres trabajaran cuatro horas al día en algo útil”, decía Benjamin Franklin, “ese trabajo produciría suficiente para procurar todas las necesidades y comodidades”. La ciencia ficción tiende a considerar el futuro con jornadas más cortas como todo menos un axioma. El best-seller de Edward Bellamy El año 2000, una visión retrospectiva describe un año 2000 en el que la gente hacía su trabajo en entre cuatro y ocho horas, con tareas menos atractivas que requerían menos tiempo. En Star Trek, el trabajo se hace por gusto, no por necesidad. En Wall-E, los robots hacen todo, y los humanos se han convertido en masas amorfas tiradas en sofás flotantes.

En el calor de la batalla por la jornada laboral de ocho horas de los años treinta, los Trabajadores Industriales del Mundo ya estaban haciendo folletos con caricaturas para lo que ellos consideraban el nuevo horizonte: una jornada de ocho horas al día, cuatro días a la semana, y una salario con el que la gente pudiera vivir. “¿Por qué no?”, preguntaba la propaganda de la Primera Guerra Mundial. Es una buena pregunta. Una jornada laboral con un salario con el que se puede vivir solucionaría muchos de nuestros problemas de mal humor. Si todos trabajaran menos horas, por ejemplo, habría más trabajo para los desempleados. La economía no podría producir lo mismo, lo que significaría que no contaminaríamos tanto; los países ricos en los que la gente trabaja menos horas también tienen menos huellas de carbono. Con menos trabajo se tendría más tiempo para la familia y para cuidar hijos, terminando con la “balanza entre la vida y el trabajo”. Se iría la plaga de la fatiga con la que incrementan el riesgo de ataque al corazón, la diabetes y Alzheimer.

Benjamin Kline Hunnicutt, un historiador de la Universidad de Iowa, ha dedicado su vida a deshacer la “amnesia nacional” de lo que era el sueño americano de aumentar el ocio: los puritanos amaban el Shabat, el derecho de vagar era lo que Walt Wiltman llamaba “mayor progreso”, la Gran Montaña de Caramelo. El último libro de Hunnucutt, Free Time, rastrea cómo es que este sueño pasó de ser pensado a ser tecnológicamente inevitable, convertirse en la principal demanda en un siglo de luchas laborales y desaparecer en la distopia actual donde el trabajo amenaza con invadir cada hora de nuestras vidas.

Hunnicut tiene el aire de un viejo sabio, con una barba gruesa y gris y una risa profunda. “Estos sueños parecen haberse olvidado, perdidos en un laberinto de trabajo y dinero”, se lamenta.

Hay una pista sobre lo que pasó, en un ensayo que el renombrado economista John Maynard Keynes escribió en 1930, llamado “Posibilidades económicas para nuestros nietos”. Para 2030 esperaba un sistema de “desempleo tecnológico” casi total en el que tendríamos que trabajar hasta 15 horas a la semana, y eso sería tan solo para evitar perder la cabeza de tanto ocio. Sin embargo, “la avaricia y la usura deben seguir siendo nuestros dioses por un poco más de tiempo”, creía Keynes. “Ya que sólo ellos nos pueden guiar por el túnel de la necesidad económica hacia la luz del día”.

Esto fue un pacto con el diablo: confiar en la avaricia nos salvaría de ella misma. Para ilustrarlo, Keynes hizo una observación bastante antisemita, que así como el Jesús judío trajo la vida eterna al mundo, el judío genio del interés compuesto produciría tanto dinero como para liberarnos a todos de la esclavitud asalariada para siempre. Keynes no esperaba, sin embargo, que como la mayoría de los tratos con el diablo, éste llevaba las de ganar: la avaricia logró tragarse la mayoría de los beneficios del alabado progreso. Hunnicutt ha pasado mucho tiempo de su carrera detallando exactamente cómo.

Durante la Depresión, la presión de los capitales de la industria hicieron que Roosevelt estuviera en contra de la reducción de horas laborales. Se aseguró que la iniciativa de ley Black-Connery por una semana laboral de 30 horas, que había pasado en el senado, muriera en la Casa Blanca. Con la ayuda de la noción de Keynes de gasto de déficit, su Nuevo Trato tenía la meta de que todos fueran contratados “de tiempo completo”, y la Fair Labor Standards Act de 1938 estableció la jornada de ocho horas como norma. Ésa sería la última reducción en un siglo. La Guerra Fría hizo que aquéllos en el movimiento obrero fueran llamados comunistas y subversivos. Menos y menos trabajadores podían unirse a sindicatos. Cada hora de trabajo se hacía más y más productiva, mientras que la clase poseedora festejaba sus cada vez mayores beneficios.

Un nuevo sueño americano ha reemplazado al anterior gradualmente. En lugar de ocio, o ahorros, el consumo se ha vuelto el deber patriótico. Las corporaciones pueden justificar lo que sea, desde destrucción ambiental a la construcción de prisiones, todo con tal de inventar más trabajo que hacer. Una educación artística liberal originalmente pensada para enseñar a la gente a usar su tiempo libre de manera sabia, ha sido reemplazada por un caro programa de entrenamiento para el trabajo. Hemos dejado de imaginar, como Keynes creyó que era razonable, que nuestros nietos pudieran tener una vida más fácil que la nuestra. Esperamos que puedan conseguir un trabajo, con suerte uno que les guste.

El nuevo sueño del trabajo excesivo y autoexplotación se ha instalado con una tenacidad remarcable. Difícilmente alguien habla de esperar o incluso merecer una jornada de trabajo más corta. En la difícil y solitaria búsqueda de eso, no necesitamos organizarnos con nuestros compañeros de trabajo. Estamos hechos para pensar tan mal de nosotros como para asumir que si tuviéramos más tiempo libre, lo desperdiciaríamos.

Entre más nos dicen que valoremos el trabajo, menos vale la pena. Cuando las mujeres comenzaron a entrar a la fuerza laboral, se comenzaron a necesitar dos ingresos para mantener una familia, y las mujeres siguen atoradas haciendo el trabajo del hogar y cuidando niños. La sobrecarga de trabajo se ha hecho obligatoria para muchas personas, y tener un trabajo de medio tiempo significa tener que trabajar en uno o dos lugares más.

“Algunos trabajadores tienen jornadas de trabajo más cortas, pero no tienen una paga estable”, dice Karen Nussbaum, que dirige la afiliada de AFL-CIO Working America. En lo que queda del movimiento obrero, nadie se molesta en pedir jornadas más cortas; es lo suficientemente difícil ganar un salario con el que se pueda vivir, ausencias pagadas por incapacidad, un poco de vacaciones y aguinaldo.

Seguramente has escuchado hablar de The 4-Hour Workweek. O al menos lo has visto en la librería del aeropuerto, con hombres de negocios viéndola de reojo como si se tratara de un catálogo de ropa interior. Es una fantasía solitaria, y aún así un best seller, el que el hecho de trabajar más inteligentemente, y no más duro, un día podría unir al autor Timothy Ferriss a los “nuevos ricos” con algo de inversiones y un poco de mantenimiento. Y puede pasar, pero sólo a un afortunado entre el más de un millón de idiotas que compraron el libro.<`> La idea de un día de trabajo de cuatro horas que los trabajadores imaginaron hace cientos de años era diferente. Era para todos, la consecuencia natural de los avances tecnológicos. Pero en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial el capitalismo no ha cedido una jornada de trabajo más corta. El reino del ocio solía ser considerado un problema tecnológico; se ha convertido en uno político.

Los Trabajadores Industriales del Mundo consideraban jornadas más cortas sin recorte en el pago, en palabras del panfleto “La Demanda Revolucionaria”. Los llamados wobblies reconcieron que menos horas provocarían beneficios de progreso en lugar de sólo permitirles escalar a unos cuantos. Para ganar una jornada de ocho horas en tiempos de la Primera Guerra Mundial, leñadores organizados del TIM del noroeste del Pacífico sonaban un silbato y se salían del trabajo cuando pasaran ocho horas. Un folleto reciente del TIM sugiere otra táctica para mostrar el impacto que tienen las jornadas largas en las familias: poner a niños afuera de las oficinas de sus padres con carteles que digan cuánto los extrañan.

En los últimos meses ha habido algunos indicadores de progreso en EU. Después de mucha presión de trabajadores organizados, el presidente estadunidense Barack Obama anunció reglas más estrictas sobre el pago por horas extra; mientras, el gobierno estimó que millones de trabajadores laborarían medio tiempo en lugar de tiempo completo porque pueden comprar sus propios seguros médicos con este nuevo sistema. El legislador Paul Ryan, enseguida expresó su miedo a que, con cobertura accesible, “el incentivo para trabajar bajara”. El solo pensamiento de que los no ricos trabajen menos y que aún así tengan seguro médico, era una confrontación con su idea de el estilo de vida. De hecho, dijo: “Es ponerle insultos a la injuria”.

De este modo, el acercamiento más práctico para ganar jornadas más cortas podría ser dejar de tener necesidades, como seguros, que dependan del empleo. Peter Frase, editor de la revista Jacobin y uno de los más destacados abogados por una hornada laboral más corta, propone un salario universal. La gente que puede cubrir sus necesidades básicas podrían escoger qué tanto quieren trabajar además de eso. Pero a menos que haya movimientos poderosos, disruptivos que demanden esas medidas, los políticos y demás élites seguirán diciendo que no hay suficiente para todos.

Los trabajadores en países con sindicatos fuertes lo saben. Gothenburg, en Suecia, está experimentando con una jornada de seis horas para los trabajadores municipales, mientras que en Francia, donde la semana laboral de 35 horas es común, los sindicatos quieren hacer una regla para no revisar emails después de su hora de salida.

Los artilugios para ahorrar tiempo que soñaba Benjamin Franklin ya están aquí. Pero en vez de liberar a alguien, se han hecho un astuto disfraz para que la avaricia corporativa se pueda escabullir más y más en nuestros días y noches. Pocas subculturas se revelan a quedarse en las oficinas después de las horas de trabajo como los ingenieros de Silicon Valley. ¿Pero quién se beneficia de sus noches de desvelo para codificar?

Las mismas personas que evitan que se formen sindicatos en Silicon Valley son a quienes no les importa una madre que trabaja dos turnos, quienes esperan que revises tu email a todas horas, y quienes dicen que necesitamos más crecimiento en lugar de dejar que los desempleados ayuden a aliviar el trabajo. Quienes le creen a los de arriba, y se niegan a organizarse con sus compañeros de trabajo se están robando a ellos mismos la jornada de cuatro horas.