Música

​Sahara eléctrico: música y revolución en el desierto

Nómadas en exilio

Cuando sale a la calle, Ahmed ag Kaedi usa unos jeans gastados y una camisa negra demasiado ajustada, pero cuando está en la casa en la que vive como refugiado, el fundador del grupo de rock tuareg Amanar prefiere la comodidad de su boubou, un turbante y los pies descalzos. Su estatura, figura espigada y el color trigueño de su piel lo delatan como kel tamasheq (la forma en que los nómadas tuareg se refieren a su grupo étnico y lingüístico), pero en el centro de Bamako, la capital de Malí, procura mantener un bajo perfil. “Desde la última rebelión, las comunidades negras de Malí, que conforman la mayoría de la población, ya no nos quieren a los de piel clara”, dice. Hace semanas que no toca la guitarra. En cambio se dedica a preparar té amargo para sus desocupados colegas de banda y a apagar una colilla tras otra sobre la tapa de una lata de Nescafé.

Ahmed habla de la última rebelión independentista tuareg liderada por el Movimiento Nacional por la Liberación de Azawad (MNLA), que a comienzos de 2012 desencadenó el golpe de estado que derrocó al presidente Amadou Toumani Touré y que precipitó la ocupación islamista del norte de Malí. Ese mismo levantamiento desencadenaría eventualmente su huida de Kidal, la pequeña ciudad de mayoría tuareg al borde del Sahara, y su exilio en la capital en el sur del país.

Después de que la ocupación islamita, Ahmed ag Kaedi, líder del grupo de rock tuareg Amanar de Kidal, migró a la capital en el sur del país junto con varios miles de desplazados tuareg. Todas las fotos por el autor.

No es el último, pero es el recuerdo más vívido que tiene de sus días finales en Kidal. Ahmed regresó a su casa después de pasar varios días en el campo cuidando las cabras de su padre cuando encontró los restos quemados de sus guitarras y amplificadores. Mientras miraba lo que quedaba de la hoguera, su hermana le comunicó el mensaje que le habían dejado los islamistas que vaciaron bidones de gasolina sobre sus instrumentos antes de prenderles fuego: “Dijeron que me iban a cortar los dedos si se enteraban que había vuelto a tocar la guitarra”.

Tras la rebelión tuareg, aprovechando el desorden político y la humillante retirada del ejército maliense en el norte del país, un colectivo de milicias fundamentalistas tomó el control de la región intentando establecer por la fuerza un régimen brutal basado en una estricta interpretación de la ley islámica. Aparte de las amputaciones y las flagelaciones públicas a quienes acusaban de robar o cometer adulterio y que hacían parte de su severo modus operandi, los islamistas destruyeron manuscritos, templos y mausoleos centenarios que consideraban formas de idolatría. Prohibieron el cigarrillo, prohibieron el alcohol, y encajando una estocada en el vientre cultural de Malí, prohibieron cualquier expresión musical que no fuera religiosa. El comunicado oficial fue emitido en agosto de 2012 en la ciudad de Gao por un portavoz de alto turbante y barba prominente: “No queremos la música de Satanás, los versos del Corán deben tomar su lugar. Así lo demanda la sharia”.

La mezquita de Sankoré en Tombuctú era en el siglo XV la sede de una universidad de veinticinco mil estudiantes y albergaba la biblioteca más grande que había existido desde Alejandría. La ciudad era el centro cultural, religioso y académico del mundo islámico. Durante la ocupación de 2012, grupos islamistas destruyeron antiguos mausoleos y santuarios sufíes que según ellos representaban formas de idolatría.

“De un momento a otro los músicos nos convertimos en una comunidad de perseguidos”, dice Ahmed, “y yo sin hacer música soy un lisiado”. Junto con sus colegas entró a formar parte de los 200 mil desplazados que tuvieron que salir del norte del país por las actividades de los grupos armados.

Ahmed, que ha alcanzado la fama regional con su grupo Amanar, dice que prohibir la música en el norte de Malí es mutilar la esencia misma de su tejido social. “La música acompaña todas nuestras actividades, es parte de la forma en que socializamos. Es con la música que heredamos el conocimiento a nuestros hijos, que los jóvenes se cortejan, que se piden en matrimonio. Si no hay música es porque algo muy grande ha muerto dentro de nosotros. Eliminarla es bloquear nuestra alegría de vivir”.

El fundamentalismo religioso resultó irreconocible para las diferentes comunidades de la zona (incluyendo a los tuareg y los songhai, las etnias más representativas), que practican un islam moderado, tolerante, y en ocasiones místico, que poco tiene que ver con barbas espesas, pecadores flagelados y mujeres ocultas bajo velos negros. En la comunidad de los nómadas tuareg, es el hombre el que se cubre la parte inferior de la cara con un extremo de su turbante (para protegerse del sol, del viento y de los malos espíritus), mientras que la mujer lleva el rostro descubierto; en la estructura matrilineal de su sociedad, la mujer es el género fuerte, y parte de su papel activo en la comunidad consiste justamente en hacer música. Estas particularidades de los tuareg en el mundo musulmán hacían que en sus ojos las prohibiciones de los extremistas resultaran aún más intransigentes.

Fieles a la costumbre, las integrantes del ensamble femenino Tartit se han convertido en el ejemplo más representativo de la música tradicional tuareg en la actualidad; aunque han reclutado hombres en su alineación y han incluido una guitarra que dialoga con el sonido del imzhad, un violín de una cuerda, lo que hace su música más digerible a los oídos occidentales y lo que según sus integrantes hace su música más accesible a las nuevas generaciones. Sus cantos repetitivos son como mantras hipnóticos a veces interrumpidos por voces agudas que ululan en el trasfondo o por voces masculinas que responden en coro como a una oración. El ritmo lo marca el tinde (un tambor pequeño hecho con un mortero cubierto con una piel de cabra) y las palmas, siempre las palmas, el instrumento de percusión más antiguo del mundo y que no falta ni siquiera en el desierto.

Para las integrantes de Tartit, tener que exiliarse por la ocupación islamista fue repetir el ciclo de desplazamiento al que se han acostumbrado después de décadas de rebeliones separatistas lideradas por guerrillas tuareg. Una de sus vocalistas, Mama Walett Amoumine, cuenta que el grupo se formó en los 90 en un campo de refugiados en Mauritania, que comparte con Malí miles de kilómetros de arena y que por décadas ha recibido miles de desplazados cada vez que hay una insurrección armada en la zona. Las mujeres de Tartit se reunían en estos campos en sesiones improvisadas tratando de reproducir los rituales cotidianos que habían perdido desde que dejaron Tombuctú. “La vida tiene que continuar –dice–; aunque seamos refugiadas en el desierto hay que seguir cantando”.

Veinte años después de la formación de Tartit (“unión”, en la lengua tamasheq de los tuareg), Mama Walett Amoumine se sienta a la falda de una duna a las afueras de su natal Tombuctú, vestida en atuendo tuareg completo, con un velo de lentejuelas, pesados anillos de plata, diseños de henna en las manos. Un tinte negro acentúa sus labios y el contorno de sus ojos. Recuerda sus días como refugiada, el origen del grupo y reivindica el papel del desierto como una presencia constante en la composición de sus canciones. “Los occidentales no entienden el desierto”, dice la habitante del Sahara. “En su vocabulario el desierto es sinónimo de la nada; un lugar vacío. Para nosotros es más que una inspiración: es un lugar vivo, donde se nace, se crece, se ama; donde se lucha y se canta”.

Stratocaster y Kalashnikov

Tinariwen. El nombre en tamasheq significa “desiertos” (para los nómadas el Sahara es muchos), y es hoy sinónimo del sonido contemporáneo de la música tuareg. El grupo ganó el premio Uncut en 2009 por encima de Bob Dylan y Kings of Leon con su álbum Imidiwan: Companions y en 2012 se llevó el Grammy con Tassili Desert Sessions, su disco más reciente. Tres décadas después de su formación en 1979 el grupo ha logrado poner no solo la música y la cultura tuareg en el panorama mundial, sino también las aspiraciones libertarias de su pueblo.

Los integrantes de Tinariwen vieron morir amigos y familiares a manos del ejército maliense desde la primera rebelión tuareg en 1963, la misma que los llevaría a huir a los campos de refugiados en el sur de Argelia. Tinariwen se formaría en 1979 en uno de estos campos después de que su fundador Ibrahim ag Alhabib conectara por primera vez una guitarra eléctrica para reemplazar el sonido del laúd tradicional tehardent, marcando una nueva dirección en la evolución de la música en el Sahara.Como minoría étnica habitante del norte de Malí y de países vecinos que también comparten territorio sahariano, el pueblo tuareg ha luchado por conservar su autonomía e identidad cultural desde que el país se independizó de Francia en 1960. Numerosas rebeliones han intentado alcanzar tanto su autodeterminación como la independencia de Azawad, la zona que reclaman como su territorio en el árido norte de Malí.

Un año después los miembros de Tinarwien se trasladarían a campamentos en el sur de Libia, donde a comienzos de los ochenta Muamar Gadafi acogió a miles de tuareg expatriados para darles entrenamiento militar. Aprovechando la inestabilidad política de la zona, Gadafi vio la oportunidad de reclutar una legión de mercenarios con un conocimiento íntimo del desierto que pudiera respaldar sus incursiones bélicas en Chad y Sudán. Para muchos tuareg era también la oportunidad de fortalecer su propia agenda independentista y consolidar su movimiento insurgente (más tarde la caída de Gadafi precipitaría la rebelión de 2012, en la que los guerrilleros tuareg regresaron con armas libias preparados a tomarse finalmente el control de su Azawad).

En esos campos de entrenamiento los miembros de Tinariwen se volcaron de lleno a la subversión armada, cuya banda sonora eran las canciones del grupo convertidas en una herramienta identidad cultural, orgullo nacionalista y movilización política. Una imagen se empezó a hacer familiar en los campos de batalla saharianos: la de rebeldes rumbo al combate con una guitarra Fender Stratocaster colgada de un hombro y un rifle Kalashnikov colgado del otro.

Iyad ag Ghali, uno de los líderes ideológicos de la causa tuareg, le suministró al grupo tanto los instrumentos como las letras de los principales himnos revolucionarios. Los dotó también con un pequeño estudio para que pudieran registrarlos en cassettes que luego circularían por los campamentos y por cada rincón del Sahara gracias a los desplazamientos de refugiados, rebeldes y comerciantes. Era un contrabando peligroso, pues el gobierno maliense había ilegalizado la posesión de estas cintas con propaganda insurgente.

Paradójicamente, sería el mismo Iyad ag Ghaly, cabecilla carismático y compositor de poemas revolucionarios, el que después de ocupar un cargo diplomático en Arabia Saudita donde revaluó su fe religiosa, resurgiría en 2012 como uno de los líderes más crueles e inflexibles de la milicia salafista de Ansar Dine (“Defensores de la fe”); la misma que promovía la prohibición de la música y que apareció un día en la casa de Ahmed ag Kaedi para quemar sus instrumentos y amenazarlo con cortarle los dedos. Iyad sabía, más que nadie, que la prohibición de la música en el norte de Malí durante la ocupación islamista de 2012 era una forma de desequilibrar la estructura social y de desarticular la resistencia.

“En los días de los campamentos libios Iyad fue uno de los que ayudó a darle forma a los orígenes del estilo ishumar“, dice Ahmed. El término, derivado de chomeur, la voz francesa para ‘desempleado’, no solo es el nombre que adquiere el nuevo estilo de la música tuareg en su encarnación eléctrica, sino que describe a toda una generación de jóvenes exiliados, desarraigados de sus pueblos y estructuras tradicionales, nómadas buscándose la vida en campos de refugiados.

Pero no todo el repertorio ishumar incluía mensajes militantes. Buena parte de las canciones está inspirada en poemas que expresan el espíritu del assouf, el sentimiento de soledad, anhelo y nostalgia que experimentaban los ishumar; una temática que captura lo que en occidente caracteriza la esencia del blues.

“Amigos míos, de mi país, yo vivo en el exilio / Estoy en un país en el que no hay amor maternal / Estoy herido en mi alma / Lucho contra mis pensamientos. / No entiendo la vida que me rodea”, dice una canción de Tinariwen (“Aman Iman: Water is Life”).

Durante los cuatro años que estuvo en los campos de formación militar en Libia en la década del noventa, Ahmed aprendió a disparar un fusil y a tocar la guitarra. Hacia el final de ese periodo, desencantado de la lucha armada y de lo que consideraba un proyecto separatista poco viable en el futuro cercano, se decidió por la segunda.

“Empecé a pensar en formar Amanar, mi propia banda, para hacer la lucha desde la música, cantando mensajes puntuales sobre la dignidad de nuestra gente –dice Ahmed–. Pero yo quería hacer algo diferente, más rápido y más bailable que Tinariwen. Ellos son los padres de la guitarra tuareg moderna, pero al fin y al cabo ellos no eran mi única influencia”.

Por las mismas rutas trans-saharianas que durante siglos han trazado los nómadas para comerciar con oro y sal –o con drogas y personas, en algunos casos más recientes–, llegaban a los campamentos cassettes de artistas occidentales como Bob Marley, Scorpions, Santana y Jimmy Hendrix, cuyos estilos no tardaron en ser absorbidos por la nueva ola de rockeros del desierto. Pero Ahmed se reserva sus mejores elogios para quien llama el guitarrista número uno para los tuareg: Mark Knopfler, el líder de la banda británica ochentera Dire Straits.

Knopfler seguramente se habría sorprendido. Mientras él tocaba su guitarra en MTV, en medio del Sahara cientos de rebeldes tuareg encontraban inspiración en sus progresiones de acordes y la profundidad de su voz. Su bandana de neón en el video de “Money for Nothing” provocaba histeria colectiva entre Ahmed y sus camaradas. “Yo cerraba los ojos y escuchaba sus acordes; luego oía esa voz grave, como adormecida, arrastrando unas frases que yo no entendía pero que tenían esa entonación que me sonaba tan familiar. Hasta que un día me dije: este hombre… ¡debe tener sangre tuareg!”.

El ‘blues’ del desierto

Si los Tinariwen son los padres del estilo moderno de la música del norte de Malí, su abuelo es Alí Farka Touré. Su historia es menos dramática que la de los nómadas rebeldes, pero su influencia ha sido determinante en las carreras de muchos de los grandes artistas contemporáneos a través de África occidental, incluidos los guitarristas tuareg.

Touré creció en el pequeño pueblo de Niafunké sobre la ribera del río Níger, cerca de Tombuctú. Desde sus primeros experimentos musicales adaptó los ritmos tradicionales de su etnia songhai a la guitarra acústica y empezó a grabar y distribuir álbumes a nivel local desde mediados de los setenta.

Tombuctú.

Cuando Touré se atrevió a enviar algunas de sus grabaciones a un sello disquero en París, los productores europeos identificaron inmediatamente elementos rítmicos que tenían similitudes indiscutibles con el blues de Norteamérica. El uso de las escalas pentatónicas en el sonido característico de la guitarra songhai constituye el fundamento mismo del blues; “su ADN”, lo llamó alguna vez Martin Scorsese comentando su serie documental The Blues: Feel like Going Home.

Los orígenes de numerosas tradiciones musicales de las Américas se pueden rastrear hasta el África occidental vía el comercio de esclavos, pero dar con el estilo de Alí Farka Touré fue para los musicólogos como encontrar el eslabón perdido y viviente que conecta el Delta del Mississippi con los límites del Sahara. Los paralelos son tales que no dejaron de sorprender ni al propio ‘bluesman africano’, como a menudo lo llaman los críticos. Una anécdota frecuentemente citada, y posiblemente apócrifa, cuenta que la primera vez que Alí Farka Touré escuchó la música de John Lee Hooker los ritmos le fueron tan conocidos que preguntó si éste era maliense. Pero al parecer a Touré no le gustaba que lo compararan con el bluesero del Mississippi, ni le caía en gracia que su recién adquirida audiencia europea tratara de definir su sonido basándose en categorías occidentales.

Ry Cooder, el productor estadounidense responsable de desempolvar a los legendarios miembros del Buena Vista Social Club, y que compartió con Touré el Grammy en 1994 por el álbum que grabaron en conjunto, Talking Timbuktu, cuenta que el maliense se irritaba cuando le mencionaban el blues: “Eso no es lo que yo hago –decía–. Esta es nuestra herencia indígena africana. Llamarlo blues es asunto suyo”.

Touré nació en una familia noble, según el sistema de castas que rige varias comunidades del norte de Malí, pero su música se nutre de la tradición de los griots, la casta de poetas e historiadores que se han encargado de mantener viva la transmisión oral de la cultura en la región. Además de cantar y contar las historias de los imperios y las guerras, de las genealogías familiares y los chismes de vecindario, los griots también cumplen el papel de conciliadores y mediadores en las disputas domésticas o entre clanes.

Dos griots, la casta de músicos e historiadores tradicionales en África occidental, cantan sobre magia y genealogías ancestrales en un bar en las barriadas de Bamako.

Poco antes de su muerte en 2006, Touré recibió un segundo Grammy por In the Heart of the Moon, que grabó con el maestro de la kora Toumani Diabaté, y durante los dos últimos años de su vida fue alcalde de Niafunké, donde invirtió sus propios recursos para mejorar vías y montar sistemas de riego y generadores de energía en su pueblo humilde, necesitado de infraestructura duradera y amenazado por la desertificación en el Sahel. En el polvoriento caserío hay ahora una docena de establecimientos que llevan su nombre. Hay también docenas de jóvenes que saben tocar en la guitarra sus mejores éxitos y que están prestos a señalar la ubicación de su casa a quienes hacen el peregrinaje hasta Niafunké para recorrer los pasos del gran Alí Farka Touré o para rastrear el origen mítico del blues.

Los integrantes de Alkibar Gignor son quizá los representantes más destacados de la generación inspirada por Touré. Apadrinados por Afel Bocoum, sobrino y antiguo guitarrista en la banda de Alí Farka, los jóvenes miembros del grupo han desarrollado un sonido particular que en ocasiones se aleja de la tradición y de las elegantes composiciones de Touré. Su álbum La paix (‘La paz’, Sahel Sounds, 2012), grabado durante sesiones en vivo en algún ensayadero de paredes de adobe a las orillas del Níger, es según sus integrantes la respuesta de África occidental al rock de garaje. Los temas llenos de guitarras estridentes, distorsiones pesadas y amplificadores a punto de reventar al mejor estilo del punk, alternan con baladas acústicas en el mejor estilo songhai. Su primer hit se convirtió rápidamente en un éxito de las fiestas municipales de la región de Tombuctú, y no podía ser otro que un blues llamado “Hommage a Ali Farka Touré” (“Homenaje a Alí Farka Touré”).

El Sahara se globaliza

Aboubacrine ag Mohamed, guitarrista del colectivo Tamnana, cuenta que desde hace varios siglos grupos de tuareg pasan hasta cuarenta días atravesando el desierto en caravanas de camellos que salen desde Argelia o Libia para encontrarse en el temakannit, una celebración que marca el final de la temporada de lluvias y donde amigos y familiares se reúnen para hacer carreras de camellos e intercambiar música, historias y mercancías. “El temakannit es la base tradicional del Festival en el Desierto –dice-, que ahora nos da la oportunidad de mostrarle al mundo las celebraciones y costumbres que normalmente se desarrollan en la mitad del desierto sin testigos de ningún tipo”.

Fundado en 2001 por un colectivo de gestores culturales del norte de Malí encabezado por el activista cultural Manny Ansar, y con socios europeos que incluían a la banda francesa de fusión Lo’Jo, el Festival en el Desierto se celebraba la primera luna llena de cada año en los alrededores de Tombuctú y Kidal. Eso hasta 2012, cuando pocas semanas después del festival las milicias fundamentalistas se tomaron la zona.

A lo largo de sus doce ediciones, el festival se convirtió en la plataforma de exhibición más importante para los artistas del norte del país y es en buena parte responsable de darle a Malí el papel que se merece como una superpotencia en materia musical a nivel global. Por su tarima desfilaron Tinariwen, Amanar, Alí Farka Touré y su hijo Vieux, el guitarrista griot Habib Koité, “El ruiseñor del norte” Haira Arby entre muchos otros, mientras que entre las dunas aledañas los tuareg hacían danzas de espadas y carreras de camellos, y músicos occidentales se reunían con artistas tradicionales para tocar en sesiones de improvisación transculturales alrededor de una hoguera.

El público del Festival en el Desierto saluda a Vieux Farka Touré, hijo del legendario guitarrista Ali Farka Touré, el ‘rey del blues del desierto’.

La participación de grandes celebridades del rock contribuyó a darle visibilidad al festival. Entre sus invitados especiales se cuentan el ex – Led Zeppelin Robert Plant, Harper Simon (hijo de Paul Simon), Joshua “Deakin” Dibb de Animal Collective, Bono y Damon Albarn, el cerebro detrás de Blur y Gorillaz, quien produjo en 2002 el álbum Mali Music en colaboración con artistas locales.Gracias a la exposición que lograron a través del Festival en el Desierto, artistas malienses de diferentes géneros y regiones se han abierto paso en el mercado europeo y americano. Grupos tuareg como Tamikrest, Toumast o Terakaft han adaptado su estilo para complacer el gusto occidental y participan con frecuencia en los festivales europeos de verano, muchos de los cuales incluyen en sus carteles una cuota ya habitual de guitarristas con turbantes. La escena indie norteamericana no se ha quedado atrás: en 2011 los neoyorkinos de TV on the Radio viajaron hasta el sur de Argelia para colaborar en el último álbum de Tinariwen y en 2013 Dan Auerbach de The Black Keys produjo el impresionante Nomad, del guitarrista de Níger Bombino.

La cancelación de las ediciones del festival 2013 y 2014 por la inestabilidad del orden público en el norte del país ha sido un golpe nefasto para el patrimonio cultural de Malí, pero al mismo tiempo ha hecho de la música una de las principales herramientas para llamar la atención internacional sobre el conflicto que ha sumido al país en una profunda crisis política y social. El mismo Damon Albarn se ha convertido en uno de los promotores occidentales más notables de la música maliense con su proyecto Africa Express: una gira europea y un compilado de nuevos talentos locales co-producido por Brian Eno.

Por su parte, el director del Festival en el Desierto, Manny Ansar, que recibió en nombre del festival el Premio a la Excelencia Profesional en el mercado de músicas del mundo WOMEX 2013, se ha embarcado en una gira internacional para promover el evento (cuya continuidad está en suspenso), que considera “una poderosa plataforma creativa para liderar la agenda de los derechos humanos y el activismo ciudadano en África”. La música en Malí vuelve a adquirir un carácter militante, pero esta vez como instrumento para la solidaridad y la reconciliación, sobre todo entre las comunidades cuyas relaciones se han agrietado tras ocupaciones rebeldes e intervenciones militares.

Sahara digital

Celulares chinos con función bluetooth, la plataforma de distribución de música preferida en el Sahel. En las regiones del Sahara donde no hay internet ni recepción telefónica los celulares se usan, más que para hacer llamadas, para almacenar e intercambiar archivos de audio y video de los artistas pop de la zona. Durante la ocupación de 2012, las microtarjetas de memoria también se llenaron de video clips en baja resolución de combates y discursos de propaganda islamista.

Mientras que la música maliense se globaliza gracias al interés de productores occidentales, los premios internacionales, y a su presencia en festivales europeos, las tendencias musicales y plataformas de distribución en la región del Sahel siguen evolucionando a su propio ritmo.

Los dos volúmenes de Music from Saharan Cellphones (‘Música de celulares saharianos’) publicados por Sahel Sounds en 2010 y 2012 son testimonio de estas tendencias, y son un documento de un modelo de distribución que hasta hace poco solo se conocía en los confines del desierto. Los volúmenes compilan temas que se consumen e intercambian sobre el terreno, que no responden necesariamente a los intereses comerciales de los sellos occidentales, y ofrecen una mirada desde adentro al comercio musical y a los géneros que circulan en la región a través de diminutas tarjetas de memoria en teléfonos celulares. “Con un poco de imaginación –dice Christopher Kirkley, etnomusicólogo estadounidense y director de Sahel Sounds– el mapa de África occidental puede verse como un internet metafórico, sus caminos como cables de fibra óptica y las capitales como nodos de intercambio”.

Kirkley cuenta que se topó con el fenómeno de distribución de música vía celular durante sus exploraciones para hacer grabaciones de campo en algunos pueblos de la región sahariana. Al sentarse a hablar de música con artistas jóvenes, Kirkley tocaba una canción en una guitarra acústica esperando que esto generara un intercambio que le proporcionara un conocimiento más íntimo de la música local. Cuando llegaba el turno de sus interlocutores, en lugar de tocar la guitarra, sacaban un celular y le daban play a un archivo de audio en MP3. Las canciones combinaban los estilos de la región con herramientas tecnológicas occidentales como cajas de ritmos, percusión electrónica y voces alteradas con efectos de sonido.

Sahara Sound System. Habitantes de Tombuctú reproducen música en MP3 usando un teléfono celular y a través de amplificadores conectados a una batería de camión en un improvisado sound system a las afueras de la ciudad sahariana.

Según Kirkley, miles de celulares de fabricación china se distribuyeron por el Sahel en 2007. Eran teléfonos baratos pero equipados con micro tarjetas de memoria, cámaras y mecanismos para transferencia de datos vía Bluetooth. En las regiones del Sahara donde no hay internet ni recepción telefónica –ni llegan las ondas radiales– los celulares se usan, más que para hacer llamadas, para almacenar e intercambiar archivos de audio y video de los artistas pop de la zona. Los teléfonos también registran las ceremonias tradicionales de los nómadas, los cantos de las mujeres mientras cocinan o maceran el trigo, las sesiones de canto alrededor de una hoguera cuando empieza a bajar la temperatura en los atardeceres del desierto.

Los grupos islamistas que se tomaron el control del norte de Malí en 2012 también utilizaron esta tecnología para difundir su agenda política. Aunque habían vetado los archivos de música, las tarjetas de memoria se llenaron de video clips de baja calidad con discursos de propaganda fundamentalista, así como de grabaciones de tiroteos y bombardeos suicidas. Todo un registro de primera mano, en baja fidelidad, de la inestabilidad política del norte de Malí mientras estuvo fuera del alcance de la prensa internacional, y que ahora circula entre los ciudadanos a través de archivos que se transfieren como intercambiando las figuras adhesivas para llenar un álbum.

El fenómeno celular también generó la creación de mercados de MP3 en las capitales de África occidental. En Bamako, la capital maliense, en los mercados de teléfonos y accesorios para celulares se ofrecen también copias de canciones o discografías completas que por unos pocos francos se transfieren directamente a los teléfonos de los compradores o a memorias USB. Sentados bajo una sombrilla con un computador portátil y un par de parlantes, los vendedores compiten por clientes reproduciendo sus últimas adquisiciones de pop nigeriano o de balani, un género urbano que combina el sonido del balafon o marimba de madera con beats computarizados.

En el mercado de MP3 de Bamako se ofrecen copias de canciones o discografías que por pocos francos se transfieren directamente a los teléfonos o memorias USB de los compradores. Sentados bajo una sombrilla con un computador portátil y un par de parlantes, los vendedores compiten por clientes reproduciendo los últimos éxitos de pop nigeriano o del género urbano balani.

Se trata de un comercio basado esencialmente en la piratería, pero para muchos artistas jóvenes que por lo general componen sus canciones utilizando software no registrado en sus casas o cafés internet, los mercados de MP3 son la plataforma de distribución ideal para lanzar sus temas al universo digital. Y las micro tarjetas de memoria en los teléfonos celulares son su soporte predilecto, naturalmente.

En Gao, la principal ciudad del norte de Malí, el joven rapero Pheno S ha alcanzado un amplio reconocimiento en una zona donde el rap no es exactamente el género más popular. Antes de que milicianos extremistas de MUYAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental) llegaran a su casa a destruir su computador y su teclado, Pheno compuso una canción en la que denunciaba el caso de un profesor de colegio reconocido por embarazar a sus alumnas. La grabó en su teléfono, hizo un video y transfirió los archivos a sus amigos. Aunque las andanzas del profesor eran un secreto a voces, el tema de Pheno se difundió de manera viral en los celulares de Gao hasta que el escándalo forzó al acosador a renunciar. La denuncia social, el desafío a la autoridad, su estilo franco y sus gestos provocadores consolidaron a Pheno S como el auténtico rapero de Gao.

“La aplicación de la ley islámica es el camino a la felicidad”, se lee en un cartel puesto por MUYAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental) en el centro de la ciudad de Gao. En la mayor parte de África occidental se practica un islam tolerante y en ocasiones místico que poco tiene que ver con el fundamentalismo religioso que predicaban los grupos extremistas que se tomaron el norte de Malí.

Pheno se mueve por Gao en una flamante moto anaranjada –prestada–, impecable como su boubou de colores. Maneja despacio para dejar que la gente lo vea y lo salude desde el andén. Cuando no canta, Pheno es tímido y habla poco, y cuesta imaginarlo animando las bodas y bautizos en los que habitualmente se presenta desde que se fueron los islamistas. En un francés vacilante, dice que ahora que su primer disco ha visto la luz –inshallah– va a poder dar más conciertos en otras ciudades de Malí y de otros países. Habla de su álbum con humildad, todavía incrédulo del alcance que tuvieron sus primeras canciones desde que las archivó en la micro tarjeta de su celular.

Pheno S, rapero de Gao, posa para un retrato para la portada de su álbum Kani (Sahel Sounds) frente a la mezquita de Askia en Gao. En 2012 milicianos de MUYAO destruyeron su computador y su teclado en su campaña de prohibición de las artes. La música de Pheno S combina ritmos de percusión tradicional con pistas electrónicas y efectos como autotune.

Christopher Kirkley dio con la música de Pheno en una de sus exploraciones digitales en África occidental. El archivo que captó su atención mientras desenterraba MP3 de tarjetas de celulares se llamaba “Fenomenal Mix”, y decidió incluirlo en el segundo volumen de Music from Saharan Cellphones. Después de rastrear a Pheno a través de contactos locales en Facebook, como hace con muchos de los artistas que descubre en las memorias telefónicas, viajó a Gao para copiar todas sus composiciones directamente de su celular. El resultado final es Kani, el disco de Pheno S publicado por Sahel Sounds a mediados de 2013, en cuya portada diseñada por un artista digital saheliano aparece un Pheno de rasgos androides y brazos cruzados delante de un escenario apocalíptico, con rascacielos y helicópteros en llamas y una Torre Eiffel que se derrumba.

El fotomontaje y el collage de imágenes también ha hecho parte de la revolución digital en la región del Sahel. Los teléfonos chinos soportan aplicaciones elementales de diseño gráfico que, según explica Kirkley, le permiten a los usuarios “re-imaginarse en lugares y formas fantásticas”, rodearse de billetes o de animales salvajes, ponerse alas de mariposa o brazos mecánicos. Para la población tuareg, el fotomontaje ha permitido crear un mundo paralelo en el que Azawad –ese territorio no reconocido que es el eje de sus aspiraciones independentistas– tenga un equipo de fútbol, una aerolínea y hasta una silla en las Naciones Unidas.

La portada del disco de Pheno está inspirada en esta estética del collage digital, y sus canciones, según dice, son una modernización de los ritmos tradicionales songhai, aunque en su música la base rítmica sea una pista electrónica y la voz esté distorsionada con el efecto robótico de la auto-afinación.

Mohamed M’barra, conocido como “Boubou, el tamborero de Gao”, es un percusionista veterano que se presenta como el mentor del joven Pheno. En su casa en el centro de Gao, en un pequeño cuarto de estructura de adobe, Boubou toca un toubal, un tambor alto y grueso que antiguamente se usaba para llamar a la guerra. Sus ritmos complejos son la versión acústica y original de las pistas que simultáneamente salen del parlante del celular de Pheno. Es Boubou quien explica el proceso de composición del rapero de Gao: “Yo toco unos ritmos tradicionales en el tambor, Pheno los escucha con atención y luego va y los traduce a ritmos electrónicos en su computador para hacer sus canciones”.

Durante la demostración un grupo de mujeres se asoma tímidamente desde la puerta. Varios niños se cuelgan de los marcos de las ventanas para ver qué sucede en la habitación. Boubou y Pheno cruzan una mirada. “Durante los diez meses que duró la ocupación islamista hacer esto no era posible –vocifera Boubou por encima del ruido que hacen sus palmas sobre el cuero del tambor–. Mientras la música estuvo prohibida nuestros oídos estuvieron cerrados; por eso ahora todos estamos hambrientos por escuchar música, en todas partes, todo el tiempo, como siempre lo hemos hecho”.

Estudio Bogolan

El maestro del ngoni Bassekou Kouyaté en el Studio Bogolan en Bamako durante la grabación de Désert Nianafing, una canción para promover la paz entre las diferentes comunidades del país durante el posconflicto.

De vuelta en Bamako, Ahmed ag Kaedi se prepara para salir del Estudio Bogolan, el icónico centro de grabación por donde han pasado leyendas locales como Alí Farka Touré, Amadou & Mariam, Toumani Diabaté y personalidades extranjeras como Björk, Damon Albarn y Dee Dee Bridgewater. Aunque es el inicio de la estación seca y el clima nocturno es ardiente, Ahmed se quita el boubou y el turbante y se pone una chaqueta apretada y una gorra de cuero. Está cansado y eufórico después de haber pasado la tarde grabando una canción algo cursi sobre los desiertos de Malí y las comunidades que lo habitan. Es una composición del virtuoso del laúd ngoni Bassekou Kouyaté, en la que colaboran también la cantante Amy Sacko y el guitarrista Afel Bocoum.

La canción es parte de una campaña por la paz que llama a la reconciliación y la tolerancia entre las diferentes comunidades del país, ahora que la ocupación yihadista y la intervención militar francesa han exacerbado antiguas rivalidades políticas y tensiones étnicas. “Este conflicto nos ha hecho mucho mal –se lamenta Ahmed–. Los yihadistas no han desaparecido por completo de nuestras ciudades, hay soldados franceses y de otros países africanos, hay rebeldes y militares malienses ejecutando civiles. Los pueblos del norte nos sentimos olvidados por el Estado y no hemos podido tener un proceso de cicatrización que cierre las heridas que se han abierto”.

En un día de mercado, un soldado maliense le pide documentos de identificación a un grupo de pastores a las afueras de Gao. Aunque la intervención militar francesa de 2013 terminó con el control islamista de la zona, el conflicto dejó profundas tensiones entre los diferentes grupos de la región, despertando sentimientos de discriminación sobre todo contra las minorías árabe y tuareg del norte de Malí.

Ahmed se despide de sus colegas y sale a la calle, donde se queda callado un rato, pensativo. “Qué curiosa es la guerra”, dice al final. “Bassekou [Kouyaté] es de la etnia bambara y viene de Segou, en el sur del país; Afel Bocoum es un songhai de Niafunké; yo soy un tuareg de Kidal y vengo del desierto. Si no hubiera sido por la crisis actual de Malí, quizá nunca nos habríamos unido para grabar juntos”. Y concluye: “El conflicto ha dividido a las etnias, es cierto, pero mira cómo la música tiene el poder de ponernos a colaborar juntos. Así es en Malí”.

Este texto hace parte del proyecto “KUSINI – KUSINI: retomando el diálogo musical entre Colombia y Africa”. Un proyecto de Llorona Records.



*Periodista y fotógrafo independiente de Bogotá, Colombia, radicado en Johannesburgo, Sudáfrica desde 2008. Ha viajado extensamente por diferentes regiones de África cubriendo temas relacionados a la cultura popular y la música, migración, conflicto y derechos humanos. Ha colaborado con textos y fotografías para el periódico El Tiempo, El Espectador, Revista Semana, Arcadia, El Malpensante, Cartel Urbano, Gatopardo, The Sunday Times, Mail & Guardian, Southern Pulse Magazine, Pro Quest, Agencia France Presse y Libération, entre otros. Actualmente trabaja en un proyecto que busca documentar historias de vida de la diáspora somalí en Johannesburgo.

Aparte de su trabajo periodístico, ha trabajado en la gestión de proyectos de intercambio cultural entre Colombia y Sudáfrica, incluyendo la participación del grupo sudafricano Blk Jks en Rock al Parque, y las presentaciones de las bandas colombianas Sidestepper, Bomba Estéreo y La 33 en Johannesburgo. Desde la participación de Llorona Records en Moshito Music Conference and Exhibition en Johannesburgo en 2012, colabora con este sello en la creación de intercambios que vinculen artistas y gestores culturales de Colombia y diferentes regiones de África. En 2014 organizó con el Colectivo SUR la primera muestra de cine colombiano en Sudáfrica, y actualmente trabaja en la gestión de la primera muestra de cine africano en Colombia.