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Marca España

Varias personas nos cuentan sus vomitonas más salvajes

Desde echarlo todo en un control de alcoholemia hasta comerse parte de su vómito. Locuras pasadas de tuerca.
Foto modificada vía YouTube

El otro día estaba con mis colegas y comenzamos a rememorar borracheras bíblicas. Como cuando vomité en la cola multitudinaria del guardarropa de una macrodiscoteca para recuperar mi chaqueta y que, tras balbucear a gritos con responsables y porteros, resultó estar salvaguardada en el maletero del coche. Empapé como a media docena de personas para nada —como si hubiera algún tipo de justificación para algo así.

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Todo el mundo tiene una historia similar y algún tipo de excusa que poner a la hora de contarla: que si la culpa fue del Jägermeister, que si no me sentó bien la cena, que me metieron algo en la bebida, etc. Excusas que aunque no se creen ni vuestras madres, seguís contando por vergüenza; pero no pasa nada, porque todos —TODOS—, hemos puesto nuestra dignidad en entredicho por esas copas de más que nos transforman en una particular niña de El Exorcista.

Después de aquella charla con los amigos, me entró curiosidad y decidí indagar para encontrar las mejores historias sobre vomitonas épicas. El resultado podéis leerlo a continuación.

La tienda que cambió el rumbo de la noche. Foto por Anna

Goteras en la tienda de campaña

Me quedé sola en mi tienda de campaña con unos recién conocidos el año que diluvió en el Arenal Sound —el festival de música independiente y electrónica de Burriana, Castellón. Como cancelaron los conciertos, empezamos a hacer un submarino con hierba y pronto me entró la pálida. No iba a vomitar en mi tienda, por lo que decidí salir. "Perdonad, me voy a potar", les dije.

Una vez fuera, apenas me dio tiempo a llegar a la Quechua de al lado y la empapé de arriba abajo con la mala suerte que las rendijas de ventilación estaban abiertas. Mi vómito goteó en el interior impregnando sacos, ropa y comida. Esto lo sé porque me lo dijeron los tipos con los que había estado fumando. La tienda de campaña potada era la suya.

Anna, 22 años

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El bolso

Después de beberme todo el limoncello que mi cuerpo de 17 años soportaba, volví a mi casa en metro. Sentí que llegaba lo inevitable: la pota sería inminente. En un alarde de civismo, no quise manchar el suelo del vagón porque lo vi muy limpio. ¿Qué podría hacer? Utilizar mi bolso.

Quité como pude lo más valioso y expulsé hasta mis entrañas.

Ese amasijo de asco calentito me lo llevé a casa. Planeé tirarlo en el lavabo y después limpiar el bolso, pero cuando abrí la puerta, mi madre estaba despierta y me comenzó a atosigar. No quería que viera el "paquetito" y lo metí en mi armario sin que se diera cuenta. Me di una ducha y me fui a trabajar sin dormir.

Pasaron dos o tres días hasta que estuve sola en casa y pude deshacerme del "cadáver"

Llegué por la noche y, al entrar en mi habitación, casi me desmayo del olor, pero como mi madre estaba otra vez por ahí, lo volví a dejar donde estaba. Temía la furia de mi progenitora. Pasaron dos o tres días hasta que estuve sola en casa y pude deshacerme del "cadáver". El bolso todavía lo debo tener por casa, eso sí, todo lo limpio que pudo quedar.

Cristina, 28 años

El metro suele ser el lugar idóneo para la purgación. Foto del usuario de Flikr waltarrrrr

El conductor de metro

El que piense que el Risk es un juego de estrategia, que pruebe a tirar los dados sobre el tablero del Okalimotxo: eso es la puta batalla de Trafalgar. En esa Oca etílica debes tener mucho cuidado con enviarle un par de chupitos al "esponja" del grupo o la tomará contigo y te hará reventar con vino rancio de supermercado.

En mi caso, no se me ocurrió otra cosa que tocarle las narices a un tal Kubiak, un tipo de dos metros que bebía como un animal. Una cosa llevó a la otra y nos acabamos largando del bar donde estábamos con una caraja monumental.

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En estas que un colega me vio con el apuro y, sin saber cómo, me ofreció entrar en la cabina del conductor

Cogimos el metro y claro, tras subir al vagón, comenzó la epifanía: sudores fríos, mareos, nauseas… El kit completo, vaya. En estas que un colega me vio con el apuro y, sin saber cómo, me ofreció entrar en la cabina del conductor —la que va vacía en el último vagón. Total, que me metí allí y empecé a vomitar A LITROS.

Mi colega se piró y me quedé atrapado viendo las lucecillas del túnel mientras finiquitaba la faena. Lo mejor —o peor— es que la puerta no cerraba del todo y salpiqué dos ristras de asientos del metro. Desde ese día pago orgulloso mi abono del mes.

Christian, 36 años

Qué ricas están, ¿verdad? Foto por el usuario de Flickr vreimunde

Las aceitunas

Estábamos en una casa rural. Ya sabes, esa excusa que tenemos los de ciudad para tajarla en el campo. La movida comenzó por la tarde mientras picoteábamos todo tipo de guarradas, siempre acompañado por sendos cubatas bien cargaditos de ron del Mercadona. Eran las 18:00 y yo ya iba como las Grecas.

No paré de comer y beber hasta que la madrugada nos sorprendió. A esas horas era un despojo que sucumbió ante los ritmos paganos de Sonia y Selena, aunque estaba confiado de que no iba a suceder ningún infortunio. A los pocos segundos, mi estómago me demostró lo contrario.

Fui al baño y lo eché todo en el lavamanos. Miré entre el potado y atisbé una esmeralda extremeña rellena de anchoa. Sonreí. Un amigo que se acercó a socorrerme me miró temeroso ante lo que podía suceder. Cogí la aceituna intacta, exclamé un "¡oh, correcto!" y me la metí en la boca.

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Víctor, 23 años

Laura y su inseparable amiga: la copa de balón. Foto por Laura

El control de alcoholemia

Estaba con un amigo en Rosas y quedamos con sus primos que no conocía. Fuimos a cenar a un chino y bebí unas inocentes copas de cava. La cosa siguió en un garito de la playa con música y mojitos. En plural, porque no sé cuántos me pude llegar a beber. Mis pies se movían solos y mi cabeza recordaba el Caribe Mix 2005.

Llegó el momento de irnos. Me subí en la parte trasera del coche, detrás del conductor, y comenzó la montaña rusa. Teníamos una hora de camino llena de curvas y yo respiraba hondo. Las náuseas crecían y no sabía si iba a aguantar.

Puse las manitas como una mendiga para que me cupiera el máximo de contenido, y me reprimía los ruidos de las arcadas

De repente, unas luces azules advirtieron un control de alcoholemia. Lo que faltaba. El conductor soplaba en el cacharro ese y yo, mirando de reojo al agente, empecé a potar sobre mi regazo. Puse las manitas como una mendiga para que me cupiera el máximo de contenido, y me reprimía los ruidos de las arcadas. Daba mucha pena, impregnada de tallarines enteros y algas chinas. La policía no se enteró. El resto del coche sí.

Laura, 31 años

Despertador Mosso d'Esquadra 2.0

Un barreño de agua de Valencia entre cuatro amigos, cinco cubatas de garrafón en media hora y un chupito de Jäger en Apolo, Barcelona. Ni se os ocurra hacerlo. Salí del garito a los quince minutos de entrar con una chica que conocí. Me despedí y quise volver. Digo quise porque empecé a vomitar delante del portero que se enfadó tras salpicarle las camperas con trocitos de pollo. Decidí coger un taxi e irme a casa sin avisar a mis colegas. No quería fastidiarles la noche.

Como no podía caminar, me puse a dormir en un banquito hasta que una mano me zarandeó el hombro

Una vez en la autopista, mi barriga me la volvió a jurar. Para no manchar el taxi, saqué medio cuerpo por la ventanilla y vomité a 80 km/h. Cuando ya no tenía nada más para seguir estucando el lateral del coche, me quedé medio dormido en la parte de atrás. El taxista se equivocó de salida. Serían cerca de las 3:30 y me dejó a 15 minutos de casa.

Como no podía caminar, me puse a dormir en un banquito hasta que una mano me zarandeó el hombro. Dos Mossos d'Esquadra me despertaron y me pidieron la documentación. Iba muy mal y les supliqué que me llevaran a casa, pero no hubo manera. Se fueron y seguí durmiendo hasta las 6:00 como un vagabundo expuesto en una calle. Mis amigos pensaron que había triunfado.

José, 27 años

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