El autor subiendo unas escaleras (Foto por Ben Mitchell).
El hogar es sagrado. Decidir a quién dejas entrar y a quién no es la única discriminación aceptada por la sociedad. En realidad, es lógico porque es tu casa, por lo tanto, si se pierde tu control de PS3, tu vela bonita o tu colección de tazos, es tu culpa por dejar entrar a la persona equivocada.
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El problema es que, con el surgimiento de Air BnB, Coush Surfer, Tinder y Grindr, la probabilidad de que algún fulano entre a tus aposentos, arrugue tus sábanas y deje manchas raras en tus muebles es mucho más alta que antes. ¿Acaso esta nueva tendencia de servicios para conocer gente ha hecho que se vuelva normal dar alojamiento a personas que apenas conocemos? ¿O será que sólo lo hacemos porque suele terminar ya sea en sexo o en una transferencia bancaria en línea?
Para responder esta pregunta decidí visitar un gran número de vecindarios londinenses en el transcurso de cinco noches. Tocaría a varias puertas con la esperanza de que las abrieran y entonces pediría alojamiento.
La idea era bastante simple pero necesitaba un pretexto convincente que no influyera en la decisión del anfitrión. (Por ejemplo: “Hola, soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre si las personas de este vecindario son amables y hospitalarios o son unos malditos egoístas. ¿Usted qué es?”)
Se me ocurrió esto: Soy australiano y vine a Londres con la idea de que podía quedarme en la casa de un amigo de la familia a quien en realidad no conocía tan bien pero nunca lo encontré. Además, mi dinero no está disponible hasta mañana. Si aceptaban, entonces les diría la verdad.
Esta fue mi semana:
Miércoles – Whitechapel
Toqué: 37 puertas
Tuve: Cinco conversaciones que duraron más de cinco minutos
Clima: Lluvioso
Whitechapel fue muy difícil. Desde temprano me rechazaron muchas veces. Todos esos rechazos fueron expresados de tal modo que me hicieron sentir que iba a ser una semana muy dura. Aunque después de un rato logré platicar con una señora que no podía alojarme pero amablemente me recomendó que lo intentara tres casas más adelante. “Es una residencia estudiantil”, explicó.
Abrió la puerta un sujeto llamado Jack. Tenía más o menos mi edad, al parecer se sintió conmovido por mi situación ficticia. Entramos en confianza y me dijo que siguiera buscando y se comprometió vagamente a que, si no lograba nada, regresara en una hora más o menos y veríamos qué hacer. Fui a un establecimiento junto a la estación, comí pollo y regresé de inmediato.
Esta vez abrió el compañero de Jack. Le pregunté si Jack estaba en casa y si le había contado sobre nuestra conversación. Me dijo que no, que Jack se había ido y que no le había dicho nada de ninguna conversación.
Me imaginé a Jack en su cuarto jugando Call of Duty con el volumen hasta abajo, tratando de evadir las consecuencias de su indecisión.
Traté de convencer a su compañero y le ofrecí a pagarle veinte libras esterlinas (423 pesos) al día siguiente y dejarle mi pasaporte y mi laptop como garantía. Pero no aceptó y tuve que continuar con mi arduo recorrido.
Xavi y su compañera.
Después de varios rechazos rotundos conocí a un chico de 28 años llamado Xavi, originario de Barcelona. Me escuchó por dos minutos en lo que le contaba mi historia y luego me invitó a pasar. De inmediato me ofreció cigarros, comida, ropa limpia, mariguana y cerveza. Toda la noche nos la pasamos fumando, bebiendo y hablando sobre nuestros respectivos países. Fue genial.
“Cuando tocaste a mi puerta te veías bien, aunque un poco estresado”, dijo. “Luego me contaste que no tenías un lugar donde quedarte y te dejé entrar porque pensé: ‘Seguro está muy estresado y yo no tengo nada que hacer esta noche, así que podemos divertirnos para que este chico se relaje y deje de preocuparse’. Te ofrezco mota y cerveza. Creo que puede ser una noche muy divertida”.
Xavi es de las mejores personas que he conocido. Nos caímos bien de inmediato. Nuestra hermandad era tal que podría ser de mi top ocho en Myspace. Hablamos sobre su trabajo en el mercado de pescado, de cómo era su vida lejos de España y de su novia, quien por el momento estudia en Alemania. Le pregunté si no era necesario que su compañera estuviera de acuerdo con que yo me quedara una noche en su casa. “Ah, sí, ella es muy abierta. No creo que se moleste. Aunque tal vez a su novio sí”, dijo y rio.
Xavi estaba resuelto a hacer que esta experiencia fuera muy positiva. Supuse que al estar lejos de su país y de su novia, probablemente se sentía bien al tener compañía. Además, me dijo que sabía exactamente cómo se siente estar sólo, como yo en este momento.
“Ya pasé por lo mismo que tú. Yo no soy de Londres, soy de España. Sé como debes sentirte”, dijo. “De todos modos, no puedes robarte mucho de mi casa porque no tengo muchas cosas, así que no me preocupa. No sé… quiero ser amigo de todos los hermanos”.
Jueves – Shoreditch
Toqué: 42 puertas
Tuve: Tres conversaciones que duraron más de tres minutos
Clima: Frío y con lluvia
El problema en Shoreditch era que no había muchas casas con puertas principales. Pedir asilo a través de un intercomunicador siempre va a resultar en un no, a menos que por casualidad llegues a la casa de un sicópata que quiere usar tu piel como tapiz para su departamento. Una situación que, en general, no es la ideal.
Toqué cada puerta que pude. Una señora me dijo por la ranura del buzón que iba a llamar a la policía. Otra dijo que en realidad quería ayudarme pero que, como trabajaba desde casa, sería muy difícil. Asentí de forma inconsciente. Después le expliqué que era ideal porque ella estaría en casa y yo buscaba un lugar donde quedarme. Pero me detuve a media oración. No era un debate. Era una mujer que vivía sola y lógicamente no quería que un sujeto extraño se quedara en su casa.
Victoria (derecha) y sus dos hijas.
Después cambié mi estrategia. Recorrí todo Shepherdess Walk y no logré nada. Tenía mucha esperanza en esa zona porque todas las casas tenían puertas. Hasta que empezó a llover. Por suerte, la siguiente puerta que toqué era la de Victoria, maestra y madre soltera a cargo de tres adolescentes. Victoria me invitó a pasar y a tomarme un té descafeinado de infusión de vainilla. No me sentí muy cómodo al entrar e interrumpir sus actividades pero, bueno, igual lo hice.
Platiqué y traté de parecer normal durante los 15 minutos que estuve sentado en comedor. No tan normal como para que pensaran que no me preocupaba no tener dónde dormir, sólo lo suficiente como para que no creyeran que iba a volverme loco y romper sus ventanas. Se escuchaban los tonos de los celulares de las chicas y su madre tenía una cara de preocupación. Me sentí muy mal.
La cama del autor durante su estancia en Shoreditch.
“Creí que debía saber cuál era tu situación antes de decirte que no”, dijo Victoria cuando le pregunté por qué había sido tan amable. “Se nota a simple vista que no eres un asesino en serie. Te invité a pasar y les dije a mis hijas que les preguntaran a sus amigos si podían dejar que te quedaras. También llamé a dos amigos pero no me contestaron”.
“Nos quedamos sin opciones pero no sabía qué decirte. No quería correrte por la lluvia. Mis hijas empezaron a enviarme mensajes diciendo que te dejara quedar, aunque sea en el piso. Se me ocurrió que podías quedarte en el auto o llevarte a casa de mi prima y decir que trabajas conmigo. Pero no me sentiría muy cómoda sabiendo que le mentí, sólo era una opción que consideré”.
Sugerí que me dejaran dormir entre el calentador y la puerta trasera. Victoria aceptó. Le di las gracias. Esa familia reafirmó mi fe en la humanidad.
La cama del autor durante su estancia Brixton.
Sábado – Brixton
Toqué en: Una puerta
Clima: Templado y seco
Mi experiencia tocando puertas en Brixton fue muy breve; el total e tiempo que estuve en la calle fue de siete minutos.
La primera casa a la fue fui era de un chico de 28 años que trabajaba como director de sistemas de información, quien no me autorizó escribir su nombre, así que llamémoslo Bill Peterson, porque suena como el nombre de un hombre muy amable. Cuando toqué a la puerta de su vecino, Bill abrió la suya. Le expliqué mi situación imaginaria y me dejó entrar.
“Te vi merodeando y pensé: ‘¿Quién es este sujeto?’ Al principio creí que eras peligroso”, me dijo. “Estabas ahí parado, parecías cansado, perturbado y triste. Supongo que verte y oír tu historia hicieron que la situación cambiara de inmediato”.
(Por cierto, sin intención de negar la generosidad de Bill, no creo que mi apariencia haya sido tan mala).
“Pensé: ‘OK, probablemente va a ser muy difícil que encuentre dónde quedarse en Brixton’. Por eso te dije: ‘Como es tarde y no vas encontrar dónde dormir, puedes quedarte aquí una noche”.
“Bill Peterson”
Le pregunté si al principio tenía dudas con respecto a dejar que me quedara. “Claro que sí”, dijo. “A menudo vienen unos tipos y se ponen a fumar crack en nuestro porche. De hecho, la semana pasada alguien rompió nuestra ventana. Por eso estoy alerta últimamente”.
Bill tenía que irse un par de horas, así que me dijo que regresara a media noche y que me iba a dejar dormir en el sillón. Después de regresar, nos quedamos platicando sobre política hasta las 3:30 am. Bill se la pasó hablando sobre el espionaje político de China dentro de las redes de servidores globales. Mientras tanto, su novia dormía en la puerta de a lado.
Puso las dos cerraduras de la puerta de enfrente justo antes de irnos a dormir, “por si trataba de robarme la televisión”.
Decepcionado, saqué el control remoto de mi mochila y lo regresé a su sitio en la mesa de centro.
Domingo – Golders Green
Toqué: 49 puertas
Clima: Frío pero bien en general
Ya sabía que Golders Green iba a ser difícil. Era domingo, la noche en que la gente se prepara para una semana de trabajo, es decir, la noche menos oportuna para dar hospedaje a un desconocido. Además, es una zona residencial donde viven muchas familias. Por eso no tenía mucha esperanza de encontrarme la población que hasta el momento había sido la más hospitalaria: hombres solteros de mi edad. Sin embargo, en la zona había muchas puertas principales.
Mi primera conversación fue con un doctor que daba consultas en su casa. Me invitó a su oficina para revisarme. Me negué. Sugirió que fuera a la comuna budista un poco más adelante.
Seguí intentándolo en otras tres calles hasta que llegué a la casa de una familia japonesa. Un niño de 12 años y su madre abrieron la puerta. La madre se veía incómoda —lógico— y me dijo que no iba a ser posible que me quedara. Le agradecí por su tiempo y seguí caminando.
La caritativa familia de Golders Green con su amable hijo.
Cuando toqué la puerta del vecino, escuché al niño corriendo atrás de mí.
“Señor, ¿tiene hambre?”
“No, estoy bien. Pero muchas gracias. Es muy amable de tu parte”.
“No, tiene que comer. Mi mamá tiene mucha comida que ofrecerle”.
“Gracias, amiguito, estoy bien”.
Me tomó del brazo y me llevó de regreso a su casa.
“Espere aquí”.
Regresó dos minutos después con una bolsa de plástico llena de comida. Es justo esta clase de amabilidad desinteresada que anhelaba encontrar. Les expliqué lo que estaba haciendo, les volví a dar las gracias y continué con mi misión.
Después de tres horas tocando puerta tras puerta sin éxito, estaba a punto de darme por vencido en Golders Green. No obstante, en mi último intento, me encontré con un hombre que no se veía muy contento de que lo interrumpieran el domingo en la noche. No me dejó entrar pero me ofreció 40 libras esterlinas (847 pesos) para que me quedara en un hostal.
También me dijo que se notaba que yo no era un estafador. “Es correcto”, dije, “soy periodista”.
Le pregunté por qué me había ofrecido lo suficiente para una cena decente para dos personas.
“Tengo un hijo que tiene más o menos tu edad y me gustaría que alguien le ayudara si estuviera en tu situación en el extranjero”, me explicó. “Te ayudó el hecho de ser australiano. Si tuvieras acento inglés, probablemente no te habría ayudado”.
Martes – Knightsbridge
Toqué: 18 puertas
Clima: Frío y con viento
El martes por la noche, mi último día, ya estaba harto de tocar puertas. Mis nudillos estaban adoloridos, mi confianza estaba por los suelos. Además, las mentiras que le dije a un sin fin de desconocidos empezaban a ser una carga de consciencia.
También estaba casi seguro de que nadie me iba a ayudar en Knightsbridge. Ya sean magnates estrafalarios o hippies aristócratas, la clase de gente que vive en Knightsbridge no es famosa por su bondad. Además de que la mayoría de las casa parecían embajadas y supuse un hombre barbudo y fachoso que no tenía dónde dormir no iba a ser de interés nacional para ningún país.
Caminé alrededor de veinte minutos en busca de residencias con puertas principales accesibles. En las pocas que encontré no me abrieron. Encontré una cerrada que se veía prometedora. Toqué en todas las puertas. Nadie abrió. Siendo honesto, me sentí aliviado.
Seguí caminando. Las calles estaban desiertas. Me di por vencido una hora después. Ya no podía más.
—
Esas cinco noches me enseñaron que Londres está lleno de almas bondadosas. Y que no es cierto que los londinenses son groseros y poco amistosos.
Aunque, muchos me rechazaron y me hicieron sentir mal, viéndolo bien, probablemente no tenía nada que ver con mi carácter personal. Seguro sólo querían disfrutar la comodidad de su hogar sin tener que preocuparse toda la noche porque un australiano desconocido estaba en su casa.
Pero muchas gracias a todos los que me dejaron entrar a sus casas. Es increíble que aún existan personas como ustedes.