Feminismo

La violencia tiene género y quien lo niega nos está matando

Quienes dicen que la violencia no tiene género, lo que están diciendo en realidad es que quieren que la violencia la siga ejerciendo el mismo género.
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Siempre ha habido gente que niegue cosas que pasan en sus narices: que el planeta está al pil pil y que es culpa nuestra, que este globo en el que vivimos y se ve desde el espacio es redondo, que los nazis mataron a millones de personas o que tenemos pulgares oponibles porque nuestros antepasados lo necesitaron, no porque Dios lo decidió.

Pero hay un negacionismo nuevo, que es a la vez una respuesta vieja, a una conciencia que nunca había sido tan grande: quienes niegan la violencia de género. Negar lo evidente, lo obvio, lo científicamente demostrado o lo que pasa en tu casa, es una prueba de incapacidad, pero —y sobre todo— de voluntad. De querer que nada cambie, para que no haya que cambiar de ideas. Y así no haya que pensar nada nuevo, ni haya que pensar nada, en general.

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Quienes dicen que la violencia no tiene género, lo que están diciendo —en realidad— es que quieren que la violencia la siga ejerciendo el mismo género. Y con la misma intención. Quienes dicen que todas las violencias son iguales, lo que quieren —en realidad— es que todas las cosas sigan igual, sobre todo las desigualdades. Aunque haya que usar la violencia para conseguirlo.

Quienes niegan que hay una violencia específica que ejercen los hombres contra las mujeres, que utiliza el discurso del amor como excusa y que se ejerce en el marco de la intimidad, quieren que sigamos sometidas de manera individual y en casa, para que no nos organicemos y defendamos de forma colectiva en la calle, y sigamos manteniendo las estructuras de este sistema, construido sobre nuestras explotaciones.

Porque la violencia contra las mujeres se ha ejercido siempre, por medios diferentes, pero siempre para los mismos fines. Como aquel inquisidor que dijo “habrá que matar a unas cuantas para educar a todas” cuando nos quemaban vivas en las plazas de los pueblos. Cada hombre que ha levantado un puño, un cuchillo, un palo, un martillo, un arma o una piedra contra una mujer, no quería matarla sólo a ella: quería recordarnos a todas quién manda.

"Quienes niegan que hay una violencia específica que ejercen los hombres contra las mujeres, que utiliza el discurso del amor como excusa y que se ejerce en el marco de la intimidad, quieren que sigamos sometidas de manera individual y en casa"

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Y nosotras, desde que nos quemaban vivas en las plazas de los pueblos, hemos aprendido la lección. Mejor callada, mejor discreta, mejor invisible, mejor en casa, mejor amorosa, mejor soportando cada día las pequeñas obediencias de la feminidad, que aguantando las consecuencias de desobedecer. Mejor viendo películas en las que acabar bien es “acabar” con él, mejor creyendo que el sexo es aprender a que te guste lo que le gusta, mejor fingiendo que cuidar gratis —y sin que nadie te cuide a ti— te hace mejor, ya que no te hace buena. Mejor reconociendo que ocupamos una posición subalterna en un sistema en el que los jefes los tenemos en casa (y no nos pagan).

La violencia siempre ha tenido género, el masculino. Porque la masculinidad imperante socializa a los niños para que se conviertan en hombres a hostias. Dándolas o recibiéndolas. Por eso, ellos matan y nosotras “morimos”.

En un país en el que más de la mitad de las mujeres asesinadas lo son en manos de su pareja o expareja hombre, un país —por tanto— donde el principal factor de riesgo no natural para la vida y la seguridad de las mujeres es la pareja heterosexual, hay que asumir que hay una emergencia, que tiene patrones claros y que requiere medidas urgentes.

Nadie pretende culpabilizar a priori a los hombres, porque las primeras interesadas en nuestra supervivencia somos nosotras. Y no seguiríamos reproduciendonos —y reproduciendo el sistema— con vosotros, si pensáramos que todos sois unos asesinos. Por mucho que nos hayan repetido el cuento de que, si os queremos lo suficiente, la bestia se convertirá en el amor de la bella. Pero es urgente que reconozcamos que hay tres sistemas que actúan de forma complementaria y que en el espacio en el que entran en intersección, a nosotras nos matan: el amor romántico, la heteronorma y la masculinidad.

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No todos los hombres enamorados de una mujer, la matan. (Joe, gracias, eh?)
No todas las mujeres enamoradas de un hombre “mueren” asesinadas. (Qué suerte, eh?)
Pero más de la mitad de las mujeres asesinadas lo son a manos de un hombre que decía —probablemente hasta pensaba— que las quería. Y eso refleja que tenemos un problema con lo que es “querer”, y que demasiadas veces lo confundimos con lo que es “poder”.

En todos los marcos de relación (la familia, la amistad, el trabajo, la calle, el ocio, el deporte, el activismo, etc.) se dan relaciones tóxicas. Pero la gente no va por ahí asesinando a su hermana, a su amiga, a su jefa, a su vecina, a su compañera de trabajo o militancia. Porque en ningún otro ámbito de relación humana se defienden argumentos como que hay que perdonarlo todo; que, si quieres mucho y aguantas mucho y perdonas mucho a alguien que te trata mal, cambiará, o que es normal que una persona exprese su amor por ti humillándote, despreciándote, explotándote o matándote.

"Más de la mitad de las mujeres asesinadas lo son a manos de un hombre que decía —probablemente hasta pensaba— que las quería"

En todas las parejas se dan relaciones de poder, porque todas las relaciones humanas lo son. Pero solo en las parejas formadas por un hombre y una mujer se consideran “naturales” las desigualdades, camufladas de diferencias. Solo en una relación entre un hombre y una mujer, enmarcada en lo que consideramos romántico, se da por supuesto que una de las personas tiene que proteger a la otra. Y la protección, cuando se trata de alguien que no tiene una vulnerabilidad real, más allá de la que le ha construido a medida el sistema, es una forma perversa y vertical de considerar que alguien es menos válida que tú.

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Nos han convencido de que necesitamos permiso y protección para vivir, como pajarillos frágiles que tienen que estar siempre bajo el ala de alguien (un hombre), como si nuestra libertad fuera peligrosa, sobre todo para nosotras.

Las mujeres también vemos películas violentas, jugamos a videojuegos, tenemos historiales de violencia en la infancia o en nuestra historia de vida, y no matamos. Ni a nuestros maridos ni a casi nadie. Apenas protagonizamos uno de cada cinco asesinatos. Igual que sabemos que ni somos frágiles ni necesitamos libertad vigilada, hemos aprendido que la violencia no es nuestra.

Como sociedad que se pretende democrática, civilizada y “en paz”, no podemos seguir ignorando el carácter profundamente político de un fenómeno que no es una “lacra” (porque una lacra, es un mal cuyo origen se desconoce) y que no podemos seguir ni analizando ni combatiendo como una suma de comportamientos individuales. La violencia contra las mujeres es la expresión más brutal de todas las desigualdades a las que se nos somete a las mujeres en una sociedad en la que la violencia contra nosotras es estructural, porque sus cimientos están construidos sobre nuestra explotación.

De hecho, que nos sigan matando es necesario para que las cosas sigan igual. Por eso, la única forma de acabar con la violencia es acabar con la desigualdad y —por eso— la sociedad en la que vivimos tiene —como todas las sociedades— el nivel de violencia que está dispuesto a tolerar.

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Esta mal visto (y penado por la ley) que nos peguen muy fuerte y nos maten. A no ser que sea “necesario”. Como a los animales. Pero, si nos ponemos a buscar las causas radicales (las que van a la raíz) de esa violencia, y de que la sociedad no se inmute con las más de mil asesinadas, ya no hay tanto consenso. Ya “nos estamos pasando”, ya “estamos exagerando”, ya “estamos mezclando todo”.

"Que nos sigan matando es necesario para que las cosas sigan igual. Por eso, la única forma de acabar con la violencia es acabar con la desigualdad"

Como si las mil mujeres que han recibido “su castigo” no tuvieran nada que ver con que no haya cifras oficiales hasta 2003, con que la ley sólo dé cobertura a las mujeres asesinadas por su novio, marido o ex, dejando fuera a las mujeres asesinadas en contextos como el sexo esporádico, la prostitución, la violencia ejercida por desconocidos, la violencia por ser familiares de la víctima, o todo lo que trascienda el marco de la pareja heterosexual, presentando unas cifras que minimizan la realidad.

Como si hubiéramos construido todas nuestras herramientas de análisis y de lucha contra la violencia machista desde cualquier otro interés que no sea ir desmontando todas las estructuras que la legitiman, como única forma que hemos encontrado para que dejen de matarnos.

Quienes repiten ese mantra asesino de “la violencia no tiene género”, están haciendo propaganda, para que nos sigan matando. Porque les conviene. Están haciendo suyos —a sabiendas— el principio de la vulgarización (“toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida”), y el principio de orquestación (“la propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente”), que inventó Goebbels, el community manager de Hitler, (ese señor que, según ellos, no mató a nadie). Y lo hacen porque les compensa que nos sigan matando.

Porque, para desarrollar su modelo económico basado en la explotación, necesitan desarrollar su modelo político legitimador de la explotación y necesitan seguir naturalizando todas las formas de explotación. Necesitan crear un relato en el que las mujeres han nacido para cuidar a los hombres que las protegen, en un lógica desigual que sólo puede acabar en servidumbre o muerte. Por eso quieren que nos sigan matando a unas cuantas, para que pillemos el mensaje todas.

Por eso dicen que “la violencia no tiene género”, porque la violencia ejemplarizante de ellos hacia nosotras les parece el estado “natural” de las cosas. En ese mundo plano, que no se está calentando, creado por dios, y en el que los nazis no son los malos.

@IrantzuVarela

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