Siempre tenemos en mente la imagen de esos niños pobres que no reciben ni un solo regalo por Navidad. “Los niños pobres”. Los mismos que invocan las madres cuando sus hijos dejan comida en sus platos; “hay niños que darían un brazo por poder comer esto que estás dejando”. Esos tipos. Esa imagen de unos chavalines vestidos como si vivieran en el siglo XIX y tuvieran los mofletes sucios de hollín. Niños que se levantan y salen del saco de patatas donde duermen y que corren por el piso de 30 metros cuadrados esquivando botellas de cerveza y lágrimas de adulto para ver que, un año más, los reyes no han pensado en ellos. Pues bien, por extraño que pueda parecer, esos niños, en el fondo, son unos suertudos.
En el fondo todo esto de los regalos es una perversión de las viejas ofrendas a las deidades —en fin, a las ideas— que se utilizaban para pedir o agradecer favores y acciones. Pero cuando la ofrenda atraviesa el plano místico y se planta en la realidad y sus beneficiados pasan a ser las personas, todo se diluye y entramos en el campo de la compra-venta, del trueque comercial, del favor, del vasallaje, del interés vil e insano. La mierda esta de la Navidad —según me contó un vídeo muy fiable de Youtube — sería una de tantas otras historias creadas por el hombre para entender los devenires del cosmos próximo, una narrativa para explicar el ciclo de las estaciones y comprender la realidad. Los regalos de Navidad, por lo tanto, —y entendiéndolos como obsequios de los Reyes Magos de Oriente por el nacimiento del niño Jesús— no son más que la celebración de la llegada del solsticio de invierno, o sea, un agradecimiento al hecho de que los días empiezan a hacerse más largos y empezamos a dirigirnos hacia el equinoccio de primavera, cuando los días pasarán a ser más largos que las noches y la vida volverá a florecer, las cosechas serán de puta madre y la peña podrá ir por la calle en manga corta. Estos regalos son ofrendas a seres intangibles o ideas, no a personas, y es entonces, en el punto en el que se confunde a quién hay que entregar estos regalos, cuando empieza la pesadilla. Aquí es donde todo se pervierte, la ofrenda con fines regeneradores se disuelve en un mar de gente nerviosa en centros comerciales y movimientos de dinero entre cuentas bancarias.
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Siglo XXI. 2015. Diciembre. Estamos aquí y ahora. Este año la gente ha decidido seguir con la tradición de regalarse mierdas durante las felices fechas navideñas, ¿qué tienen que agradecer? ¿Qué piden? ¿Qué está pasando? ¿Qué juego de favores existe aquí? Esto no trata de una cabra degollada tumbada en el regazo de un pino milenario, esto consiste en regalarle la tablet más barata del mercado a tu madre. Y no se trata de celebrar el amor al prójimo o agradecer el hecho de que esa persona sea tu creador, se trata, simplemente, de un regalo por defecto, una inercia social, una costumbre con bases de mercado. A estas alturas está claro que todo esto es una pieza más del gran parchís del consumo y, en tanto que esto, todo el tema de los regalos no debería generar todos los quebraderos de cabeza y sufrimientos con los que vienen acompañados. Y es que la perversión del objetivo de las ofrendas genera prácticas anómalas y de estas surgen situaciones anómalas.
¿Qué me decís de esos preciosos momentos de no tener un puto duro y tener que hacer mil maniobras y gestiones para poder dar presentes a toda esa gente —tu familia— por Navidad? Tener que gestionar reintegros con precisión quirúrgica —o sea, antes de que te cobren la luz o el agua y poder utilizar este dinero para comprar mierdas (ya ingresarás el dinero de la factura cuando te llegue la carta de los suministradores acusándote de mal pagador)—, exprimir el crédito de la tarjeta que nunca deberías haber pedido o dejar de pagar el local de ensayo para poder comprar un lote de masajes en Andorra para tu tía y generando a la vez un pequeño conflicto entre los miembros de “Orgía de cadáveres”, tu grupo. Evidentemente, todos los regalos que vas a pode comprar con estas migajas van a ser lamentables y a la gente le importarán una mierda. Ese dinero que podría haber sido tu comida, tu agua y tu luz se convertirá en productos rechazados por sus nuevos propietarios y seguramente terminarán en la basura. Por suerte a ti también te regalan cosas, cosas que ocupan espacio y que no son comida y que hacen que tu casa de mierda sea cada vez más pequeña por culpa de todas estas nuevas cosas. Eres un tipo con suerte.
Pero no todo es un tema de dinero, lo más jodido es saber qué coño regalar. Por mucho que esa tipa sea tu madre o ese tipo diga ser tu abuelo no puedes meterte en la mente de alguien nacido en los cincuenta o durante los años veinte. ¿Qué tiene este siglo actual que les pueda interesar? Seguramente nada. Lo mejor sería optar por comprarles un poco de comida; un buen entrecot de ternera de Nebraska o algo así. Eso siempre funciona. Es extraño cuando abren el regalo pero al día siguiente lo agradecen. Joder si lo agradecen.
Pero, aparte de buscar regalos, lo peor es recibirlos. Esos momentos de suspensión en el tiempo mientras estás desgarrando con cuidado el embalaje de un paquete, sabiendo con total seguridad que su interior te va a importar una mierda y tendrás que sonreír y hacerte el sorprendido. ¿Sabes por qué rompes el embalaje del regalo con tanta pulcritud? Porque quieres alargar ese momento antes del descubrimiento del horror tanto como puedas. Esos instantes de sacar el celo con sumo cuidado es a lo único que puedes agarrarte. Sabes que ese papel va a terminar en la basura pero quieres extraerlo entero, puro. La gente te dice “pero rómpelo” y esto es lo último que quieres hacer, porque lo que estarías rompiendo sería tu última esperanza de superar esta situación.
Luego está la hipocresía, el fingir que ese regalo te encanta con una sonrisa flagrantemente falsa. Y encima luego insisten en hacerte una foto con el trofeo decadente. Realmente el trofeo eres tú, el cazador es la persona que te ha proporcionado el regalo y las balas incrustadas en la piel del mamífero son el regalo en sí. Evidentemente, el regalo te parece un desastre porque nadie te conoce ni te conocerá jamás; porque eres una persona y las personas nunca dicen la verdad ni expresan lo que sienten ni abren sus pensamientos más reales a las otras personas. Es así como funciona, ¿no?
Y es que más que un regalo para ti se trata de un regalo para el que lo entrega. Estoy hablando del orgullo de haber regalado el obsequio perfecto, ese “¿VERDAD QUE TE GUSTA?”. Es una ofrenda, al fin y al cabo, invertida. El orgullo de creer conocer a la otra persona y poder demostrarlo con una compra bien orientada. Ya no se trata de agradecerle a un dios pagano la llegada de la luz, ahora se trata de un ejercicio narcisista, vacío e impostado. Es por esto que —y aquí es donde conectamos con los niños pobres del principio— es mejor no obtener nada, no tener que vivir todo este sufrimiento escondido dentro de un paquete embalado.