Caminando por la vereda hace algunos años, en una clase de fotografía con niños del corregimiento de Juan Frío, a quince minutos del municipio fronterizo de Villa del Rosario (Norte de Santander), al rapero y activista Jorge Botello le pegaron su primer susto.
—Uy, profe, lo estaban pisteando esos manes, ¿no? —le advirtió una alumna cuando regresaban al centro, donde recibían el taller.
—¿Cómo así? —respondió Botello, desconcertado.
—Sí, ¿no vio? Los de la moto.
—No, ¿cuál moto?
—Estaban ahí, pasaron, lo miraban mucho. Tenga cuidado.
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A pesar de haber estado en el corregimiento varias veces, a Botello nunca le habían echado el ojo. Más bien: no se había dado cuenta. “A veces uno no se percata. Estamos haciendo talleres y llega una gente a preguntar que quiénes somos. Les dije a los chinos que me avisaran a la próxima”, me cuenta en los patios de la Biblioteca Julio Pérez Ferrero, en el centro de Cúcuta. “Luego entendí: por ahí pasa muchísimo contrabando, esas son las rutas que usan las bandas criminales y paramilitares para traficar desde y hacia Venezuela. Yo ahí, con una cámara de fotos, era un sujeto sospechoso para ellos”. Y aunque nunca los molestaron, Botello y su parche decidieron subir la guardia. Era eso o no volver nunca.
Mi ciudad II (ciudad frontera) – AHIMAN (2008)
De los asentamientos periféricos que se extienden a lo largo de la frontera colombo-venezolana en el Norte de Santander, Juan Frío es el que ha albergado uno de los pasados de violencia más aterradores.
En 1999, los hermanos Castaño ordenaron una violenta avanzada paramilitar hacia Cúcuta y su zona metropolitana para quitarle el control comercial y de narcotráfico a la guerrilla. La investigadora y experta en crimen organizado Vanda Felbab-Brown ha analizado cómo esa guerra por las rutas del contrabando en la época trazó una cartografía invisible: mientras que las Farc y el ELN fueron empujados a las selvas del Catatumbo, los exgrupos paramilitares se establecieron y gobernaron (y, según ella, aún gobiernan) las economías ilegales fronterizas y la vida de las comunidades urbanas. Así, por su ubicación estratégica, Juan Frío se volvió una de las sedes más poderosas de la dirección paramilitar a principios de los 2000.
Al tiempo que los paras patrullaban abiertamente Cúcuta junto a la policía y al ejército, recapitula Felbab-Brown, el pequeño corregimiento era “la sede del parajefe local”, que se hizo conocer por los desmedidos castigos a quienes lo desobedecían: “existen rumores acerca de que algunas personas fueron cortadas en pedazos con una sierra o quemadas vivas en hornos”. La escalada de violencia silenciosa llegó a su tope en la masacre del 24 de septiembre del 2000: treinta encapuchados de las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron a seis personas y, por la ineficiencia institucional y el temor de los ciudadanos, sus cuerpos permanecieron tendidos a lo largo de la vía de acceso al pueblo por más de cuatro horas.
“Sí, la historia ha sido fuerte, la gente todavía tiene en la cabeza que allí fueron tristemente célebres los hornos de los paramilitares”, cuenta Botello. “Por eso sentimos la urgencia de intervenir y trabajar ahí, así como en otros lugares de Norte de Santander donde la violencia ha sido más dura. Porque este departamento tiene todos los grupos armados del país, todas las estructuras armadas han estado acá. Pero nosotros creemos que el arte puede tratar temas de fondo de esta gruesa historia de dolor”.
Así, desde 2008, Botello y un parche de amigos suyos decidieron liderar una iniciativa de transformación social y construcción de paz desde una movida contracultural que, hasta entonces, era desconocida en el departamento: la del hip-hop y el grafiti.
De Jorge Botello a ‘Ahiman’: un rapero entre metachos
Mucho antes de su trabajo en Juan Frío, Jorge Botello sembró su semilla antiviolencia en Cúcuta, la convulsionada capital del departamento. En una tierra carranguera, amasada entre el bambuco fiestero y el vallenato, las palabras rap o hip-hop eran una completa extrañeza. Por algunos discos rotados de mano en mano y algo de exhaustiva exploración en internet, hacia 2007 Botello empezó a descubrir tímidamente el poder de las rimas. “Aquí nadie hacía rap. En la universidad yo buscaba gente a la que le tramara esto también pero no había”, recuerda. “El primer contacto que tuve fue cuando me empecé a juntar con unos pelaos que pasaban por ahí con ropa ancha. Fue gracioso: un día nos miramos a lo lejos, nos quedamos viéndonos, como reconociendo que ambos estábamos en lo mismo, y hablamos. Qué hace, me dijo, ¿Le gusta el rap?, y yo, Sí, camine a improvisar”.
Las parchadas con uno de ellos, un ingeniero civil llamado John, se hicieron frecuentes en la casa de Botello en la esquina de la avenida 5 con calle 5 de la ciudadela Juan Atalaya, en el barrio Motilones, de Cúcuta. Compartían discos, escuchaban música juntos y componían versos inspirados, sobre todo, en el estilo de la llamada Nueva canción latinoamericana que les rotaban sus amigos literatos. “Como acá no había raperos sino poetas, lo que a mí me mostraban era gente como Pablo Milanés o Silvio Rodríguez. Luego a cantantes como Pedro Guerra o Música Para el Pie Izquierdo, un dueto de Bucaramanga muy del estilo de Les Luthiers”, dice Botello, quien trabajaba entonces como vendedor en una fábrica de gorras.
La caja negra – AHIMAN (2008)
Nutrido del fervor de los parceros con los que se reunía en la casa, Botello le compró su primer computador a su hermano para poder dejar registro de lo que componían, soñando con fundar un sello disquero. “Ahí en ese computador comenzamos a trabajar y a hacer nuestras primeras grabaciones”, recuerda Botello. Como en ese momento no existía una escena hip-hop en la ciudad, el rap creció de la mano del metal, el punk y el hardcore, movidas que desde mucho antes se habían robustecido y establecido como los cimientos del underground cucuteño. “Lo más cercano que se escuchaba de rap era Rage Against the Machine. Aquí no había raperos, el ‘alternativo’ era el cercano con el que compartía música pesada, que casi nunca era hip-hop sino heavy metal, death metal, punk. Durante varios años fui un rapero que cantaba para metaleros”.
Botello y su parche comenzaron a hacerse un público ahí, en los conciertos y bares de metal: “Al principio, mis amigos metachos me invitaban a mí a sus presentaciones; yo lo que hacía era que de los treinta o cuarenta minutos que me daban les daba quince minutos a los demás muchachos del parche: rapeaban, mezclaban canciones. Era muy bacano porque a la mayoría de metaleros les agradaba la propuesta: se movían con el rap y ya luego se ponían pesados y empezaba el pogo”. Así, después de volverse una presencia casi ineludible para abrir casi todos los toques de metal, Botello empezó a detectar que, lentamente, se había estado formando un público que antes no había. Un público propio para el hip-hop.
“Aquí no había raperos, el ‘alternativo’ era el cercano con el que compartía música pesada, que casi nunca era hip-hop sino heavy metal, death metal, punk”
Del metal también vino su nombre artístico: ‘Ahiman’. Eso por una recomendación de un amigo mechudo que le dijo que buscara nombres en la Biblia. “El heavy metal se ha nutrido mucho de la subversión de la tradición bíblica, la usan mucho para nombres. Entonces me convencieron de buscar ahí y encontré ‘Ahiman’, que viene de una palabra en hebreo que traduce ‘hermano de un don’. Para mí ese don es la música”. Así, a través de su seudónimo se abrió camino en el underground cucuteño y se volvió un referente ineludible para el nacimiento de una cultura rapera en el Norte de Santander.
AHIMAN en vivo en Bogotá:
‘5ta con 5ta Crew’, Jeider ‘Showy’ y la llegada del grafiti a Cúcuta
Con los meses, el parche empezó a crecer. La casa cultural liderada por ‘Ahiman’ se volvió el punto de encuentro: “Todos llegaban siempre ahí a esa casa en la que grabábamos y rimábamos. Las indicaciones eran que tomaran el transporte y llegaran a la quinta con quinta. Que le dijeran al conductor que los dejara allí. De ahí vino el nombre del parche: 5ta con 5ta Crew”. En su primera fase, hacia diciembre de 2007, 5ta con 5ta Crew comenzó a consolidarse como uno de los parches de raperos que más comenzaba a sonar en la ciudad. “Ya habíamos hecho intercambios a Caracas, Bogotá y Bucaramanga cantando; ahí fue cuando dijimos: hagamos algo más grande con esto, un sello, un colectivo. Que esto crezca”.
Y creció.
En el 2008, ya no era solo un grupo de cucuteños movidos por el rap sino que habían comenzado a explorar los terrenos del breakdance y el grafiti. Ese año se unió al crew Jeider Sánchez, ‘Showy’, uno de los primeros líderes de la escena grafitera en la ciudad. Como ‘Ahiman’, ‘Showy’ empezó a entrarle al rollo por la música. “Yo arranqué en el 99, después de que alguien me colocó Gimme The Power de Molotov y, unos años después, La Etnnia y Tres Coronas. Algunas cosas me gustaban, otras, no. Pero lo que me metió de cabeza a esto fue Nach. ¡Uf! Muy bueno. Empecé a meterme más, conocí la música del parche de Las Cruces en Bogotá y luego conocí a ‘Ahiman’. Con él y 5ta con 5ta es que esto se volvió un proyecto de vida”.
‘Showy’, de treinta años, nació en el municipio de La Playa, en la región del Catatumbo. Para sus habitantes —y como recogió el Centro de Memoria Histórica—, las disputas por el control del territorio y el abandono estatal han hecho que persistan las condiciones de marginamiento, estigma y desigualdad que históricamente han signado el territorio. “Si en Cúcuta hay poca, allá sí que no había nada de movida hopper. Todavía hoy que vuelvo, siento que muchas veces sigue tensa la cosa. Así hayan salido las Farc, han entrado otros grupos. También a veces se alborota el avispero con cosas como el operativo para matar a ‘Megateo’, el capo del Catatumbo, en 2015. Hay unos tiempitos de calma tensa y luego vuelve y estalla”, dice.
Para ‘Showy’ como para sus compañeros, el grafiti no apareció solo como un pasatiempo desprevenido. Y, a diferencia de muchos jóvenes grafiteros de las grandes capitales, esto le llegó ya adulto. En 2006, cuando viajó a Medellín a hacer unos talleres, fue donde vio por primera vez una pared pintada. “Yo pasaba por esos murales y los veía y los veía. No era nada parecido a lo que había acá, porque acá no había nada. Solo a veces rayones de las AUC o amenazas. Cuando volví conocí a Andrés Duque, un rapero que se hacía llamar El Sap, de Bogotá, pero que vivía acá en Cúcuta, con quien nos metimos a explorar esa vuelta”.
En 2009, un año después de empezar a colaborar con ‘Ahiman’ en 5ta con 5ta, ‘Showy’ se aventuró en excursiones a San Cristóbal, Venezuela. “Allá el grafiti estaba re avanzado. Un evento llamado Sonidos Urbanos me motivó a imitar y comenzar a hacer algo parecido a lo que vi allá en San Cristóbal en Cúcuta. Fuimos los primeros en rayar en esta ciudad”. ‘Showy’ y un grupo de cinco personas se dieron a la tarea de organizarse y fundar una jornada de mural, hip-hop y grafiti que bautizaron Atacarte.
“Al principio era jodido, por la gente no saber qué era esto y por las dinámicas tan conservadoras de acá de la ciudad, incluidos algunos rezagos del paramilitarismo. Estaba esto muy estigmatizado”, dice ‘Showy’. “Por ejemplo, la parte de grafiti en Atacarte tuvo diferencias con la Policía: después de varios días de trabajo, borraron un mural sobre objeción de conciencia que pintamos”. En la segunda edición, la Alcaldía les ofreció apoyo “pero era absurdo: casi a cada metro del muro tocaba meter un logo enorme de la Alcaldía, luego el de la Policía, luego sí nuestros diseños… Neh. Dijimos que no, y terminamos pidiéndoles permiso a los vecinos para pintar en las culatas de las casas”, recuerda.
El apoyo de los vecinos también comenzó a potenciar las interacciones de más jóvenes con ese crew de cinco personas que, por primera vez, hacía murales de grandes formatos en la ciudad. La tercera edición se tomó el Teatro Atalaya, una construcción abandonada que llenaron de piezas grandes, más coloridas y más complejas. “Ahí denunciamos, por ejemplo, que un chico rapero del parche estaba detenido por un falso positivo judicial. Queríamos colocar eso en la voz pública”. Ya después de la cuarta edición nadie volvió a joderlos y, además, se sumaron apoyos de diversas organizaciones y personas que veían en ello una oportunidad para generar cambios en dinámicas violentas de ciertos sectores. También lograron convocar nombres de otras ciudades —incluso internacionales— como SCRAP, Galo Grafitti o Garek.
“Lo más duro es que [por fuera del Festival] somos muy pocos los que pintamos por nuestra cuenta ahora; quedamos más o menos cinco personas en Cúcuta nada más. Eso por la situación económica que está viviendo la ciudad, cada vez más tensa”, denuncia ‘Showy’. “La gente apenas tiene para comer, entonces no va a invertir en una lata. Eso ha hecho que muchos dejen de pintar”. Otra de las razones de la reducción del grupo ha sido la intensidad de la migración venezolana: “Aquí había varios grafiteros o raperos de Venezuela. Pero ahora se han ido. Vienen, están un rato, se van al interior de Colombia y luego a otros países, o se regresan a su país”.
A pesar de todo, los de 5ta con 5ta no se han detenido en sus esfuerzos constantes por involucrar a los jóvenes desde el arte urbano en el tejido de sus comunidades, contra la violencia y para exigir el cumplimiento de ciertos derechos. “El grafiti y el hip-hop son medios tremendos para comunicar sobre muchas de las más urgentes necesidades de las comunidades con las que trabajamos: derechos sexuales y reproductivos, derechos humanos, educación”, afirma ‘Showy’. “Los pelaos no entienden con diapositivas, entienden haciendo cosas, charlando, rapeando, rayando”. Así, la casa 5ta con 5ta se empezó a abrir para hacer talleres para formar b-boys, para cantar y pintar con jóvenes de barrios vulnerables.
En 2012, cuando la vaina se creció mucho, decidieron hacer talleres itinerantes en municipios aledaños. De la sinergia entre los grafiteros, los MCs liderados por ‘Ahiman’ y el equipo de b-boys, nació su proyecto más ambicioso: el Festival Del Norte Bravos Hijos.
“¡Del Norte Bravos Hijos!”
“Del Norte Bravos Hijos nació inicialmente por una idea de hacer un compilado de los parceros que estábamos rapeando acá en la ciudad. Fuimos creciendo y, cuando llegó el año 2012, logré concretar un estudio de grabación casero con unos ahorros”, narra ‘Ahiman’, el gestor original de la idea. “Luego nos dijimos: esto ya no es algo de la ciudad sino algo departamental. Nos lanzamos e hicimos una convocatoria para que se presentaran diferentes raperos. Si no vivían en Cúcuta tenían que mandar la letra y su voz grabada así fuera con un celular. Al escuchar eso, los jurados —dos amigos venezolanos que ya tenían un festival propio— eligieron a los que quedaron en ese primer compilado”.
Por la gran acogida y el creciente público de hip-hop en el Norte de Santander, la propuesta dejó de ser solo un concierto y un compilado de música: empezaron a incluir a los de Atacarte y sus grafitis, hicieron un componente de breakdance y se lanzaron a hacer talleres con jóvenes en los municipios de Tibú y Los Patios, el corregimiento de Juan Frío, en Villa del Rosario, el barrio La Pastora y el asentamiento (“así llamamos allá a los barrios de invasión”) La Conquista en Cúcuta. Cobraban solo alimentos o cuadernos para ingresar a los conciertos y luego los repartían a muchachos en esas zonas.
Videoclip oficial de la edición 2014 del Festival Del Norte Bravos Hijos
El proceso de escuela y talleres con las comunidades dura de cinco a siete meses, que culminan con los tres días de Festival: el viernes, el componente académico, con conversatorios y talleres creativos; el sábado, el gran concierto de hip-hop y el encuentro de breakdance, que recientemente se organizó en una cancha aledaña al Teatro Atalaya; y el domingo, la gran pintada y la jornada de grafiti Atacarte.
“La idea del Festival y su nombre, que hace referencia a un fragmento de himno del Norte de Santander, es demostrar que las nuevas generaciones no están ahí simplemente para hacer relleno sino para realmente ser protagonistas de la transformación desde el arte de sus comunidades”, cuenta ‘Ahiman’. “También que se apropien de sus territorios, de sus barrios: seguir haciendo denuncia e incidiendo desde la contracultura”. Y los frutos son visibles apenas en la interacción de los niños con ellos. Durante nuestra conversación en la Biblioteca Julio Pérez Ferrero, en el centro de Cúcuta, por lo menos cinco niños que pasan frente a ‘Ahiman’ y ‘Showy’ los saludan con fervor, los molestan, abrazan y comprometen a no llegar tarde al taller.
Incluso, un anciano poeta conocido de ellos que nos escucha charlar, les dice al final, con una sonrisa: “Necesitamos más gente como ustedes en este lado de la patria”.
“Los pelaos no entienden con diapositivas, entienden haciendo cosas, charlando, rapeando, rayando”
A raíz de ese trabajo de cohesión y reparación social, 5ta con 5ta Crew dejó de ser un mero parche movido por la música y el arte callejero y decidió constituirse como una Fundación, para poder financiar más proyectos, talleres y Festivales antiviolencia y de empoderamiento juvenil en el Norte de Santander. “En las zonas afectadas por la violencia el arte es como un blindaje”, remata ‘Showy’, después del relato que narra ‘Ahiman’ del susto que les pegaron en Juan Frío. Y ‘Ahiman’, sonriendo, remata con unas líneas de Mi salvavidas, uno de los temas de su disco homónimo del 2016: “Si el rap no vino a cambiar el mundo, por lo menos vino a cambiar el mío”.
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