Drogas

Después de fumar sapo bufo mi amigo acabó en un psiquiátrico

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Estos días, a causa de la muerte del fotógrafo José Luis Abad supuestamente por intoxicación durante el ritual del sapo bufo, aparentemente a cargo de Nacho Vidal, decidí volver a contactar a John*, un amigo que hace algunos años experimentó un grave trastorno psiquiátrico después de una sesión similar.

Es sabido que jugar con ciertas sustancias nos arriesga a detonar potenciales problemas psíquicos latentes en nosotros, las personas con antecedentes familiares, es decir, con predisposiciones genéticas a estos trastornos, tienen más posibilidades de sufrirlos, por lo que usualmente se recomienda abstenerse de los coqueteos con el “más allá” en estos casos.

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Aún así, como no es posible tener completo conocimiento de todas las posibilidades que uno hereda biológicamente, el riesgo de nuestras cabezas nos sorprendan tras estas sesiones existe siempre. Lo que no es tan conocido es el proceso a través del cual se manifiesta que una persona quedó oficialmente “del otro lado”. Yo vi esto de cerca con John.

La primera vez que entendí que John estaba enloqueciendo fue a orillas del mar, en Sitges, cuando decidió revelar un misterioso regalo que le había traído a mi amiga Laura, también presente esa tarde. John abrió su bolso y sacó una piedra, común y silvestre, de casi cinco kilos. Era una piedra que había traído de Perú. “Ella me pidió venir contigo en el Machu Pichu, me dijo que quería ser tuya. Yo cumplo la misión”, explicó todo serio. Laura me miró anonadada. No hacía falta conocerla demasiado para entender su expresión ¿quién quiere que le regalen una piedra de cinco kilos mientras viaja por Europa? “Gracias”, dijo Laura, sin encontrar ninguna otra respuesta racional posible al gesto. Minutos después, procedió a olvidarse la piedra en esa misma playa.

Nadie se había dado cuenta del olvido, ni siquiera ella, hasta que horas más tarde, entrada la noche, John preguntó dónde estaba la piedra. La escena fue dramática. Pagamos la cuenta rápido y corrimos hasta la playa. El rostro de John comenzaba a reflejar una profunda amargura, un sentimiento que lo puso al borde del colapso nervioso. Sin hablar, los tres nos dirigimos hacia el punto exacto en donde nos la había entregado. Misteriosamente, la enorme piedra ya no estaba.

John se enfureció, lloró y gritó. En cierto modo, su pataleta era comprensible. Había cruzado un océano con esa roca a cuestas, desde Perú hasta su casa en Londres, luego, la había traído a Barcelona y cargado en su bolso hasta ese momento en Sitges. Había hecho todo por seguir la voluntad de esa cosa y ahora Laura lo había arruinado por completo. Como la pataleta no terminaba yo me ofusqué. Consciente de que no había forma sensata de abordar el asunto, le pregunté a John si acaso la voluntad de la piedra no habría cambiado, si no cabía la posibilidad de ahora ella desee quedarse en Sitges y por esa razón se estuviera escondiendo de nosotros.

Después de un rato de un absurdo debate sobre las posibles formas de interpretar el deseo de una piedra, John me acusó de “soberbia espiritual” y me sugirió realizar un viaje chamánico para ser mejor persona, como él. Si aceptaba, me guiaría esa misma noche en un viaje espiritual. Ahí estaba todo. Esa era la punta del ovillo del que había que tirar para entender cómo John había llegado a esto.

John nació en Inglaterra, en el seno de una familia rica. A los 18 años, su padre le hizo un regalo estratégico: un paquete de acciones que le daría los ingresos que necesitaba para seguir viviendo como lo hacía (muy bien) y planear su futuro. Educado en escuelas escocesas, John no quería saber más nada de disciplina y estudios así que, aunque hablaba cinco idiomas y se estaba formando en asuntos financieros, se dedicaba, más bien, a la fiesta.

Cuando llegó a los 26 años sus adicciones estaban fuera de control y, si bien esto no afectaba demasiado su economía, psicológicamente se sentía inseguro, infeliz y atormentado. Pedir ayuda psiquiátrica convencional no le parecía una opción. Le pareció mucho más razonable, sexy y excéntrico buscar un chamán que lo ayudara a desprenderse de sus vicios de una vez y para siempre. Alguien le habló de la molécula de Dios, una sustancia extraída del sapo bufo incilius Alvarius, cuyas glándulas generan un líquido que, al ser puesto en combustión y fumado, permite emprender un viaje espiritual curativo.

Cuando Laura y yo conocimos a John en Buenos Aires, un año antes de ese reencuentro en Sitges, John estaba a punto de pasar un fin de semana en Moreno, un humilde distrito de la zona oeste de la ciudad, para probar suerte con el ritual, guiado por un chaman norteño que se adjudicaba el conocimiento de rituales de la Pachamama, como se conoce en el norte de Sudamérica a la Madre Tierra. La sustancia no era ilegal en Argentina por entonces. Tampoco era legal, directamente no figuraba dentro del sistema penal nacional. De hecho, fue así hasta 2018.

Días después de nuestro primer encuentro, John nos contó la experiencia. Aunque el sapo del ritual ni siquiera es autóctono de Argentina, él estaba orgulloso de sí mismo, por ir tan lejos en su experiencia de curarse y haberse sumergido en un autèntico ritual latinoamericano. Días después, escribió esto en su blog de viaje:

“A los pocos minutos de aspirar el humo, la alfombra dejó de ser plana, se convirtió en un campo de pelos que se movían y ondulaba, y luego, en un campo de trigo bajo el mar. La rigidez del cuarto desapareció, las paredes, la puertas, las ventanas se licuaron, todo se volvió móvil (…) De pronto el cuarto se derrumbó sin tocarme, cayó y terminé sentado en un jardín. Cada mueble caído era ahora un ecosistema de flores y plantas. Como si yo tuviera cien ojos, cien oídos, cien lenguas, todo parecía hermoso, rico, suave y tentador (…) Una orquesta de músicos tocaba colores que soplaban mi pelo y empezarona llover más colores, como arcoiris. Nada era mucho tiempo lo que era. Todo se convertía en algo más y más bello o más y más misterioso. Caminé por el jardín pero temí caerme del planeta. Y por primera vez tuve miedo. El miedo se fue cuando una brillantez más grande que sol me pidió unirme a ella. Me lancé como por un abismo y supe que esa luz y yo nunca más dejaríamos de ser uno”.

El final era tranquilizador. Aparentemente, John había encontrado lo que buscaba.

Con el paso de las semanas, comenzaron a aparecer cambios en él. Se estaba desprendiendo de muchas cosas. Efectivamente, había decidido no tomar cocaína nunca más, no beber más alcohol, no fumar tabaco ni porros, se hizo vegetariano y abstemio sexual, se rapó y comenzó a salir a hacer yoga por las plazas de Buenos Aires. Pero, en un giro que nadie vio venir, también decidió hacerse chamán.

De hecho, a los pocos meses, decidió emprender una gira por latinoamérica para equiparse con sustancias chamánicas, como el veneno de este sapito, para traerlas a Europa. Hasta entonces, el comienzo de su delirio místico era fácilmente confundible con excentricidades de un millonario europeo. Volvió a contactarnos meses después para avisarnos que se había afincado en en la Costa Brava y que desde ahí ofrecería sus rituales. Por eso nos reencontramos en Sitges.

Después del episodio de la piedra dejó de hablarnos. No supimos nada más de él hasta que notamos una actividad sospechosa en su cuenta de Facebook: John comenzó a mandar compulsivas declaraciones de amor en los perfiles de modelos como Linda Evangelista y Naomi Campbell y al no ser correspondido, se lanzó a atacarlas y denigrarlas públicamente. Su comportamiento ininterrumpido y escandaloso hizo que finalmente su familia se decida a intervenir. Al cabo de unas semanas, John (o algún familiar) publicó un mensaje en el que aseguraba reconocer que necesitaba ayuda profesional y que, a partir de ese momento, se centraría en eso. Cerró su cuenta.

Para saber sobre él, contacté a viejos amigos en común. Nadie pudo darme información. Pero tras un tiempo mandando mensajes a personas con su apellido y que vivieran en su ciudad, dí con su prima. “John estuvo internado en una clínica psiquiátrica inglesa durante casi un año. Fue un proceso muy duro”, me explicó. “Recibió el alta pero nunca fue el mismo. Realmente no creo que pueda reflexionar sobre nada de lo que pasó estos últimos años. Está medicado y vive con su madre”, me explicó amablemente.

Muchos de nosotros conocimos personas a las que simplemente no pudimos seguirle el rastro. Personas que dejamos de entender, personas que nos asustan con nuevas actitudes, que desaparecen de nuestras vidas y a las que dejamos desaparecer. Pocas veces tenemos la oportunidad de hablar con especialistas que nos den herramientas para comprender lo que pueden haber vivido en el momento en que dejamos de entenderlos. Acudì a Silvia Ongini, psiquiatra del Hospital Clínicas de la Universidad de Buenos Aires, para hacerme de herramientas para analizar la historia de John.

Aunque en el mundo chamánico los rituales se conciben como una forma de canalizar energías espirituales mal encausadas o desviadas, y desde una óptica trascendente, los individuos enloquecerían por no poder procesar la cantidad de información que se les revela en estos viajes, desde una perspectiva estrictamente psiquiátrica, según Ongini, lo que sucede en el ritual del sapo o del ayahuasca, se considera, más bien, una intoxicación extrema. Una intoxicación tan fuerte que puede llegar a afectar el funcionamiento neurobiológico y a crear cortocircuitos en nuestro cerebro, a nivel del tálamo óptico.

“El tálamo óptico es la zona del cerebro que facilita la integración de la información sensorial, la primera que obtenemos del mundo, para pasar de los datos crudos, como vienen, a las unidades de información relativamente complejas y capaces de sostener un significado para nosotros”, detalla. El daño físico, concreto, en esta área es lo que eventualmente produce la desconexión con la realidad, es, después de todo, un daño en la capacidad de procesar correctamente lo que percibimos del mundo. “Esto es lo que conocemos como estados psicóticos”, definde Ongini antes de profundizar. “Los estados psicóticos pueden ser temporales, pero también permanentes. La salud mental de base y la predisposición, son claves para entender por qué a algunas personas, un solo ritual de este tipo, puede volarles la cabeza”, revela.

“Imaginemos nuestro cerebro como una salita repleta de cables, enchufes e interruptores”, propone la especialista. “Ahora imaginemos que le abrimos la puerta a un enorme grupo de roedores, que serían las sustancias. Es posible que estos roedores trepen, desenchufen partes, muerdan otras y enreden todo. Cuando se vayan es posible que electricidad ya no circule de forma normal”, advierte. Para algunas personas, es fácil reconstruir las conexiones, pero otras, simplemente, nunca lo logran.

Minutos más tarde, la doctora me explica el sistema psíquico con otra metáfora. “Es como una pared construida con piedras. Cuando cada roca tiene un sentido, un orden y encaja, la pared está fuerte. Pero ¿qué pasa si esa pared esta repleta de agujeros o ni siquiera tenían forma? Si esa pared se derrumba ¿con qué criterio puede reconstruirse algo que ya flaqueaba?”, se pregunta. Según ella, este suele ser el caso de muchas de las personas que se acercan a los rituales chamánicos. “Claro que hay artistas, antropólogos e incluso simples curiosos que logran emprender una búsqueda lúcida por estos terrenos, pero en general, quienes se exponen, buscan sensaciones fuertes porque, por alguna razón profunda, con las otras ya no sienten nada. La pared no está tan fuerte ni es tan firme”, observa.

Vuelvo mentalmente a esa playa en Sitges. Ahora sí me entristece saber que nunca volveremos a encontrar la piedra.

*Se ha cambiado el nombre para mantener la intimidad del protagonista.

@denisemurz