Ungüento para quemaduras, antiinflamatorios, analgésicos, un rollo de gasa, apósitos, tijeras, repelente de insectos, desinfectante, pastillas para el mareo y antibióticos. Eso es, más o menos, todo lo que pude meter en un estuche este verano cuando salimos de casa. Ningún otro miembro de mi familia había pensado en eso. Yo sí. Yo llevo una linterna en mi riñonera. Todos los días. También llevo una batería para recargar el teléfono, varias memorias USB, una navaja multiusos, unas pinzas, pegamento instantáneo, bridas y, por supuesto, mi propio microbotiquín (que he implementado cuidadosamente en una lata de caramelos Altoids).
En mi riñonera, todo tiene un orden, todo tiene su razón de ser. Sin orden nada existe. Como en Días de Santiago.
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Uno de los primeros libros que leí de niño fue Otelo. No me pregunten por qué, estaba allí. Dicen que uno siempre vuelve al territorio de la infancia. Si es así, yo vuelvo siempre a los celos, la manipulación y la violencia. Como sea, hay algo que le dice Cassio a Desdémona, que siempre me ha parecido fascinante. “Pero te amo, y si no te amo vuelve otra vez el caos”. Entonces, si lo contrario del amor es el caos, el amor es necesariamente el orden. Y yo soy una persona que ama. No es gratuito que Otelo esté en la génesis de mi interés por los libros. Mis recuerdos de esa primera lectura tienen que ver, sobre todo, con la fascinación por algo que no comprendía y que luego he podido identificar con una especie de sentido trágico del honor. “Mi reputación, Yago, mi reputación”. Tampoco comprendía la frase del caos como resultado directo del desamor, pero ya en ese entonces me resultaba sumamente inquietante. Hoy, visto en perspectiva, pienso que la profunda melancolía en la que me sumerjo antes los espacios caóticos —un cuarto de baño revuelto, una relación tormentosa, un escritorio arrasado— no ha sido impedimento para que yo mismo busque, o incluso construya esos espacios de una manera que solo puedo calificar de autoflagelante. El caos me atrae como a otros el vacío. El orden (o su simulación) es, al contrario, la salvación y el refugio. El amor. Y yo soy una persona que ama.
No siempre he sido así.
Supongo que a lo largo de mi vida he ido desistiendo de intentar poner orden en ciertas cosas determinantes y he acabado refugiándome en pequeños rituales cotidianos, controlables. Manías de viejo. Antes, cuando era muy joven y todavía buscaba figuras paternas por el mundo, descubrí que el padre de un amigo mío tenía una especie de cuarto secreto detrás de la cocina. Se supone que pasaba horas allí, solo. Una vez, aprovechando que el padre había salido, mi amigo me enseñó rápidamente lo que escondía en su habitación secreta: era la maqueta de un tren que recorría una ciudad a escala. El padre de mi amigo la había construido él mismo, pacientemente, pieza a pieza, utilizando las herramientas adecuadas. Era un cuarto de juegos para un hombre mayor. Pero sobre todo era un espacio de poder y de orden. Un kósmos. ¿No era así como le llamaban los griegos al orden de todas las cosas? Ignoro si mi amigo (o el propio padre de mi amigo) le daba la más mínima importancia a la habitación, para mí fue una verdadera epifanía.
Pero estaba hablando de mi riñonera.
La mayoría de las cosas que guardo en ella las he ido recolectando (y ordenando y reordenando compulsivamente en diversos bolsos o mochilas) en los últimos dos años. Es decir, cuando empecé a interesarme por la comunidad EDC, que son las siglas de every day carry, algo así como “lo que llevo encima cada día”, un concepto alrededor del cual se agrupa una tribu virtual de tíos —el 99% de la información que circula en la red sobre este tema es producida y consumida por varones—, con cientos de canales de YouTube dedicados exclusivamente a explicar lo que llevamos (o deberíamos llevar) los hombres en nuestros bolsos. Puedo pasarme semanas viendo solo este tipo de videos en internet.
Hay tendencias de todo tipo. Desde el estilo tech (qué teléfono, qué gadget), al gentleman (la mejor billetera, el mejor reloj), pasando por el survivor (¿aún no tienes el nuevo cuchillo de Gerber? ¡Qué esperas!). Algunos de esos videos están muy bien producidos y tienen sponsors como fabricantes de ropa, accesorios o herramientas. La mayoría, sin embargo, los hace gente en sus casas: un montón de tíos aparentemente solitarios con mesas bien iluminadas en las que exhiben sus tesoros y hacen análisis y comparativas de su eficiencia, su precio y su durabilidad. ¿Los tesoros? Brújulas, linternas, pulseras de paracord, “kits de supervivencia urbana” y, sobre todo, multiherramientas. La finalidad de todo esto podría resumirse en una idea: “estar preparado”. Si lo piensas es una idea poderosa. Se trata de luchar contra el caos. Y eso para personas como yo puede ser más adictivo que cualquier tipo de sustancia. Mi favorito es un tío que ni siquiera habla. Solo hace videos cutres con un fondo de ruidos de animales y se dedica a presentar multiherramientas, las pesa, las mide, las compara. Es verdaderamente desolador e hipnótico.
Supongo que a estas alturas resulta bastante evidente que los hombres que no podemos salir de casa sin revisar una y otra vez nuestro EDC tenemos la necesidad psicológica de sentirnos capaces de solucionar problemas, de arreglar las cosas. Supongo que una herramienta, como un arma, no es más que una prolongación insensible de tu cuerpo, más perfecta y más útil. Una especie de sucedáneo metálico —en acero con aleación de carbono y con 25 años de garantía— de quién sabe qué incapacidad emocional. Pero es que en realidad, tener las herramientas adecuadas en el momento adecuado es una vieja fantasía que arrastramos desde la niñez. Hemos crecido con eso. Después de todo, ¿qué es una Leatherman Wave sino una manifestación más pálida, pero real, del bolsillo mágico de Doraemon, de la navaja suiza de McGyver? ¿Exagero? Vitorinox, una compañía suiza fundada en 1884, sigue fabricando 120.000 navajas multiusos al mes.
En el parque, saco mi Gerber Dime y corto en trozos una manzana. Le doy dos pedazos a mi hijo que se mete ambos a la boca porque no puede parar de jugar ni un segundo, ni para comer. Después limpio la pequeña hoja de corte y la pliego hasta que encaja en su sitio con un clic sumamente satisfactorio. Pienso en la poca distancia que separa este acto de amor cotidiano y funcional de, digamos, la construcción de un refugio antinuclear, o de convertirte en un monstruo desconsolado como el personaje de Michael Shannon en Take shelter. Y pienso en eso porque ser aficionado a los frívolos videos de temática EDC me ha llevado a lugares insospechados muchas madrugadas. He pasado horas viendo como un tío construye una cabaña en los bosques canadienses, completamente solo. O a un youtuber ruso pertrecharse con packs de supervivencia valorados en miles de dólares y que incluyen comida deshidratada, filtros de agua, máscaras antigas y ropa térmica. O a fascistas americanos armados hasta los dientes que te enseñan cómo atacar una arteria. O a doomsday preppers ingleses cavando “nidos de araña” en sus granjas para protegerse en caso de una (para ellos muy posible) invasión de “hostiles”. Sí, hay tíos allá afuera que están preparados para el maldito apocalipsis zombi. Literalmente. Y puedes reírte todo lo que quieras, pero la gente que vive esperando el “gran apagón mundial” es la misma que ya había contemplado el escenario de una pandemia global bastante antes de que ocurriera nuestra pandemia global. Son los encargados de recuperar el orden global. De recuperar el kósmos. Son como esos viajeros —yo— que no duermen en los vuelos trasatlánticos porque alguien tiene que vigilar el maldito avión.
Pero yo solo quería hablarles de mi riñonera.
La comunidad EDC, a diferencia de su reverso tenebroso formado por conspiranóicos y neonazis, es bastante pacífica. La pandemia, como puedes suponer, ha exacerbado las obsesiones de muchos de ellos. Ahora hay todo tipo de videos de EDC “Covid-19 edition” que te enseñan a organizar tus mascarillas, guantes y desinfectantes en pequeños bolsos. Este es su momento. Y lo están disfrutando.
En el parque, corto otro pedazo de manzana. Limpio la hoja. Clic. Endorfinas.
Me encanta mi pequeña Gerber Dime. Me gusta su tacto en el bolsillo. A veces meto la mano en el abrigo y sé que me estoy sosteniendo de ella, como si estuviera a punto de caer hacia un abismo oscuro dentro de mí. Y sé que si no lo hago vuelve otra vez el caos. Y yo, de verdad, quiero ser una persona que ama. Así que vuelvo a mis rituales domésticos, a reparar la lámpara, a ajustar el tornillo de la perilla, a abrir el paquete del correo. Pero sobre todo vuelvo a separar piezas de minilego. ¿No te he contado eso? Mi hijo puede pasarse horas armando robots y vehículos de minilego. Te juro que ha sido cosa suya. O de la Lego System A/S. Rectángulo, clic, endorfina. La Lego System A/S es una compañía danesa fundada en 1932. Cuadrado, clic, endorfina. Ikea es una compañía sueca fundada en 1943. Tornillo, clic, endorfina. Mi hijo a veces utiliza los dientes para separar las piezas de minilego que se quedan encajadas. Entonces, cuando veo que no puede, saco la multiherramienta del bolsillo, despliego los alicates, separo los pequeños trozos de plástico. Le digo: usa esto, así ya no tienes que usar los colmillos. Y en ese momento lo que más quiero en este mundo es que deje de escucharme.