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reciclaje

Lo mejor del mundo es encontrarse cosas en la basura

Más allá del circuito comercial.
Foto vía el usuario de Flickr Doc SearlsCC BY 2.0

Frente al exclusivo papel de consumidores al que esta sociedad nos ha relegado (y que hemos aceptado gratamente), el reciclaje fortuito y libre de toda transacción económica resulta no solo una actividad pura y maravillosa, un oasis aislado de las fuerzas competitivas que rigen nuestro día a día, sino también un sutil acto revolucionario, por así decirlo.

Mi camiseta favorita de la vida fue hallada en la basura. Era de color rojo con unas letras impresas de color blanco que exclamaban “Beba Coca-Cola” —precisamente, una camiseta de una marca considerada como EL MAL, encontrada en un gesto totalmente alejado del consumismo—. Estaba doblada al lado de un contenedor y no dudé en cogerla. La llevé tantas veces que ahora mismo (la conservo aunque no la use) es casi transparente y si la tocas parece que se vaya a deshacer.

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Otra vez me encontré un cassette en el que alguien había grabado canciones de Simon & Garfunkel, Otis Redding y Parálisis Permanente, entre otros (buena mezcla). Los nombres de las pistas no estaban escritas en la cinta así que descubrir de quiénes eran se convirtió en una empresa bastante compleja que duró varios años —aún no tenía internet en casa— y que fue resolviéndose a base de escuchar esas mismas canciones por casualidad en la radio, introducidas por algún locutor. Debo decir que algunas de estas canciones siguen siendo, a día de hoy, desconocidas. Pero eso ya está bien.

Con todo esto quiero decir que encontrar cosas que llegan a nosotros por pura y absoluta casualidad puede ser mejor que comprarlas. Películas, pósteres, discos y muebles que generan y acumulan historias y que su belleza reside en lo desconocido de su origen, pues su naturaleza se escapa de nuestro control porque antes de ser nuestras fueron de otras personas.

Pero hay algo más, estos objetos existen fuera de todo circuito comercial.

Encontrar cosas que llegan a nosotros por pura y absoluta casualidad puede ser mejor que comprarlas

Soy consciente de que hablo de estos hallazgos desde un punto de vista un poco elitista, del que considera estos objetos una curiosidad más que una necesidad vital. Está claro que ahí fuera hay mucha gente que se ha visto obligada a recurrir a este sistema de vida (la recolección urbana) para sobrevivir o equipar su casa, y supongo que es por esto que hacerlo o reivindicarlo cuando no se tiene esta necesidad genera cierto rechazo, por dos motivos A) ¿Por qué recoger algo usado si se puede comprar nuevo? y B) ¿Es reivindicar el producto de segunda mano un acto puramente estético? Ahí lo dejo.

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En esta sociedad en la que vivimos, la vida no termina con la muerte, sino con la mendicidad, o más bien, con ese estado en el que uno ya ha perdido la capacidad de consumir. El miedo más absoluto, con el que se nos amenaza constantemente, es la falta de autogestión económica. La experiencia vital se considera un fracaso cuando ya no se puede acceder a esos productos que la publicidad nos ha hecho desear y por eso, claudicar con una copia rasgada encontrada en la calle, no es lo mismo. Pero la demencia consumista va más allá de la simple búsqueda de lo nuevo, de lo empaquetado, del producto recién salido de fábrica, pues en este juego debe sucederse el acto mismo de la compra —dar monedas y recibir un bien o un servicio—, donde importa más el verbo (comprar) que no el objeto que se quiera adquirir.

Negarse a formar parte de esta carrera consumista, ni que sea en pequeños oasis temporales, nos traslada a un nuevo estado mental en el que ya no necesitamos sentir esta sensación gratificante que nos otorga el dispendio

Es por esto que negarse a formar parte de esta carrera consumista, ni que sea en pequeños oasis temporales, nos traslada a un nuevo estado mental en el que ya no necesitamos sentir esta sensación gratificante que nos otorga el dispendio, es el desarraigo absoluto del mercado. Accederemos al producto de forma pura, desgarrando del trámite esa necesidad de saciar la fiebre consumista, de intercambiar un bien por el dinero que hemos logrado acumular invirtiendo nuestro tiempo en un puesto de trabajo. Sin este intercambio monetario, el trabajo se torna inútil, es por esto que el dinero justifica y dota de valor nuestro sacrificio laboral diario. No trabajamos para consumir, consumimos para justificar el sacrificio de nuestras horas y días en oficinas o fábricas.

Este pequeño cambio de paradigma, aunque muy temporal, resulta revolucionario. Forzar la pausa, el descanso mental de las inercias del sistema. Al encontrar cosas en la basura y darles una nueva vida no pretenderemos cambiar la forma del mundo y ni mucho menos destruir este sistema, tampoco estaremos intentando que la gente se sume a una movimiento recolector masivo —ni siquiera nosotros queremos vivir de esta forma—, simplemente abriremos la puerta a una posibilidad, a que existan esos momentos en los que algo llegue a nosotros por azar, sin que intervengan factores económicos o publicitarios. Algo que exista de repente, como invocado por una extraña magia. Es solo un acto personal de desconexión de las fuerzas relacionales entre individuo, producto y sociedad.