Artículo publicado por VICE México.
Son las cuatro de la mañana de un domingo de octubre y decenas de vehículos llegan a la avenida Texcoco, una calle que marca la frontera entre Iztapalapa y Nezahualcóyotl, al oriente de la Ciudad de México. Entre la oscuridad, se alcanzan a ver tubos rojos y azules amontonados que servirán para levantar miles puestos. Hombres y mujeres extienden lonas de distintos tamaños sobre la acera, mientras otros suben a los postes para amarrar lazos. Los demás, bajan de camionetas bultos llenos de productos que serán vendidos a lo largo del día. En unas horas este lugar se convertirá en el tianguis más grande de la capital y quizá en uno de los más grandes del mundo: es el tianguis de San Juan.
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Antes de recorrerlo comprobé si, efectivamente, era el más grande de la ciudad. Desde que lo conocí en los años 90 cuando era niño tuve esa duda. Primero pregunté en Facebook a mis contactos sobre los tianguis más grandes que conocían. Surgieron varios: el de El Salado en Santa Martha, el de Santa Cruz Meyehualco, el de Aztecas en Coyoacán, el de Las Torres de eje 6 y el del mismo nombre ubicado en Tláhuac, el de la Raza. Pero dos fueron los más mencionados: el de la San Felipe ubicado en la Gustavo A Madero y el de San Juan.
Así que comprobé la extensión de cada uno a través de los datos satelitales que ofrece Google Maps. El de San Juan mide 2.2 kilómetros, entre el inicio y el fin del tianguis. El de la San Felipe abarca 1.9 kilómetros. Sin embargo, además de la avenida principal por donde se extienden, ambos ocupan varias calles de los alrededores. Pero, de acuerdo con las fotografías aéreas, el de San Juan se expande por más calles y abarca más espacio a lo largo de éstas. Incluso, uno de sus brazos llega hasta la Calzada Ignacio Zaragoza y otro casi a la avenida Pantitlán, ya en el Estado de México.
Fue a principios de los años 60 cuando comenzaron a colocarse los primeros puestos a la altura del barrio de San Juan. Eran menos de 10. Vendían herramientas usadas como martillos o pinzas, ropa de segunda mano que traían de Estados Unidos, semillas como frijol o arroz y discos con música de la época. Con el paso del tiempo y la llegada de más gente a la zona, el tianguis creció y ahora se cuentan por miles los puestos que lo conforman cada domingo.
Roberto Alatriste comenzó a vender discos de vinilo por aquellos años. Su local es el primero con el que te encuentras si recorres el tianguis de poniente a oriente —de la avenida José del Pilar a la López Mateos—. Me cuenta que la música es su pasión y lo que más le gusta es el Bossanova, la Instrumental y las canciones de la Sonora Matancera. Cada domingo gana entre 2,000 y 3,000 pesos por vender cd´s con canciones que él selecciona con música de décadas pasadas y paga 20 pesos a los delegados del lugar por el uso de suelo.
—¿Sabías que este tianguis es el segundo más grande del mundo? —me pregunta.
— La verdad no.
— Sí, el primero es uno que está en la India.
En su puesto vende discos del Acapulco Tropical, de los Teen Tops, de Rigo Tovar, de la sonora Santanera, de la Dinamita. También de Salsa, Guaracha y de las Big Bands de los años 50 y complementa sus productos con películas como Nacidos para Perder, Atrapado sin Salida —con Jack Nicholson— o documentales de la Segunda Guerra Mundial y reportajes audiovisuales de la marginación en Ciudad Neza realizados hace 50 años.
“Esto es mi vida. Pero cada vez se vende menos la música en discos, porque creen que todo lo van a encontrar a través de internet. Pero este tipo de canciones aún no las encuentran ahí, por eso yo sigo vendiendo. Aunque quizá en unos años me vea obligado a adaptarme a los tiempos y a cambiar de giro seguiré en este tianguis”, me dice antes de que lo interrumpan para preguntarle sobre el precio de un CD de ritmos cubanos.
Me cuenta que en los años 70 los jóvenes de ese entonces le pedían poner ciertas canciones románticas, sobre todo baladas y trova, para que sus novias salieran a verlos. Como a las chicas les prohibían tener novio, salían a encontrarse con su pareja entre los puestos con el pretexto de ir al mercado cuando sonaba una canción que identificara a la pareja. Si sonaba una canción de Leo Dan o de Óscar Chávez, ellas sabían que su novio las estaba esperando. Roberto no sólo vendía discos, también la hacía de cupido musical. Me despido de él mientras suena la cumbia: “Sabes que te quiero, Yolanda. Que por ti me muero, Yolanda…”.
Comienzo a recorrer el mercado y me topo con puestos de calzones que presumen ser Calvin Klein en 20 pesos, al lado se ofertan figuras de plata que supuestamente vienen de Taxco, Guerrero, más adelante varias personas seleccionan ropa de paca cuyas piezas se venden en 10 pesos, luego encuentro puestos de uniformes industriales y escolares, chácharas exhibidas sobre una tela, antigüedades como relojes y plumas Montblanc de colección.
También libros de García Márquez, Murakami y Baldor, cinturones con hebillas de Dolce & Gabbana, películas piratas que aún no se estrenan en cines mexicanos, clones de lentes Ray-Ban que cuestan menos de 100 pesos, figuras de calaveras de plástico para Halloween, lámparas de pilas recargables, aparatos de ejercicio que prometen bajar de peso en poco tiempo, equipo para practicar espeleología, tangas diminutas, brasieres con varios tirantes y ropa para niña estampada con princesas de Disney.
Este tianguis abarca todo lo ancho de la avenida. A veces se forman hasta seis pasillos de locales improvisados, a veces sólo tres, dependiendo de lo amplio de los puestos. Parece una serpiente infinita que se cubre de los rayos del sol con plásticos rojos, amarillos y azules que de vez en cuando debes de esquivar o agacharte para no quedar atorado. En algunos pasillos, como si fuera hora pico en el metro, se forman decenas de personas para poder pasar, son tantas que no caben en un espacio tan reducido. Pero no me desespero, mientras espero mi turno para pasar me entretengo con lo que se ofrece en el local que tengo a mi lado.
Ahí veo el Halcón Milenario, la famosa nave de Star Wars —que en Amazon se ofrece nueva por cerca de 15,000 pesos— usada en 300 pesos. Un Caza TIE, tres veces más grande y más limpio, lo ofrecen por 2,300. “Los dos son originales, mi carnal”, me dice el encargado del negocio. Avanzo forzado por los empujones de la gente.
Adelante, por la avenida Riva Palacio, me encuentro con varios puestos de comida: mesas llenas de comensales sobre el concreto por donde pasan los micros cualquier otro día de la semana. Comen mariscos, carnitas, tacos de guisado y mixiote, pizzas, hamburguesas al carbon, alitas y boneless, pozole, barbacoa, quesadillas, tlacoyos y tostadas de pata y tinga, que bajan con refresco preparado, pulque, agua de sabores y cerveza. No es la food zone del tianguis, simplemente coincidieron varios puestos de comida a esta altura, pero a lo largo de mi recorrido encontraré muchos más.
Desde hace décadas este lugar es bastante famoso en el oriente de la ciudad porque se encuentra justo a la mitad de la alcaldía de Iztapalapa que pertenece a la CDMX y el municipio de Neza que pertenece al Estado de México. Dependiendo su ubicación un puesto puede estar en una jurisdicción territorial y el de enfrente, apenas a unos pasos, en otra. Ambas demarcaciones, se ubican en el top de las más pobladas en el país. Por ello este tianguis se atiborra de gente cada semana. Aquí —como dicen los comerciantes— para todos sale.
Continúo y me encuentro con varios puestos de micheladas a la altura de la avenida Cuauhtémoc. El de El Boss es el más grande. Tiene unas 15 mesas en su interior y abarca unos 50 metros cuadrados. Para sentarte en alguna mesa debes esperar un buen rato mientras el reggaetón de antaño musicaliza la fiesta en el lugar. Ahí se beben micheladas de varios sabores que cuestan aproximadamente 70 pesos, perlas negras y mojitos, mientras unos perrean entre las mesas y otros comen brochetas de camarón. Después de Pobre Diabla, suena la electrónica y luego la de banda.
Metros adelante, cerca de la avenida Neza, encuentro tenis que si no fuera por su bajo precio pensaría que son originales, cuestan 200 pesos. “¿Cuáles te gustaron? Te doy precio. Tengo varios modelos parecidos a los que tares. Estos te los dejo en dos cincuenta. Anímate”, me dicen dos vendedores casi al mismo tiempo con un discurso ensayado durante años. Al lado, una señora con su hija vende cuyos por 120 “o llévate los dos por 200. No comen mucho”.
A unos metros se venden refacciones y accesorios para autos. También muebles para baño, sillas, comedores y sillones. Un señor de edad avanzada vende cachorros: el chihuahua 900, el ratonero en 700 y la cruza del máltes 600. Los tres están completamente dormidos. “Llévate uno, te los rebajo o ¿cuánto me ofreces?”, me dice antes de retirarme. Luego están los pantalones de mezclilla. En un local me ofrecen unos Levi’s por 300 pesos y en el puesto skate de al lado los Volcom por 920. “Ya dame ocho cincuenta, pero es lo más que me puedo bajar carnal”.
Sigo mi trayecto con michelada en mano y me encuentro con Sergio Vargas. Tiene 33 años y vende en San Juan desde los 12. Empezó ayudando a su tío en la venta de accesorios para celulares y videojuegos y después puso su propio puesto de calcomanías.
“Pues que te digo, somos coleccionistas, buscamos videojuegos recientes o de los más viejitos y los vendemos acá. Por ejemplo, ese Nintendo clásico lo estamos dando en mil varos, a la gente le sigue gustando un buen porque trae el Mario Bros y el juego para dispararle a los patos, pero la pistola la vendemos aparte”, me cuenta mientras atiende el negocio.
Gana unos 2,000 pesos cada domingo por vender stickers de bandas como The Clash, Attaque 77, Dos Minutos, Metallica, The Cramps, Misfits, Sekta Core, Madness, The Adicts, o Rancid. Lo que más le gusta es el Rockabilly y el Psycobilly, pero también vende botones de series como Breaking Bad y Stranger Things o de películas como Trainspotting, El Club de la Pelea o de Studio Ghibli.
— ¿Qué es lo que más te gusta de este tianguis?
— Que me la paso súper bien aquí. Se vende y echo el coto con mis amigos. Una vez traje un Sound System y se armó súper chido, el problema fue que llegaron un chingo de skins y la gente como que se sacó de onda. Pero estuvo relax, lo armé aquí en esa banqueta atrás del puesto, espero pronto hacer otro.
Al final del tianguis, casi al llegar a la avenida López Mateos, es donde hay más variedad de ropa. No importa el estilo que te guste. Puedes encontrar en pocos metros un outfit para ir al UTA en el centro y otro para ir a la Feria del Caballo en Texcoco. Tenis para correr y otros para jugar fútbol. Playeras de los Dead Kennedys o estampadas con el rostro de Bad Bunny con brillos alrededor o una camisa holgada con un dibujo de gallos de pelea al estilo ranchero o también alguna con el número 13 en la espalda con una tipografía gótica que se volvieron populares entre las pandillas de cholos.
En este lugar es difícil precisar el número de puestos. Algunos se ponen unos meses o sólo un fin de semana y al siguiente el giro es completamente distinto. De todas las personas a las que le pregunté, nadie se atrevió a darme una cifra. Lo más acorde sería decir que el número de locales se cuenta por unos miles.
Es así como además de ser una tradición en el oriente de la capital, este tianguis funciona como una opción de ingreso para los vecinos que viven por ahí o incluso para otros que llegan de otras partes del país. También es una alternativa para que los iztapalapenses, nezahualcoyotlenses y habitantes de la CDMX y sus alrededores se surtan de un sinfín de productos con distintos precios.
Algo me queda claro, buena parte de la historia de esta zona no podría contarse sin el desarrollo de este tianguis. Espero regresar pronto con más dinero.