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Los responsables de la presente edición de este film de 1958 lo califican de “una de esas birrias monumentales que no podemos dejar de ver”, y a fe mía que es así: con independencia de lo valioso que sea el material, tanto brilla la más cara de las gemas como una baratija de cristal barato adquirida en un bazar, y ambas lucen bien si no se es tiquismiquis. El coloso de Nueva York, mezcla contemporánea, curiosa pero no tan improbable de dos leyendas judías (la del golem, el monstruo de barro al que se insufla vida, y la del dybbuk, espíritu avieso que toma posesión de los vivos para que lleve a término sus tareas inacabadas en vida), toma asimismo elementos de otros dos films de su época, con los que comparte modestos objetivos y escaso presupuesto: Tobor el grande (1954), otra con ser mecánico que hace amistad con un chavalín, y El cerebro de Donovan (1953), en la que, al igual que aquí, un cerebro transplantado a un sistema electrónico pierde toda noción de humanidad y la lía parda. Se le ven las costuras por todas partes a este Coloso, empezando por un guion apresurado y lleno de altibajos, una dirección que frena y acelera sin dar a los personajes tiempo para que se expliquen, fallos de raccord de echarse las manos a la cabeza y un diseño artístico y de producción cuestionables, cuanto menos. ¿Un autómata de dos metros y medio recubierto de satenes capaz de caminar bajo las aguas se presenta en la sede de las Naciones Unidas lanzando rayos? Aquí lo tenemos. Así se hacían las cosas en la serie B de los 50. Una vez se acepta eso, El coloso de Nueva York se presenta como un frugal entretenimiento que compensa con su simpatía, mucha, su carencia de medios, de nivel artístico, de ambiciones y de todo.
RETORNO AL ABISMO Curtis Bernhardt Bang BangSabes que tu película está gafada en el instante en que Humphrey Bogart se niega a hacerla aunque le cuelguen de los pulgares; que el guion estaba mal escrito, que las motivaciones de los personajes no eran verosímiles y, además, su papel no le gustaba. He ahí sus razones. El problema, para él, era que Jack Warner veía en el guion –obra de dos especialistas, el cineasta Robert Siodmak y el dramaturgo Alfred Neumann– un film noir de éxito, y a Bogart perfecto en el papel, más que nada porque su popularidad cotizaba al alza tras El halcón maltés y Casablanca; y veía, por encima de todo, que los estudios Warner eran suyos, el que pagaba era él y Bogart, por muy estrella que fuese, estaba bajo contrato y no se hable más. Ni Bogart ni sus compañeros de reparto estuvieron cómodos en Retorno al abismo (1945), ni la película tuvo excesiva suerte: un año y medio en las latas, rendimiento en taquilla moderado, críticas correctas pero poco entusiastas… Gafe, ya digo, e injusticia, pues se trata de una sólida muestra de cine negro, ágil dentro del ritmo pausado que le imprimió su director, un hombre procedente de la escuela expresionista europea y, como tal, muy atento a los claroscuros, los de la fotografía y los emocionales. Bogey es aquí un hombre de mediana edad que, enamorado de su joven cuñada, asesina a su esposa, creyendo cometer un crimen perfecto que luego no lo es tanto. Material acaso no muy original pero que aquí se moldea como un oscuro, opresivo, malsano cuento clásico en la estela de Poe; no cuesta, de hecho, ver en el antihéroe que compone Bogart un trasunto en clave noir americano de los homicidas carcomidos por la culpa de El corazón delator y, algo menos, El gato negro. Cine negro a redescubrir, escueto y más atento a la psique que a las balas. Bogart no llevaba razón.
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