La primera vez que escuché reguetón fue en las fiestas de Nuestra Señora del Rosario de Ontígola, Toledo, el pueblo de poco más de 4000 habitantes en el que crecí. Fue el Papi Chulo de Lorna y yo llevaba una camiseta de las Supernenas naranja. Tendría 12 años. Poco después empecé a ir al instituto en el pueblo de al lado, empecé a salir y en la macrodiscoteca empezaron a sonar una tras otra el “Dile de Don Omar”, “Lo que pasó pasó” de Daddy Yankee, “Rakatá”, “Agárrala, pégala, azótala” y por supuesto “La Gasolina”.
Yo estaba entonces en los primeros cursos de la ESO y andaba flipada con el rap español. Un género en el que, por aquel entonces y como apunta Ernesto Castro en El trap, filosofía millennial para la crisis en España, primaba la lírica y el virtuosismo, la mayoría le tenía alergia a la entonación y las letras e incluso las bases trataban de entroncar frecuentemente con la alta cultura a través de artimañas como los juegos de palabras o las referencias artísticas, históricas o mitológicas. Algunos raperos se pensaban e incluso se decían a sí mismos “poetas urbanos”.
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En mis comidas familiares mis primos siempre llevaban camisetas de Los Chikos del Maíz. De hecho las siguen llevado. En mi familia paterna parece que haya una regla no escrita: que en cada reunión haya, como mínimo, una camiseta de Los Chikos del Maíz. El caso es que cuando salía el tema de la música y se mentaba a la bestia, el reguetón, casi siempre caía algún comentario de esos clásicos entre los adolescentes de la época de que aquello “no era música”, de que daba “cáncer de oído” y de que era una “banda sonora para borregos”.
Más tarde el Porta compuso “Reguetontos“, una canción con la que quiso denunciar lo zafio y burdo que le parecía el género latino desde la zafiedad más absoluta y siendo más machista —tarea no del todo sencilla— que algunos temas de reguetón de los primeros 2000. Sea como sea, seguramente no fueron pocos los chavales que escribieron frases de “Reguetontos” en sus agendas de tercero de la ESO.
“Mis primos no querían que escucháramos reguetón, o no querían que escuchásemos solo reguetón, de la misma manera que no querían que sus padres vieran solo Sálvame”
El caso es que yo veía entonces que la clase obrera de y para la que hablaban Los Chikos del Maíz en sus letras, cuyas camisetas llevaban mis primos, escuchaba y bailaba reguetón en la macro de las fiestas de mi pueblo. Supongo que entonces no sabía muy bien qué pensar. Hoy lo que supongo es que mis primos debían creer que ellos eran la clase para sí, mientras que esas masas de chavalas y chavales perreando eran la clase en sí. Su postura era una especie de “perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen”, y no creo que aquello fuera una cuestión de clasismo o colonialismo interiorizado, que es de lo que se acusa con frecuencia en Twitter a casi todo aquel que osa meterse con el ahora empoderador, liberador y radiante género reguetonero o reguetonesco.
Creo que tenía que ver, más bien, con la creencia quizá paternalista de que la cultura debe elevar al pueblo, derivada de una concepción del hecho cultural como radicalmente compartimentado entre la alta y la baja cultura. Tenía que ver, incluso, con el debate sobre si es posible una revolución política y social sin una revolución antropológica previa o paralela. Mis primos no querían que escucháramos reguetón, o no querían que escuchásemos solo reguetón, de la misma manera que no querían que sus padres vieran solo Sálvame. Consciente o inconscientemente supongo que pensaban que no se podía reducir e instar al pueblo a estar todo el día restregándose acríticamente.
Yo empecé a adoptar esa posición antireguetón —no iba a la macro porque solo ponían reguetón, no iba al Opera ni al Ícaro porque solo ponian reguetón— más como una posición identitaria que como una postura crítica.
El hipsterismo elitista de los últimos 2000 aún andaba en pañales y yo veía la música, como mis primos, como algo que me elevaba no ya solo culturalmente sino también sobre mi clase: escuchar indie español y no reguetón, igual que había escuchado rap español y no reguetón, era una especie de pértiga para saltar sobre la clase que me correspondía, la obrera, para, al menos aspiracionalmente, al menos aparentemente, pertenecer a la clase media, sea lo que sea eso de la clase media.
Por esa misma razón me dio vergüenza durante muchos años que mi madre escuchara Los Chichos, Camela o Los Calis mientras limpiaba, artistas que pertenecen a un género al que, curiosamente, le ha ocurrido lo mismo que al reguetón: que ha pasado de “dar cáncer de oído” y ser “tontizador” a molar, Premios Goya y festivales de modernos mediante. Porque al final, como lo hipster/edgy/ moderno era y es un ir constantemente contra la tendencia de la masa al final acaba ocurriendo que la antitendencia es, precisamente, la de adherirse a ella.
“La música era una especie de pértiga para saltar sobre la clase que me correspondía, la obrera, para, al menos aspiracionalmente, al menos aparentemente, pertenecer a la clase media, sea lo que sea eso de la clase media”
En el instituto, durante los mismos años en los que me negaba a ir a la macro con mis colegas empecé a ir algunos fines de semana a discotecas light de Madrid, que estaba a hora y poco en Cercanías de mi pueblo. Iba con los chavales del colegio concertado de al lado de mi instituto, que era público, porque eran los únicos que hacían cosas en Madrid, y supongo que aquello era otra manera de querer encajar, al menos en el afuera, en el estilo de vida, con una clase a la que no pertenecía y que no me pertenecía.
Allí se pinchaban temas que hacían las delicias de esos chavales que cuando se presentaban los unos a los otros se preguntaban que a qué colegio iban como signo de distinción, como muestra de pedigrí. Cuando me preguntaban a mí y decía que “al Alpajés de Aranjuez” alguno hacía incluso como que lo conocía.
En aquellas sesiones para menores de 18 en las que se bebía batido de vainilla con granadina y en las que yo me sentía como en un zoo de ricos, sonaba Pereza y El canto del Loco, cantaditas como el Flying free o temas de DJ Marta, pero sobre todos aquellos himnos había uno que lo petaba especialmente: El Imperio Contraataca, de los Nikis, esa canción en la que la derecha española nunca leyó la ironía con que fue compuesta. Una de las tardes que sonó en la discoteca Élite, la chavalada se puso a levantar el brazo haciendo el saludo romano mientras se desgañitaba cantándola. En esa misma sesión colaban de cuando en cuando el “Rakatá” o “La Gasolina” y con las mismas se ponían a bailar hasta abajo.
¿Quiénes eran, entonces los racistas y clasistas? ¿Los chavales que hacían el saludo romano y le cantaban a un imperio que fue y ya no es y justo después perreaban o mis primos con sus camisetas de Los Chikos del Maíz, que no tragaban ni tragan con el reguetón? Así que sí: el pueblo pide reguetón, claro que lo pide. Pero el pueblo son también esos chavales de VOX que tienen nociones de twerk pero se oponen a que los homosexuales tengan los mismos derechos que ellos por mucho que se sepan la parte de “Atreve-te-te” de Calle 13 en la que hablan de salir del closet. Y en el pueblo están también las chavalas que, aun siendo antiabortistas, como María Pombo, organizan fiestas de ritmos latinos como el #SuaveFest, por mucho que el género haya sido reivindicado y revisitado en los últimos tiempos por parte del feminismo como una herramienta para el empoderamiento de la mujer y la reapropiación de su cuerpo y su sexualidad.
“El pueblo son también esos chavales de VOX que tienen nociones de twerk pero se oponen a que los homosexuales tengan los mismos derechos que ellos por mucho que se sepan la parte de ‘Atreve-te-te’ de Calle 13 en la que hablan de salir del closet”
En julio de este año me sorprendí a mí misma no solo en un concierto de Bad Bunny, sino sabiéndome todas las canciones que cantaba Bad Bunny. Entre las noches en las que me negaba a ir a la macro porque en la macro solo sonaba reguetón y aquella pasaron muchas cosas. Una de ellas fue, seguramente, el nacimiento de la primera generación de españoles hijos de los inmigrantes llegados a partir de los 2000. Otra, la edgización del reguetón.
Bad Bunny en el Sónar y J Balvin en el Primavera tienen, de hecho, algo de mi historia con el reguetón solo que en el caso de el Sónar y el Primavera ganan pasta a costa de haber cambiado de parecer. El género se ha hipsterizado, se ha clasemedizado. Da caché escucharlo y da caché programarlo porque parece que, solo mediante la estética, sin mucho esfuerzo, uno puede aparentar haberse quitado de encima todos sus prejuicios de clase, raza e incluso género. Y los que escuchaban Mando Diao en sesión pública y Daddy Yankee en privada en Spotify en 2007 ahora escuchan a Mando Diao en sesión privada y a Daddy Yankke en sesión pública.
“El urban con acento latino se está colando en parajes popularmente señalizados con marquesinas indies, pero no necesariamente por cumplir la promesa de música avanzada que resuena en sus eslóganes, sino por traer una heterodoxia funcional al objetivo último y esencial del militante hipster: hacer de su gusto edgy, de su paladar ecléctico, una arma arrojadiza contra el paleto que todavía baila con Arcade Fire, Kaiser Chiefs o Crystal Castles. Perrear, no como ejercicio epicúreo, sino como signo de distinción, de nobleza”, escribía Victor Parkas en Beatburguer cuando se anunció que Bad Bunny iba al Sónar.
Justo antes de el reguetón penetrara en las clases medias, festivales y documentales producidos por iTunes —como el de Bad Bunny—, YouTube —como el de J Balvin— o Netflix —como la serie de Nicky Jam— mediante lo hicieron géneros quizá más fácilmente deglutibles por la modernidad capitalina como el moombathon o la electrocumbia. A las fiestas que giraban en torno a estos estilos en las grandes ciudades no iban precisamente hijos de inmigrantes ni chavales de la periferia sino publicistas y estudiantes de audiovisuales que seguramente aún no querían ni oír hablar de Blue Ivy pero se pasaban el día dando la turra con Dengue Dengue Dengue.
“El reguetón es un significante vacío”
Fueron los mismos que, seguramente, antes que el reguetón compraron el trap. En su ensayo sobre el género Ernesto Castro habla de que, pujando por convertirse en el nuevo pop, el trap se ha quedado en el nuevo indie. Pero al César lo que es del César: el trap no se ha convertido en el nuevo pop pero sí que ha sido una de las condiciones de posibilidad para que el reguetón lo fuera. AGZ, PXXR GVNG, Pimp Flaco o Kinder Malo fueron programados antes que el Bad Bunny o J. Balvin en el Sónar o el Primavera.
En su crónica del concierto de Rosalía en el Mad Cool escribía Victor Lenore que la artista catalana, a pesar de nutrirse de la estética de barrio y polígono, “no choca con el clasismo dominante. Es más una fantasía pop que un reflejo, reivindicación o recreación empoderada de la vida cotidiana de los de abajo”. Y creo que, llegados a este punto, al reguetón le ha pasado eso: que se disfruta de él como fantasía más que como reflejo. Y que, por supuesto, no es incompatible romper el piso perreando con absolutamente nada.
El reguetón es un significante vacío, por meter la cuña de Laclau, es el peronismo hecho fenómeno musical. Una música que, para muchos, como mi madre, que se pasó el verano pasado cantando “A mí me gustan mayores” solo es un significante. Sin significado ni autor y que, por supuesto, no tiene contexto ni mensaje social: solo tiene ritmo y da ganas de bailar.
Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.
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