Soy hija de carteros. De pequeña, cuando salía del colegio, acompañaba a mi madre a repartir lo que le quedaba y aquello era más efectivo que ir a una cabalgata. En el instituto, me pasaba las horas en la oficina en la que curraba mi padre cuando salía de clase, y comprobaba con asombro cómo en Navidad le regalaban botellas de anís, turrones, décimos de la Lotería…
A lo largo de mi vida en esta familia postal he podido comprobar de primera mano el efecto que despierta en la gente esa otra gente que reparte cosas. Ese cariño que suscitan a base de recorrer el asfalto lo mismo con los 40 grados de agosto que con los -2 de enero, solo para que no tengamos que hacerlo nosotros.
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Otro gaje del oficio del repartidor en todo su espectro es que, al final, la peña acaba personalizándolos tanto que los toman por familiares (a mi padre le llama cada día una anciana para preguntarle, “¿Tengo algo, cartero?”) o estereotipando su figura hasta tal punto que, aunque sean nuevos en la zona, creen conocerlos de toda la vida.
Se olvidan de que son desconocidos, y eso da lugar a todo tipo de situaciones locas, fruto de que su presencia sea tan cotidiana que no se les conciba como extraños. Yo misma he llegado a abrir la puerta a los del Telepizza en bragas y sudadera.
Para descubrir lo que mis padres no me han contado, las anécdotas que han omitido durante todos estos años y las cosas más locas que les han pasado, contacto con peña que curra repartiendo cosas. Y después de haber hablado con ellos, tengo una pregunta. Papá, ¿alguna vez te han dado hierba como propina?
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EL PREDICADOR
“Una vez un cliente quiso reconducir mi vida hacia Dios. Yo llegué, llamé al portero y me dijo directamente, ‘Pasa’. Ya ahí pensé que era raro, pero bueno, trabajamos con prisa así que no me lo planteé más allá.
La casa estaba decorada con cosicas de Cristo y tal. Y lo primero que me dijo al entrar fue, ‘¿Tú crees en Dios?’, a lo que le respondí que no. El tío me dijo algo así como que nunca era tarde y que aún era joven para reconducir mi vida hacia el cielo (palabras casi textuales). Educadamente le respondí que de momento me iba bien así. Ya después del trámite del intercambio de productos por dinero se despidió de mí, y esto sí que es literal, me despidió con un ‘ten cuidado con las curvas y con el mal y que Dios te guíe’. Suena a coña, pero no lo es, y me acuerdo incluso de la calle en la que ocurrió”.
Julio, 29 años
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LA SONRISA DESNUDA
“Una tarde me abrieron la puerta dos tíos en bolas y sonriendo. Al fondo había como otros tres, también desnudos, riendo y hablando. Se oía una música bastante rara, rollo música sacra, espiritual. Cuando les entregué el pedido me dijeron que esperara y me dieron 20 pavos de propina. Bajando las escaleras vi cómo subían otros dos que, supongo, iban a unirse a la fiesta”.
Jorge, 28 años
EL COGOLLO
“Una noche entregué un pedido a unos chavales. Al irme a despedir, uno de ellos me dijo, ‘No tenemos para darte propina y es obligatorio, ¿no?’ a lo que respondí un ‘como tú veas’. Lo debió de interpretar como un sí, porque me dio un cogollo a modo de aguinaldo mientras decía, ‘Pues toma, chaval’”.
Sergio, 24 años
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EL ALBORNOZ
“La anécdota más épica que tengo repartiendo empieza con una mujer abriéndome la puerta en albornoz. Me dijo que la había pillado en la ducha, que hiciera el favor de pasar y dejar la pizza en el salón. Hice lo que me decía, dejé el ticket junto a la caja y le dije, ‘Son 20 euros’.
Entonces ella empezó a sacar paquetitos de monedas de esos de plástico que te dan en el banco y a contar su botín. Le faltaba bastante. Le comenté que, si no tenía dinero, iba a llevarme las pizzas porque de lo contrario tendría que ponerlo yo de mi bolsillo. Y entonces me preguntó si podía pagarme teniendo relaciones conmigo. Obviamente le dije que no. Tenía 16 años y, por extraño que pueda parecer, prefería quedarme sin sexo a poner mi pasta e inventarme por qué había tardado tanto en ese reparto. Además, no me gustaba”.
Alberto, 27 años
EL PERÍMETRO
“En Granada repartiamos en la zona del polígono y había una parte vetada: si alguien dentro de ese perímetro pedía, no se lo entregábamos en casa, sino que tenía que salir de la ‘zona jodida’ y quedar con nosotros en la frontera con la zona segura. Lo triste es que nos robaban igual. Los canis nos rodeaban con sus motos y nos quitaban lo que llevábamos”.
Luis, 32 años
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EL BOY
“Un día me tocó llevar pizzas a la Academia de la Guardia Civil de mi pueblo, muy cargado además. Me abrió la puerta un tío que cuando me vio me dijo, ‘Pobrecillo, la que te va a caer’. Al pasar a la sala en la que tenía que dejar las cajas, resulta que aquello era una despedida.
Un montón de tías empezaron a gritar que yo era el boy, pero ya no de un modo irónico. Reaccioné aclarándoles que era el pizzero, que no era un disfraz. Estaba bastante asustado. No se dieron por satisfechas con mi respuesta y dijeron que, si no era el boy, en la pizzeria les habían mandado un repartidor guapo y que si me subía a bailar a la mesa me dejaban algo más de propina.
Mientras dos me intentaban quitar ropa, yo les advertí de que iban a tener curro, porque era diciembre y el viaje hasta allí era largo, así que llevaba unas cuantas capas. Al final vino en mi ayuda un Guardia Civil y me sacó de allí sin ningún arañazo, con tan solo un trauma que me duró toda la noche”.
Alberto, 29 años
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EL WHATSAPP
“Una noche que llovía y hacía mucho frío, me perdí yendo a entregar un pedido. En el ticket siempre viene un número de teléfono para que, si pasan esas cosas, puedas llamar al cliente. Y eso fue lo que hice, con mi móvil personal (no tenía uno de empresa, está claro), y la chica al otro lado del teléfono me indicó muy gustosamente. Le entregué su pizza y al rato recibí un WhatsApp suyo. Ponía que le había gustado y que me quería conocer. Acabamos liándonos un par de veces”.
Iván, 26 años
EL PARTIDO
“No es una anécdota, me pasaba cada vez que había Madrid-Barça y mi hora de entrada coincidía más o menos con la del partido. Ya sabía lo que me iba a tocar: ir a una casa que pedía en cada uno de esos partidos, en la que un grupo de 4 borrachos me invitaban a pasar y me vacilaban con no darme el dinero.
También recuerdo otra familia que pedía recurrentemente en los partidos cantidades loquísimas de pizza, rollo 200 euros. Si curras como repartidor, normalmente hay casas que siempre te piden, y en algunas he llegado a hacerme colega de los dueños o de sus hijos pequeños, que me amaban porque les llevaba los juguetes del menú”.
Isabel, 21 años
EL PEDIDO ENGAÑOSO
“No voy a decir lo que pidió el cliente, pero era un pedido bastante claramente orientado al sexo y bastante grande. Me hizo fantasear con que, cuando llegara a entregarlo, vería una orgía por la rendija de la puerta. No fue así para nada. Me abrió la puerta un señor bastante mayor, tendría unos 60. No sé si me sorprendió más que conociera la app modernísima de cosas a domicilio para la que trabajaba o ese pedido. Estuve todo el día pensando si realmente fue él quien pidió, si era para él, si no… “.
Fran, 26 años años
EL QUE CASI NO LO CUENTA
“Una tarde, llama un tío como muy nervioso y con acento italiano pidiendo un par de pizzas. Le tomamos pedido y me dispongo a llevárselas una vez hechas. Llego a la dirección, una urbanización de pisitos de estudiantes muy pija, y saludo al portero, que es rumano y me conoce porque estoy todo el día allí.
Subo hasta la casa y escucho un perro ladrando una barbaridad detrás de la puerta. Ding, dong… silencio. Ladridos. Ding, dong… silencio, ladridos. De repente, bajo la mirada y veo que la llave de la puerta está puesta por fuera. Me da muy mal rollo. Insisto llamando al timbre para no pecar de paranoico. Pienso en girar la llave y pasar, pero finalmente lo descarto. Soy ciudadano de origen magrebí y con la que está cayendo me lo pienso mucho todo. El perro no para de ladrar.
Me dispongo a irme y, al salir, le digo al portero, “Tío, algo raro está pasando ahí dentro”. Me responde que él sabe lo que pasa, que “ese tío es gilipollas”. Y se toca la nariz. Vuelvo a la pizzería. Una media hora más tarde, yendo a repartir el siguiente pedido, paso por la urbanización en cuestión. Hay dos coches patrulla y una ambulancia. Un tiempo después volví a aquel portal para hacer una entrega y mi colega el portero rumano me contó que el tío se había pasado con la tiza y casi no lo cuenta”.
Hamza, 25 años
LA BROMITA
“Cuando te pasas horas repartiendo comida, comprobando cómo la gente está ociosa y tiene dinero para invertir en cosas ricas y tú no, a veces no te apetece que te hagan bromas. Una vez, subí a un cuarto sin ascensor para entregar un pedido y maldiciendo a ese cliente. Al llegar, con la lengua fuera, la chica que me recibió me dijo, “Anda, ¿pero no has subido en ascensor?”. Soltó una carcajada maligna que me dolió en el alma cuando lo busqué con la mirada. No, evidentemente, no había ascensor”.
Leo, 27 años