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Ronda Rousey es un caso de estudio de la contradicción estadounidense. Salida del anonimato; levantada a unos niveles de fama y significación social sin precedentes gracias a su dominio avasallador en el octágono; venerada por toda una generación de chicas jóvenes; abrazada por la televisión, Hollywood y el resto de esquinas de la cultura pop estadounidense; publicitada como la mejor luchadora MMA de la historia por los medios; y todo para acabar siendo enterrada viva tras una humillante derrota hace apenas un año.
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El foco de atención encumbró y se tragó, de repente, a una Rousey que desapareció del mapa como respuesta al injusto trato de sus compañeros, periodistas y de la opinión pública en general. Un año después, está lista para responder donde verdaderamente quiere, subida al octágono para medirse con la campeona del peso gallo Amanda Nunes. Maltratada y magullada por la fama americana, Ronda ha vuelto al centro mediático como un fantasma, ya que se ha mantenido al margen del negocio de la bulla y la polémica en los días previos al combate de su retorno.
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Esta reducción de sus compromisos con los medios es parte del nuevo trato de Rousey con la promotora UFC, una condición impuesta para su reaparición contra Nunes. Después de levantar el reino de las MMA ella solita —y pasar el testigo a Conor McGregor—, parece que Rousey quiere limitar sus intervenciones publicitarias. Según Ramona Shelburne, de ESPN.com, la luchadora pidió ser entrevistada por personalidades alejadas del mundo de las artes marciales mixtas como Conan O’Brien y Ellen Degeneres; además, solo ha abierto una sesión de entrenamiento a los medios para proporcionar material gráfico a los mismos.
Ahora que quedan escasos días para su vuelta en el UFC 207, la maquinaria publicitaria de la promotora debería estar en su punto álgido, con la cara de Ronda en cada televisión, radio y cartel publicitario disponible pero, sin embargo, el silencio de Rousey ha resultado ensordecedor. Estamos hablando de la principal referente femenina —y global, incluso— de la historia de las MMA. Además, ella es más que una luchadora, es un jodido fenómeno social.
Rousey no solo no está en todos los sitios, sino que no está en ningún sitio. El pasado 21 de diciembre se saltó la tradicional comida de promoción con los medios, porque ella ha puesto las reglas del nuevo trato con la UFC. Ahora mismo, es una incógnita saber si Ronda asistirá a alguno de los numerosos actos previos al combate, y ya no me sorprendería que tampoco hiciera acto de presencia en la ceremonia de pesaje —si lo pidiera, seguro que la Comisión Atlética de Nevada le podría acercar la balanza a su habitación de hotel para cumplir con el protocolo en privado.
Y todo esto tiene un poderoso y significativo motivo detrás, y es que Ronda Rousey es la gran estrella —la indiscutible número uno— del universo de la UFC —con perdón, Conor—, la que más trasciende al deporte y la persona que mejor puede promocionar y dominar el escenario de las artes marciales mixtas global. Por esto, puede hacer lo que le venga en gana.
Quizás, aguantar durante tiempo el hecho de ser una celebridad, viviendo con sus crueldades, inconstancias e hipocresías, ha sido el precio que Rousey ha tenido que pagar para llegar donde está ahora: ese sitio extraño donde no tiene que hacer nada que no quiera hacer, un alma verdaderamente libre. Una mujer que ha ganado su libertad a base de sufrir todos los tormentos de la fama a la americana.
Sigue al autor en Twitter: @JoshRosenblatt1