Cuando hace unos años cayó en mis manos El viento que arrasa de Selva Almada quedé asombrado, como casi cualquiera que ha tenido la fortuna de toparse con el libro. Conforme avanzaba la historia fui encontrando, en esa escritura sosegada, llena de silencios, espacios de tensión donde, arrastrado por la historia que no se detiene y desorientado quizá por la precisión de las palabras y la potencia de las imágenes, uno comienza a hacerse preguntas elementales sobre los asuntos más simples, preguntas sobre cosas que uno da por sentadas: muerte, vida, ser humano, dolor, soledad, palabras que están al uso, gastadas de tanto repetirse, no sólo en los libros sobre escritores que escriben y leen sobre otros tantos escritores que leen y escriben, sino en el trajín de nuestros días comunes, palabras sencillas pero cuyo fondo, en realidad, desconocemos o pretendemos desconocer: muerte, vida, ser humano, dolor, soledad: allí, en los pozos de la prosa de Almada, uno va tambaleándose por pasadizos de iluminación y desaliento, pero siempre en movimiento, entre diálogos lejanos que hacen hervir aún más el paraje desértico en donde un auto descompuesto reúne a cuatro personajes, nítidos a pesar de los espejismos provocados por el calor del Chaco, por renunciar a su autora, por hablarnos sin intermediarios y dejar que, entre sus silencios, nos preguntemos por nosotros mismos. Luego hinqué el ojo en Ladrilleros y a Chicas muertas, y confirmé que en Selva hay una escritora sorprendente, capaz de tocar fibras universales a partir de relatos íntimos, sin importar que el tono sea vertiginoso y visceral o cargado de inminencia. A propósito de la publicación de El desapego es una manera de querernos, su más reciente libro, una colección de relatos, conversé con Selva en un café de la Ciudad de México durante una de sus recientes visitas.
VICE: El corte de caja para organizar una antología de relatos siempre es complejo. ¿Cómo fue el proceso de reencontrarte con la obra de diez años? Regresar a ella y notar los cambios que ha sufrido tu escritura en un periodo largo…
Selva Almada: Sí, en realidad una buena parte de los relatos incluidos en El desapego es una manera de querernos habían sido publicados antes que las novelas en un volumen que se llamó Una chica de provincia. Esos son los relatos más viejos y los más largos. Fue raro. Igual no tanto como yo pensé al principio, cuando comenzamos a pensar en el libro con la editora. Me daba un poco de vértigo volver a leer cosas que tenía años de no ver. Por lo general, cuando las cosas se publican no vuelvo a leerlas más. Sobre todo porque estoy segura de que siempre encontraría cosas que querría sacar. Publicar este libro fue la oportunidad para volver a esos relatos que ya habían sido publicados para leerlos de nuevo y quizás corregir esas cosas que, cuando sale el libro y las ves dices: “¡uy! por qué no lo terminé antes” o “por qué puse esto”. Pero al mismo tiempo tenía miedo de ver qué me iba a encontrar, había pasado mucho tiempo. Después hay una parte del libro que se llama “Relatos dispersos”. Esos los fui escribiendo mientras trabajaba, por otro lado, con las novelas. Hubo una época en que en Argentina estaban de moda las antologías temáticas. Entonces invitaban a nuevos escritores a trabajar relatos sobre lo que sea. Cualquier tema. Me convocaron para varias de esas antologías y los relatos surgían a partir de esa consigna.
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¿Le metiste mucha mano a lo más antiguo, a lo que sentías, quizá, menos tuyo en este momento?
El primer impulso fue que tenía que corregir todo de pies a cabeza. Después me calmé un poco y empecé a pensar que tenía otras cosas para escribir y eso ya estaba escrito, era absurdo pensar en otra opción como escribirlo todo otra vez. También era hacerse cargo de trabajos que tuvieron su tiempo y por lo tanto hay torpezas, vicios, desaciertos, pero está bien porque eso forma parte del cómo se va construyendo una obra a lo largo del tiempo. Así que finalmente revisé los relatos pero toqué muy poco. Saqué cosas muy groseras o que me parecían demasiado de principiante. Uno de los relatos lo reescribí entero pero por otras razones. Se llamaba “La chica muerta” y luego yo lo retomé en Chicas Muertas. Para ese libro tuve mucho más tiempo para investigar y me di cuenta de que, tratándose de una historia real, tenía poco que ver con lo que había sucedido. Ese fue el único relato que volví a escribir a la luz de los nuevos datos que yo había recabado. Hice un proceso de selección y quedaron unos cuantos afuera porque me pareció que no tenían una comunión con este universo que me planteaba.
Llevas sugiriendo, desde tus primeros libros, este universo particular que mencionas. Ahí gobierna una violencia adormecida, inaplazable, ubicada entre los largos silencios y los paisajes abiertos del campo. Sin folclorismos ni concesiones al costumbrismo. Formas parte, junto a escritores como Hernán Ronsino o Federico Falco, o incluso Iosi Havilio en algunos trabajos, de un grupo informal cuyo trabajo ha sido clave a la hora de descentralizar la literatura argentina, muy fijada, durante los últimos tiempos, en el extrarradio citadino, en lo urbano.
Somos escritores de alrededor de 40 años que volvimos la mirada hacia la periferia y hacia el interior. Creo que este tema no estaba siendo demasiado trabajado en la literatura argentina. O quizá no tenía mucha visibilidad. Porque la literatura de provincia siempre existió, pero tuvo sus momentos un poco más felices o de mayor repercusión. Veníamos de 10 años o 20 de una literatura urbana y de mucha autoficción.
Escritores escribiendo sobre escritores…
Había mucho de eso y lo sigue habiendo, pero ya no es la única opción. Era lo que se leía y estaba canonizado. Yo creo que Hernán Ronsino, en sus primeros libros, es quien rompe un poco con eso. Yo entro después a la cola al camino que él ya había abierto. Creo que también había un agotamiento de esa literatura urbana, no había temáticas muy originales. Me parece que la novedad siempre está en la manera en la que buscas algo. Veníamos de eso, de dos décadas —por lo menos— de una literatura encerrada en lo mismo, donde muchas veces los personajes eran escritores, que a mí eso me cuesta bastante entender, y escritas de la misma manera. Lo de Ronsino fue un aire fresco, otra cosa, historias que alejaban la mirada de la obviedad, de la autoficción. Además el trabajo con el lenguaje era muy poético.
Ahora que mencionas el lenguaje, me llama la atención que en un libro de no ficción como Chicas Muertas utilices recursos poéticos, una actitud lírica en la prosa, en principio más ajena a lo que se esperaría en un tema que podría aparecer en la página de judiciales de un diario. Esto va justo a contramano a lo que ocurre hoy con esa prosa periodística, pulcrísima, efectista y muchas veces rácana que hoy en día copa la novela. ¿Cómo surgió la idea de buscar este tono?
Me costó bastante encontrar cómo podía escribir una no ficción sin ser periodista. En Argentina hay cronistas importantes, incluso para el resto de Latinoamérica, leídos en España. Todos ellos son periodistas que trabajan los géneros periodísticos con una marca profunda que viene del nuevo periodismo latinoamericano, con la escuela de García Márquez. ¿Cómo escribir una no ficción sin ser periodista, sin seguir los lineamientos del nuevo periodismo latinoamericano? Creo que lo pude hacer porque me ayudó mucho la editora a sacudirme un poco de encima el sentir que yo tenía que escribir una crónica como las que se escribían en Argentina. Chicas Muertas es una crónica escrita con mis herramientas, sin pretender sumarse a la idea de crónica que domina el mercado. Cuando me pude desentender de eso fue cuando pareció más sencillo. Era contarlo con las mismas herramientas que uso para escribir una novela, la diferencia era que había una investigación detrás, cosa que no suelo hacer cuando escribo las ficciones. Acá hay entrevistas, fragmentos de expedientes, cosas más judiciales.
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Hay muchos periodistas escribiendo novelas pero muy pocos novelistas haciendo libros de no ficción…
Ahí, desde el principio, tomamos una decisión firme. Me molestan las crónicas donde todo tiene que estar citado al pie de página, entrecomillado. Todo tiene que ser claro. Ese rigor gratuito me molesta. La editora me sugirió que me desentendiera de todo eso. En Chicas Muertas no vas a encontrar ni una comilla, y las voces conviven y comparten las jerarquías, no hay voces que estén por encima de otras. Esta conducción del relato se fue dando de manera orgánica, durante la escritura.
En Ladrilleros hay reminiscencias del primer Borges, el de las cuchilladas y los compadritos. Y sin embargo, en la famosa conferencia “El escritor argentino y la tradición”, el mismo Borges acaba hablando sobre el patrimonio universal como materia de una tradición, si la hay, local. Me parece que tu obra avanza a dos filos: bajo una estricto condicionamiento de lo íntimo, lo particular, pero, por otro lado, tocando fibras esenciales, presentes en cualquier literatura de cualquier tiempo y lugar ¿Dónde te podrías ubicar dentro del árbol genealógico de lo argentino y, por otro lado, de lo universal?
Yo creo que justamente Ladrilleros es un buen ejemplo de hacer sentir que, de alguna manera, estoy dentro de una tradición, porque me parece que es un libro deudor de El matadero (de Esteban Echeverría). De alguna manera, sin habérmelo propuesto, una vez publicado me empiezo a dar cuenta de cosas de que para todo el que lo lee está súper claro y para mí no. Por ejemplo: la tradición gaucha. No sólo en situaciones como los duelos, donde, como mencionas, también podrían resonar ecos de Borges, sino en un trabajo intenso sobre lenguaje que, aunque no pareciera a primera vista, tiene directamente que ver con Osvaldo Lamborghini o autores mucho más barrocos. Hay un cierto parentesco en la manera en que se cuenta Ladrilleros con ese lenguaje visceral, muy crudo y al mismo tiempo poético.
Suéltame unos nombres para los lectores de VICE…
Hay autores que siempre tengo muy presentes y que creo que hay relación entre sus obras y mis textos: Daniel Moyano, un escritor que circula muy poco incluso en Argentina pero que para mí es importantísimo. Haroldo Conti es otro fundamental. Horacio Quiroga: con él me pasó que en Argentina es una lectura infantil, todos los niños leemos de él los Cuentos de la selva y después, ya de grande me encontré con que tenía toda una literatura fascinante que yo no conocía como Cuentos de amor, de locura y de muerte y siento ahí un parentesco, en la relevancia que tiene el paisaje en los cuentos de Quiroga o que tienen los personajes de esa misma geografía, de esa marginalidad, no urbana como puede ser la literatura que se hizo bastante en la primera década del 2000, sino otros márgenes y otros tipos de violencias que tienen que ver con una Argentina tierra adentro. Después hay una escritora que se llama Sara Gallardo que también adopto como parte de esa misma tradición.
Me sucede algo con tus personajes: se quedan bien fijos en la cabeza después de la lectura, casi los puedo oler. Pero luego, revisando el texto, me doy cuenta de que apenas los perfilas. Pareciera como si dejaras al personaje “abierto” para que el lector lo vaya con construyendo y me parece una operación muy interesante. ¿Con qué recursos vas construyendo esa proximidad?
No lo tengo muy claro. Entiendo lo que dices porque es verdad que son sólo trazos, que no me detengo a hablar exhaustivamente del personaje sino que con dos o tres pinceladas dejo algo patente y luego el personaje se va manifestando con sus acciones, eso quiere decir lo que hace y también lo que no hace. Yo nunca sé muy bien cuál es la historia que voy a escribir pero cuando aparece un personaje, de alguna manera sé cómo es ese personaje y no tengo que buscarle mucho. No hago lo que aconsejaba Hemingway de saber todo acerca del personaje para después mostrar sólo una parte.
Yo, en general, conozco poco de mis personajes, quizá eso colabora en la construcción y reconstrucción del lector. Tengo sensaciones acerca de esos personajes que, por supuesto, surgen de la propia experiencia. En ellos hay rasgos de personas que he conocido o he leído. Primero viene ese rasgo, luego el resto se va revelando con la escritura.
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Tus dos primeras novelas aparecieron en Mardulce, la editorial de Damián Tabarovsky, que tiene fama de editor atento. ¿Qué tanto trabajas lo que escribes con los editores? ¿Cómo ha cambiado el proceso ahora que publicas en un sello masivo?
Había pasado uno o dos años luego de terminar El viento que arrasa y se la mandé a Damián. Él lo leyó, le gustó mucho y me dijo que lo iban a publicar, que lo único que iban a cambiar era el título, porque el original era muy largo y después me hizo un par de comentarios. Me dijo que le parecía que la novela tardaba mucho en arrancar y que, por el contrario, se terminaba muy rápido. La verdad no fue muy concreto lo que me dijo pero yo presté atención y pensé en cómo lo iba a resolver.
Me di cuenta de que tenía razón cuando leí de nuevo la novela y trabajé en solucionar los problemas. Saqué algunas partes, agregué otras. No fue una labor muy exhaustiva de reescritura sino más bien de acomodo y reestructuración. A Ladrilleros no hubo que arreglarle casi nada. Con Random House el primer trabajo que hicimos fue Chicas Muertas. Fue una experiencia distinta: se trató del primer libro que escribí con una fecha de entrega, sabiendo que una editorial lo iba a publicar y que lo tenía que entregar en cierto tiempo. La verdad es que lo trabajé mano a mano con mi editora, en el sentido de probar con varios borradores y esperar a que me hiciera observaciones. Finalmente, cuando encontré el tono y ella estuvo de acuerdo, todo fue muy rápido.