Lo que la ropa de Claudia López dice sobre ella

Artículo publicado por VICE Colombia.


El atuendo es frecuente. Está instalado en el campo de visión que nos rodea, en el tejido de nuestra inmediatez. Y en pinceladas generales, se compone de la siguiente manera: pantalones que caen sobre el cuerpo, formándolo pero sin estrecharlo; camisa, con botones y cuello; zapatos formales pero planos y confortables. Cotidiana imagen. Hace 200 años más o menos que este es el uniforme de la funcionalidad, el vestir para seres que se dedican a la actividad. Se visten desde entonces y de esta manera en aras de mantener la identidad en el hacer —no en el aparentar—. Y para ello han desistido de perseguir la belleza y el ornamento. De notoria regularidad: así ha sido el régimen de la estética masculina desde hace dos siglos aproximadamente. Práctico. Sin accesorios superfluos. Desinteresado en la belleza. Hecho para actuar.

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Sin embargo, quien lleva el atuendo familiar en esta imagen es Claudia López, una conocida mujer en el actual clima político nacional. Una mujer que fue parte del Senado de la República de Colombia y que hace escasos meses fue candidata vicepresidencial. la misma que en los últimos meses ha estado encandilada en promulgar una de las causas a las que se asocia su nombre últimamente —la consulta que busca definir posturas de la ciudadanía colombiana ante ciertos modelos de corrupción—. Claudia López. Mujer cuyo nombre y presencia suelen ser frecuentes en el debate público y en los medios.

De manera constante, sus apariciones públicas suelen incluir versiones parecidas de este atuendo. Ensamble funcional. En uno de sus retratos oficiales, se nos revela lo que podría ser considerada su personalidad estética. El pelo es corto y pulido, los aretes son presentes pero discretos y en la imagen de portada de este artículo, un blazer negro y angular va acompañado por una camisa rosa y una pañoleta de seda con gamas cromáticas de tono similar, amarrada cuidadosamente al cuello. El uso del rosa bien puede ser un símbolo intencional. Después de todo, es el color que desde el lugar común se asocia a la feminidad. El contraste, sin embargo, nos anuncia que aquí la feminidad implica unas particularidades en los términos.

La ausencia de una estética calculada para darle prioridad a lo funcional se atribuye casi automáticamente a la apariencia de los hombres. Lo corriente es que las mujeres sean escrutadas menos por lo que hacen y más por como se ven. Esa carga histórica que cae sobre la feminidad —de ser objeto visual— hace que sea problemático mirar a la figura de López a través del prisma de la estética. Pero analizar el idioma de su apariencia no conduce a escrutar formas sino a descubrir los símbolos de una identidad.

La tendencia a escrudiñar a las mujeres por lo que se ponen es espejo de las estructuras sexistas que nos envuelven. La ausencia histórica de las mujeres en el poder explica que, una vez allí, éstas se masculinicen con frecuencia en la vestimenta. El poder es de por sí un terreno peculiar cuando se trata de la forma en que se visten las mujeres dentro de él. Se conjuga la necesidad por evocar seriedad, rendirse a los protocolos de la acción pública y negociar una apariencia que permita habitar un mundo que por siglos ha sido de los hombres exclusivamente.

Lleve lo que lleve, y por más que neutralice su presencia a través de un vestir más funcional, toda mujer que llegue a las cumbres del poder estará bajo escrutinio de manera permanente. Tendrá que esforzarse más. Y tendrá que cuestionarse o plantearse temas que los hombres no se ven impulsados a verificar en ellos mismos.

María Gamboa, experta en asesoría de imagen para políticos, explica que, en el caso de López, sería más conveniente leer su apariencia como un puente estético que ayude a fijarse menos en las formas y más en el contenido.

La estética de Claudia López es una oda al coraje. El coraje de ser una mujer en un mundo aún predominantemente varonil. El coraje de ser una mujer gay en un país cuyas políticas están frecuentemente ligadas al conservatismo. El coraje de forjar una feminidad que corrobora que existen muchas formas de ser mujer. De exhibir con fiereza su sentido de paridad. El coraje de expresar que la feminidad se construye desde la individualidad.

La ausencia histórica de las mujeres en el poder explica que, una vez allí, éstas se masculinicen con frecuencia en la vestimenta.

Cuando son pocas las mujeres las que habitan esos predios del poder político, el análisis de la vestimenta toma un giro. Porque su mera presencia representa una trasgresión es que las elecciones del vestir se dan dentro de un repertorio de códigos distintos. En las elecciones de estas mujeres se evidencia que las semblanzas de lo femenino se redefinen. Con ellas se apela a la idea de que ser femenina no es asunto escueto, hecho de faldas en A o donde se excluya una apariencia que evoque también un sentido de poder. Al tener que negociar una apariencia en un mundo varonil, son otros los términos para la vestimenta.

En el fondo estamos tan desacostumbrados a la imagen de lo que es o cómo debe ser una mujer poderosa, que eso tiende a complicar el terreno de las expectativas y los ideales que se celebran. Las percepciones que tenemos de las mujeres en el poder recuerdan mucho a las ideas de la académica Mary Beard. En su pequeño manifiesto Mujeres y poder, nos explica que las mujeres fueron sistemática y deliberadamente excluidas de las esferas del poder desde tan atrás como el mundo clásico y que como consecuencia persiste una noción inconsciente que advierte en toda mujer allí presente una especie de intrusa, cuya voz es ajena, que no toma la palabra sino que se “queja”, que no tiene un discurso válido sino que “gimotea”. Una mujer en el poder activa todas las percepciones estructurales que se tiene de lo femenino como algo débil, poco confiable, y sin fuerza.

Los casos notorios de mujeres en la política —Margaret Thatcher en Inglaterra, Hilary Clinton en los Estados Unidos, Angela Merkel en Alemania— son testimonio de cómo las mujeres en el poder asumen códigos masculinos para poder transitar en el terreno. No podemos olvidar por qué es comprensible que en ese contexto se abdiquen ciertos hábitos de la feminidad vestida. Esto se extiende a otros ámbitos también. La mayoría de los dominios que han sido históricamente ocupados por los hombres —la academia, las ciencias—, requieren muchas veces que las mujeres camuflen su feminidad para poder encajar.

Curiosamente, la mirada machista que tiene a la mujer como objeto plácido y visual incluye una llamativa dualidad. Algunas feministas han escrito que la mitología misógina hacia la moda suele jactarse de representar a las mujeres como decoradoras frívolas. Al mismo tiempo, contradictoriamente, goza al mirarla como objeto, pero no sin condenarla de ser sensiblera y superficial. El machismo: palo porque boga, palo porque no boga. Y si la mujer asume, auténticamente, una postura más varonil, como ha sucedido a lo largo de la historia con las mujeres cuya identidad se forja sobre energías más masculinas, se condena que la mujer no es lo suficientemente “femenina”. Trampa sin salida.

La feminidad en términos propios

Como explica el sociólogo y académico de la moda William Cruz, la personalidad vestimentaria de López “es fuerte como una manifestación simbólica en términos políticos, al representar de alguna forma la diferencia, lo alternativo o la divergencia frente a lo convencional. Un análisis adecuado de ella sería mirar la vestimenta como la representación de las ideas políticas que el personaje porta”, dice.

Si desglosamos el atuendo que suele llevar Claudia López regularmente, nos encontramos con la presencia de una de las piezas más políticamente cargadas en la historia de la vestimenta femenina: el pantalón. Érase una vez cuando el uso de pantalones fue incluso ilegal para las mujeres. En ciertos momentos, se les prohibía usarlos en público en miras de prevenir que anduvieran por allí “enmascaradas” de hombres.

Algunas de las feministas que peleaban por el voto femenino, por ejemplo, pensaron también en adquirir el derecho a un vestir confortable que entonces era sólo posible para el mundo masculino. En el historial de las liberaciones femeninas, los pantalones representan un importante rompimiento con la restricción. Claudia López es una mujer que no los abandona en su pública actuación.

Hablar sobre la vestimenta de los sexos implica inevitablemente hablar sobre lo que un psicólogo llamó en 1930 “la gran renuncia masculina”. Ese momento histórico, en el siglo XVIII, en que los varones abdicaron a ser bellos para volverse seres útiles y funcionales. No en vano, para ese momento, se establece ese gran esquema dentro del cual se visten los hombres hace dos siglos más o menos —pantalones, camisas, ausencia de ornamento, sobriedad y unas apariencias que permitan fijarse en las acciones—. Curiosamente, las liberaciones femeninas que estallaron en los 60 y que en sus versiones comprensiblemente radicales rehusaron todo lo que se percibía como restrictivo de la feminidad, podría remitirnos también a “la gran renuncia femenina”: un momento en que las mujeres, hastiadas de su rol unidimensional de ornamento, quisieron también ejercer una apariencia que pudiese liberarlas del rol de objeto visual.

Si hay otro objeto distinguible en la estética de López es un vestir hecho para evocar un discurso de servicio y trabajo. Y otro más: la pañoleta amarrada al cuello. Una pieza que recuerda, juguetonamente, a la corbata varonil, pero que también, como nos recuerda el académico Cruz, nos habla sobre las caricaturas que se han hecho del personaje gay y excéntrico, el encantador alterno, y también a esos recursos que tuvieron, en los 70 y 80 las comunidades gay cuando se apropiaron de ciertos elementos para subvertir sus significados y explicar que la feminidad y la masculinidad se viven de múltiples maneras. López expresa su feminidad a través de elementos que se asocian a la mujer gay cuya estética se expresa mejor a través de lo varonil. Porque esa es también una forma de ser mujer.

El sociólogo y teórico en cultura visual Edward Salazar nos recuerda que López personifica una feminidad particular dentro del ámbito político, también porque no representa ni al macho poderoso ni a la mujer trofeo. (La figura de la primera dama suele hablar, generalmente, sobre esa mujer ornamento que es una extensión del marido y no un individuo con agencia). El poder de López está en afianzarse como una mujer que no es del canon.

Si desglosamos el atuendo que suele llevar Claudia López regularmente, nos encontramos con la presencia de una de las piezas más políticamente cargadas en la historia de la vestimenta femenina: el pantalón.

El performance con elementos masculinos para acceder al poder también fue visible en personajes como Marlene Dietrich, por ejemplo. La misma Coco Chanel, al recurrir a una simplificación del vestir creía de cierta manera que el verdadero poder era masculino.

Claudia López nos recuerda que ese sentido de paridad con el que ejerce su discurso, esa estética puesta al servicio de la función, y ese coraje de ser quien es temerariamente, son todos elementos dentro de la feminidad que ella representa. Y eso nos recuerda que la experiencia de ser mujer es amplia y diversa. Nos recuerda también que “lo personal es político”, porque toda su personificación estética es una afirmación de identidad, de forjar un discurso que cree en formas distintas de amar, ser familia, y ser mujer. ¿Que si tal vez una cultivación de lo chic calculado podría ser poderoso en su personaje político? Sí. Valdría la pena que López se animara a calcular un poco más su estética. Pero ella nos recuerda —e invita a muchos— a celebrar las distintas expresiones del ser mujer, y no a enjuiciarlas en binarios simplistas o a través de juicios éticos. López nos invita a presenciar cómo la feminidad se puede fabricar con la libertad de los propios términos.


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